D9142 02B 21
-Doña Xóchitl Gálvez, ¿por que dice usted tantas groserias?
-Mire, para que usted me entienda hay que preguntarnos ¿qué es groserÍa?
GROSERIA es que el salario mínimo de un trabajador sea de $54.00 al día (1,620 al mes) y el de un diputado de $200,000.00 pudiendo llegar con dietas y otras prebendas a $350,000.00
GROSERIA es que un catedrático de universidad o un cirujano de la sanidad pública ganen menos que el concejal de festejos de un ayuntamiento de tercera.
GROSERIA es que los políticos se suban sus retribuciones en el porcentaje que les apetezca, (siempre por unanimidad, por supuesto, y al inicio de la legislatura).
GROSERIA es comparar la jubilación de un diputado con la de una viuda.
GROSERIA es que un ciudadano tenga que cotizar 35 años para percibir una jubilación y a los diputados les baste sólo con tres o con seis según el caso y que los miembros del gobierno para cobrar la pensión máxima sólo necesiten jurar el cargo.
GROSERIA es que los diputados sean los únicos trabajadores (¿?) de este país que están exentos de tributar un tercio de su sueldo del ISR.
GROSERIA es colocar en la administración a miles de asesores (léase amigotes con sueldo) que ya desearían los técnicos más cualificados.
GROSERIA es el ingente dinero destinado a sostener a los partidos aprobados por los mismos políticos que viven de ellos.
GROSERIA es que a un político no se le exija superar una mínima prueba de capacidad para ejercer su cargo (y no digamos intelectual o cultural).
GROSERIA es el costo que representa para los ciudadanos sus comidas, coches oficiales, choferes, viajes (siempre en gran clase) y tarjetas de crédito por doquier.
GROSERIA es que sus señorías tengan casi cinco meses de vacaciones al año (48 días en Navidad-enero, unos 17 en Semana Santa —a pesar de que muchos de ellos se declaran laicos— y unos 82 días en verano).
GROSERIA es que sus señorías cuando cesan en el cargo tengan un colchón del 80% del sueldo durante 18 meses.
GROSERIA es que ex ministros, ex secretarios de estado y altos cargos de la política cuando cesan son los únicos ciudadanos de este país que pueden legalmente percibir dos salarios del erario público.
GROSERIA es que se utilice a los medios de comunicación para transmitir a la sociedad que los funcionarios sólo representan un costo para el bolsillo de los ciudadanos...
GROSERIA es que nos oculten sus privilegios mientras vuelven a la sociedad contra quienes de verdad les sirven. Mientras, ¿hablan de política social y derechos sociales?
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miércoles, 23 de febrero de 2011
lunes, 7 de febrero de 2011
La Ciudad de Tokio
2301 980 08
Anne Marie Mergier
La ciudad de Tokio hace 65 años sólo era ruinas. Hoy es una megápolis anclada en el siglo XXI.
Con 30 millones de habitantes en su zona metropolitana, sus rascacielos, su publicidad omnipresente y su ritmo desenfrenado las 25 horas del día, los siete días de la semana.
Es una capital sin límites, barroca, surrealista, de ciencia ficción, de tiras cómicas.
Verdadero desafío urbanístico, Tokio creció fuera de toda planificación al ritmo de la compraventa de terrenos cada vez más caros. Hoy un metro cuadrado en el selecto barrio de Ginza cuesta 200,000 dólares...
Resultado: un formidable caos arquitectónico, en el que todo es posible: una torre de 60 pisos al lado de casas particulares, edificios ultravanguardistas de vidrio, acero, mármol o baldosines al lado de austeras construcciones de concreto o divertidas copias de estilos europeos; inmuebles anchos, estrechísimos, cuadrados, triangulares, redondos, ovalados, rectos, estrañamente torcidos; edificios dorados, plateados, totalmente negros, de un blanco inmaculado, transparentes, cubiertos de espejos, con colores chillones; avenidas anchas e imponentes entre las que serpentean callejuelas llenas de flores y restaurantes minúsculos... Un delirio.
Tokio refleja hasta la caricatura a ese Japón pujante, tecnológico y consumista que intriga tanto al mundo entero.
Las cajas automáticas hablan: agradecen, piden más dinero, se despiden con voces sensuales. Los semáforos cantan: un timbre melodioso impide cruzar la calle, otro permite hacerlo. Todo el mundo obedece...
