Para que el ser humano triunfara, para que se estableciera como el rey del planeta, necesitaba utilizar su cerebro como algo más que un simple mecanismo para cumplir la rutina diaria de obtener comida y burlar a los enemigos.
Debió aprender a gobernar su ambiente, es decir, a observar, generalizar y crear una tecnología.
Y para aguzar su mente hasta ese extremo, empezó a numerar y medir.
Sólo a través de la numeración y medida pudo ir captando la noción de un universo que podía ser comprendido y manipulado.
Se necesitaba algo que impulsara contar, de la misma forma que había necesitado algo para llegar a la tierra firme.
El hombre debía reparar en algo regular que pudiera comprender, en algo o suficientemente metódico como para que le permitiera predecir el futuro y apreciar la capacidad del intelecto.
Una forma sencilla de percibir el orden es comprobar algún ritmo cíclico, constante, de la naturaleza.
El ciclo más simple y dominate es la sucesión del día y la noche.
El concepto del tiempo debió surgir cuando algún hombre empezó a tener el conocimiento consciente de que con toda certeza el sol salía por el este después de haberse puesto por el oeste.
Esto significó la conciencia del tiempo, en lugar de su simple tolerancia pasiva.
Significó el principio de la medida del tiempo, tal vez la medida de cualquier cosa, al poder situarse un hecho diciendo que ocurrió tantos amaneceres atrás o que iba a suceder tantos amaneceres después.
Sin embargo, el cilco día-noche carece de sutileza para hacer brotar las mejores cualidades del hombre.
Sin duda, si los hombres observaban con mucha atención, advertirían que el día se alargaba y acortaba y que la noche se acortaba y alargaba en lo que hoy llamaríamos un ciclo anual.
Podrían haber asociado esto con la altura cambiante del sol de mediodía y con un ciclo de estaciones.
Por desgracia tales cambios serían difíciles de comprender, de seguir y determinar.
La duración del día y la posición del sol exigirían mediciones muy arduas en tiempos primitivos; las estaciones dependen de muchos factores que tienden a confundir su naturaleza aumenta cíclica en un breve período de tiempo; y en los, trópicos, donde evoluciono el hombre, todas estas variaciones son mínimas.
Pero existe la Luna, que es un objeto de luz tenue y brillante cuya forma cambia de modo constante.
La fascinación de esa forma variable, junto a una posición cambiante en el ciclo respecto al Sol, debió de atraer la atención.
La desaparición lenta del cuarto de Luna cuando emergía con el Sol naciente y la aparición de una NUEVA Luna con el resplandor solar del ocaso puede haber proporcionado a la humanidad el empuje inicial hacia la nocíón de muerte y reencarnación que se encuentra en la base de tantas religiones.
El nacimiento de cada Luna nueva como símbolo de esperanza, pudo haber agitado las emociones de hombre primitivo lo bastante como para forzarle de modo irresitible a calcular por anticipado cuándo aparecería aquella Luna nueva, para poder saludarla con alegría y regocijo.
Las lunas nuevas se presentan, no obstante, lo bastante separada en el tiempo como como par incitar un ejercicio de cálculo; y la amplitud del cómputo haría aconsejable el empleo de muescas en un trozo de madera o hueso.
Además, el número de días no es fijo.
A veces el intervalo entre dos lunas nuevas es de 29 días, otras veces de treinta.
Pero con un cómputo continuado debió de aparecer una norma.
Una vez establecida ésta, llegaría a comprenderse por fin que doce lunas nuevas abarcaban un ciclo de estaciones (es más fácil contar y entender doce lunas nuevas que trascientos sesenta y cinco días).
Y el cálculo no es correcto todavía.
Con doce lunas nuevas las estaciones se adelantan.
Algnas veces debería añadirse una luna nueva más.
Por otra parte, la Luna se exclipsa de vez en cuando.
(Los eclipses de Luna pueden verse en todo el mundo al mismo tiempo, en tanto que los de Sol, más o menos iguales en número, se ven sólo en algunas zonas reducidas.
Por lo tanto, desde un punto dado de la Tierra una persona ve muchos más eclipses de Luna que de Sol).
El eclipse de Luna, su muerte relativamente rápida en el momento de madurez total (el eclipse siempre sucede cuando la Luna está llena) y su renacimiento con la misma rapidez, debe de haber causado un impacto enorme en los puelbos primitivos.
Para ellos debió de ser importante saber cuándo se produciría un acontecimiento tan significativo, y los cálculos tuvieron que alcanzar un nuevo nivel de sutileza.
No es sorprendente, pues, que los primeros esfuerzos para comprender el universo se concentraran en la Luna.
Stonehagen pudo haber sido un observatorio primitivo en calidad de dispositivo inmenso para predecir con exactitud los eclipses lunares.
Alexander Marshak analizó las señales de huesos antiquísimos y sugirió que se trataba de calendarios primitivos que idicaban las lunas nuevas.
De modo que el ser humano fue impulsado inicialmente hacia el cálculo y la generalización a través de la necesidad de mantener vigilada la Luna; que los calendarios surgieron de la Luna; que aquellos condujeron a las matemáticas y la astronomía (y a la religión, también) y que de estas surgió todo lo demás.
Las fases de la Luna transformaron al ser humano en un ser intelectual.
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