Jorge Ibargüengoitia
Cuando yo era niño, un borracho era un señor dormido en la banqueta.
Si estorbaba el paso, nuestras madres aconsejaban cruzar la calle y seguir por la otra acera.
Si el borracho estaba exactamente en la puerta de la casa: pasar sobre él con mucho cuidado, procurando no despetarlo.
Borracho también era el de la lotería: desfajado, pendenciero, levantando el puño con un cuchillo en la mano, y... pobre.
Esta era característica general de los borrachos: eran "gente humilde". Hombres, también.
Las borrachas eran desconocidas.
En realidad la mujer entraba en la vida del borracho sólo para esperarlo en la puerta de la cantina y ser golpeada.
El siguiente paso en el conocimiento de los borrachos consistió en descubrir
-con cierta trepidación- que los borrachos podían ser gente decente, hasta miembros de la familia.
El señor que apestaba, que tenía las manos tembolorosas, que me explicó un día tres veces cómo se jugaba el mismo juego, fue explicado por mi madre: "es que es muy borracho".
Era un caso muy triste: siempre estaba en un rincón tronándose las coyunturas.
Había otro borracho que estaba regenerándose.
Ese llegaba a la casa con un traje negro brilloso y una maleta.
Vendía jamocillos.
El otro borracho decente de aquella época, lo vi en una excursión a La Venta.
Se fue de bruces junto a mí, y ya no se levantó.
Se quedó dormido un rato.
Fue el mismo día en que detuvieron cerca de nosotros unos camiones de redilas, y los que venían arriba, con carteles, gritaron"
-¡Viva el general Cárdenas!
Una tía contestó, con mucha presencia de ánimo:
-Viva quien sea, pero váyanse.
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Pero los borrachos seguían siendo gente aparte, que se caía al piso, que vendía jamoncillos, que era infeliz.
No había relación alguna entre ellos y los cócteles que hacían en mi casa con granadina, jugo de limón, ginebra y hielo. Mis mayores se los tomaban y nunca se caían al piso.
Un día, el médico le recetó a mi abuelo que tomara cerveza con la comida todos los días, porque estaba perdiendo peso en forma alarmante.
Llevaron un cartón a la casa, él destapó una botella, sirvió en un vasito y me dio a probar.
Me supo amarguísima, pero me sentí tan honrado de que me dieran una bebida de gente grande, que dije que me parecía muy sabrosa.
Quedé "enganchado".
Ahora comprendo que fue uno de los momentos culminantes de la vida.
Mi abuelo, que tenía setenta años y yo, que tenía siete, éramos los únicos que bebíamos cerveza en la casa.
Las mujeres: mi abuela, mi madre y mis tías, no podían ni probarla.
Tenían traumas: cuando eran chicas, acostumbraban darles cerveza con aceite de ricino.
Por consiguiente, beber cerveza, aunque amarga, era para mí doblemente apetecible: era bebida de hombres, y de gente grande.
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El siguiente paso en mi carrera de bebedor lo di en el "Seps" de Tamaulipas. Iba allí con mis compañeros scouts, cosa, escandalosa para nuestro jefe de grupo, el profesor Nicodemus.
Los tarros de negra costaban setenta centavos y de ribete le daban a uno un platito con cebollas en vinagre.
En esa época, la cerveza ya no era un símbolo, sino un gusto.
Mejor dicho, varios gustos: bebíamos de dos tarros, platicábamos dos horas, y salíamos al atardecer, muertos de hambre, a comer haburguesas de Biarritz.
Hasta este punto en mi vida no había ninguna conexión entre yo y un borracho. La cosa cambió la tarde que el scout Siete Leguas nos invitó a una fiesta en casa de unos parientes suyos.
Llegamos a la fiesta y, como de costumbre, nos quedamos en un rincón platicando, porque nos hallábamos muy mal y no nos atreviamos a sacar a las muchachas, que estaban en otro rincón,
platicando también.
No recuerdo qué bebí, pero me he de haber estado tambalendo, porque el scout Siete Leguas se acercó a mi y me dijo con un rictus:
-Nos estás pone poniendo en evidencia.
Una niña chiquita estaba parada frente a mí, mirándome asombrada.
Al verla allí, como recordatorio de mi inocencia perdida, comprendí lo que me pasaba, y dije para mis adentros:
-¡Estás borracho!
Creo que nunca he estado tan escandalizado.
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