Hay teléfonos de larga distancia en cada esquina, fax públicos en las estaciones del metro y distribuidores automáticos por doquier. Venden de todo: botellas de whisky, galones de cerveza, latas, comida, cigarros, bolsas, cepillos de dientes, máquinas de afeitar, paraguas...
Gigantescas pantallas y tableros electrónicos inundan la ciudad con informaciones: noticias relevantes, previsiones metereológicas, problemas de tránsito, tasa de dióxido de carbón y de azufre en la atmósfera, consejos para mantener la ciudad limpia... y anuncios publicitarios.
En la capital del libre mercado la publicidad impone su ley.
Y todo se vale para atraer al cliente. Larguísimos rótulos verticales cuelgan de casi todos los edificios. De noche convierten calles y avenidas en extravagantes selvas de neón.
En la entrada de las tiendas, vendedores con micrófonos y equipos de sonido arengan a los paseantes. Sus gritos se confunden con la música estridente de otros comercios, los frenazos de un mar de coches, motos, bicicletas, sirenas policiacas y el ruido sordo de inmuebles, trenes y metros, cuyas vías parecen suspendidas en el aire.
En una plazuela escondida entre rascacielos, se ve una vitrina insólita: es un estudio de radio expuesto a la vista de todos. Patrocinado por marcas de discos y de zapatos, un periodista entrevita a un cantante de "hard rock" japonés, cuya pinta estrambótica haría palidecer a Michael Jackson.
Enfrente de la vitrina: punks, señoras de edad con su kimono tradicional, madres de familia, escolares con uniformes, se codean divertidos. Saborean jugos de fruta que les regalan edecanes con minifaldas, contratadas por un supermercado.
Justo al lado, las aguas de una fuente modernísima bailan al ritmo de un vals de Strauss gracias a una marca de relojes electrónicos, mientras un globo aerostático pasea silenciosamente por el cielo el nombre de una conocida firma automovilística.
El vender, comprar y consumir es la aspiración, la obsesión casi la enfermedad de buena parte de la inmensa clase media japonesa.
Inolvidable espectáculo el de esas multitudes compactas, vidas, acorazadas con tarjetas de crédito, cargadas con bolsas de todo tamaño, que día tras día, inclusive los domingos, recorren los interminables pasillos de las grandes tiendas y de los centros comerciales de Tokio para comprar, comprar, comprar.
-¿Pero qué comprar los japoneses?
-De todo.
-¿Y por qué compran tanto?
- En general, todos acaban por reconocer que compran porque la sociedad en la que viven necesita que lo hagan y los empuja a hacerlo... Dificil escapar.
-Hay comercios por doquier. Todo se vende en cualquier parte a cualquier hora. El servicio de entrega a domicilio es el más desarrollado del mundo. El cliente es el rey.
Vértigo ante esa invitación permanente, insistente, a comprar más y más y más, como si sólo eso contara en la vida.
El virus del consumismo ataca a los japoneses desde muy temprana edad. El mercado "quinceañero" esta en plena expansión y los adolescentes de Tokio tienen su propio barrio de compras: Jarajuku.
Tiendas de ropa, discos y juguetes. Heladerías y "Big Burgers". Colores fluorescentes y Madonna. Vendedores apenas salidos de la infancia. Ningún adulto.
Malestar ante esos niños de diez o quince años con uniformes escolares, seriecitos, que se pasean de tienda en tienda con sus elegantes bolsas en la mano, comparan precios y calidad, discuten y pagan con expresiones de adultos.
Los japoneses dedican cada vez más tiempo y energía al "shopping"
¿Hasta dónde llegarán? ¿Están irremediablemente condenados a consumir? ¿A eso lleva una sociedad altamente desarrollada...?
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Anne Marie Mergier
La ciudad de Tokio hace 65 años sólo era ruinas. Hoy es una megápolis anclada en el siglo XXI.
Con 30 millones de habitantes en su zona metropolitana, sus rascacielos, su publicidad omnipresente y su ritmo desenfrenado las 25 horas del día, los siete días de la semana.
Es una capital sin límites, barroca, surrealista, de ciencia ficción, de tiras cómicas.
Verdadero desafío urbanístico, Tokio creció fuera de toda planificación al ritmo de la compraventa de terrenos cada vez más caros. Hoy un metro cuadrado en el selecto barrio de Ginza cuesta 200,000 dólares...
Resultado: un formidable caos arquitectónico, en el que todo es posible: una torre de 60 pisos al lado de casas particulares, edificios ultravanguardistas de vidrio, acero, mármol o baldosines al lado de austeras construcciones de concreto o divertidas copias de estilos europeos; inmuebles anchos, estrechísimos, cuadrados, triangulares, redondos, ovalados, rectos, estrañamente torcidos; edificios dorados, plateados, totalmente negros, de un blanco inmaculado, transparentes, cubiertos de espejos, con colores chillones; avenidas anchas e imponentes entre las que serpentean callejuelas llenas de flores y restaurantes minúsculos... Un delirio.
Tokio refleja hasta la caricatura a ese Japón pujante, tecnológico y consumista que intriga tanto al mundo entero.
Las cajas automáticas hablan: agradecen, piden más dinero, se despiden con voces sensuales. Los semáforos cantan: un timbre melodioso impide cruzar la calle, otro permite hacerlo. Todo el mundo obedece...
Hay teléfonos de larga distancia en cada esquina, fax públicos en las estaciones del metro y distribuidores automáticos por doquier. Venden de todo: botellas de whisky, galones de cerveza, latas, comida, cigarros, bolsas, cepillos de dientes, máquinas de afeitar, paraguas...
Gigantescas pantallas y tableros electrónicos inundan la ciudad con informaciones: noticias relevantes, previsiones metereológicas, problemas de tránsito, tasa de dióxido de carbón y de azufre en la atmósfera, consejos para mantener la ciudad limpia... y anuncios publicitarios.
En la capital del libre mercado la publicidad impone su ley.
Y todo se vale para atraer al cliente. Larguísimos rótulos verticales cuelgan de casi todos los edificios. De noche convierten calles y avenidas en extravagantes selvas de neón.
En la entrada de las tiendas, vendedores con micrófonos y equipos de sonido arengan a los paseantes. Sus gritos se confunden con la música estridente de otros comercios, los frenazos de un mar de coches, motos, bicicletas, sirenas policiacas y el ruido sordo de inmuebles, trenes y metros, cuyas vías parecen suspendidas en el aire.
En una plazuela escondida entre rascacielos, se ve una vitrina insólita: es un estudio de radio expuesto a la vista de todos. Patrocinado por marcas de discos y de zapatos, un periodista entrevita a un cantante de "hard rock" japonés, cuya pinta estrambótica haría palidecer a Michael Jackson.
Enfrente de la vitrina: punks, señoras de edad con su kimono tradicional, madres de familia, escolares con uniformes, se codean divertidos. Saborean jugos de fruta que les regalan edecanes con minifaldas, contratadas por un supermercado.
Justo al lado, las aguas de una fuente modernísima bailan al ritmo de un vals de Strauss gracias a una marca de relojes electrónicos, mientras un globo aerostático pasea silenciosamente por el cielo el nombre de una conocida firma automovilística.
El vender, comprar y consumir es la aspiración, la obsesión casi la enfermedad de buena parte de la inmensa clase media japonesa.
Inolvidable espectáculo el de esas multitudes compactas, vidas, acorazadas con tarjetas de crédito, cargadas con bolsas de todo tamaño, que día tras día, inclusive los domingos, recorren los interminables pasillos de las grandes tiendas y de los centros comerciales de Tokio para comprar, comprar, comprar.
-¿Pero qué comprar los japoneses?
-De todo.
-¿Y por qué compran tanto?
- En general, todos acaban por reconocer que compran porque la sociedad en la que viven necesita que lo hagan y los empuja a hacerlo... Dificil escapar.
-Hay comercios por doquier. Todo se vende en cualquier parte a cualquier hora. El servicio de entrega a domicilio es el más desarrollado del mundo. El cliente es el rey.
Vértigo ante esa invitación permanente, insistente, a comprar más y más y más, como si sólo eso contara en la vida.
El virus del consumismo ataca a los japoneses desde muy temprana edad. El mercado "quinceañero" esta en plena expansión y los adolescentes de Tokio tienen su propio barrio de compras: Jarajuku.
Tiendas de ropa, discos y juguetes. Heladerías y "Big Burgers". Colores fluorescentes y Madonna. Vendedores apenas salidos de la infancia. Ningún adulto.
Malestar ante esos niños de diez o quince años con uniformes escolares, seriecitos, que se pasean de tienda en tienda con sus elegantes bolsas en la mano, comparan precios y calidad, discuten y pagan con expresiones de adultos.
Los japoneses dedican cada vez más tiempo y energía al "shopping"
¿Hasta dónde llegarán? ¿Están irremediablemente condenados a consumir? ¿A eso lleva una sociedad altamente desarrollada...?
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