Lorenzo Meyer
En México se hizo un enorme esfuerzo por separar el discurso político del discurso religioso. Sin embargo, en los últimos tiempos hay elementos para sospechar que alguien quiere introducir por la puerta trasera lo que abiertamente se sacó de la discusión política hace años.
México y Estados Unidos siguen siendo vecinos distantes. Es verdad que en los últimos años esa distancia se ha acortado o perdido en áreas como la economía o la demografía, pero es igualmente cierto que en otras, como la cultura, incluso se ahonda.
Diferencias y semejanzas
Al observar el lenguaje que envuelve el discurso norteamericano en Iraq, no puede uno menos que reconocer que el "Dios de los ejércitos" está hoy públicamente tan invocado como en la antigüedad.
En contraste, al observar a México, al Dios que se invoca no es al de los ejércitos sino al del secreto.
El contraste puede servir de punto de partida para explorar, una vez más, las semejanzas y las diferencias entre las culturas políticas de los dos países que compartimos el Río Bravo como frontera.
¿Cómo han manejado las clases políticas de ambos países la idea de la intervención divina en un tema tan mundano y brutal como es el poder?
Dios y el poder terrenal
México y Estados Unidos han sido, y en buena medida siguen siendo, según la muy atinada definición de Alan Riding, vecinos distantes.
Es verdad que en los últimos años esa distancia se ha acortado o de plano perdido en áreas como la economía o la demografía, pero es igualmente cierto que en otras, como la cultura, se mantiene e incluso se ahonda.
Y una de esas diferencias culturales profundas entre nuestro país y el vecino anglosajón del norte se da en el área de la religión.
Para ser más exactos, en el contraste en la idea dominante en cada una de las sociedades sobre la naturaleza de la intervención de lo divino en los asuntos de las respectivas repúblicas.
El punto de partida
No es aventurado suponer que desde el origen de las civilizaciones, el poder de unos hombres sobre otros -la imposición de la voluntad e intereses de una minoría sobre la mayoría- tuvo que asociarse o justificarse no sólo con el argumento contundente de la fuerza, sino también de la voluntad divina.
La cabeza de la tribu o de la comunidad procuró hacer derivar su derecho a mandar y a ser obedecido no sólo con el uso de la violencia sino también como resultado de la decisión de una voluntad más allá de lo humano y que era, por tanto, incuestionable.
Cuando, con el correr del tiempo, la estructura social se hizo más compleja y desembocó en los grandes imperios de la antigüedad, como el de Egipto, el gobernante supremo simplemente ya se confundía con la divinidad misma: era Dios en la tierra.
Fueron los griegos de la época clásica -esa isla de inteligencia pura en un mundo totalmente dominado por el misterio, por las explicaciones metafísicas- los primeros en proponer una explicación del poder puramente racional, sin recurrir a la intervención de los dioses.
El intento no perduró, y pronto ahí como en Roma y en todas partes, se volvió a echar mano de la divinidad para explicar y, sobre todo, justificar la imposición de la voluntad de unos hombres sobre otros.
En la concepción judeocristiana, Dios es el principio de todo, el verdadero soberano.
En efecto, para los creyentes en esa tradición, Dios es el único que tiene realmente la capacidad de decidir el destino tanto del individuo como de la humanidad entera, y por eso es el único que no tiene que dar cuenta de sus decisiones a nadie.
Hasta que la Ilustración y la democracia lo echaron por tierra en el siglo XVIII en el mundo occidental, el derecho del monarca a gobernar era considerado "derecho divino".
En efecto, por largo tiempo la ortodoxia obligaba a suponer que Dios, como soberano del universo, había delegado su autoridad en materia religiosa en el Papa y en los asuntos terrenales, en el emperador o en los monarcas de las diferentes configuraciones políticas europeas.
Por tal razón, rebelarse contra el rey equivalía a cuestionar la voluntad de Dios, salvo que el rey contraviniera flagrantemente las normas estipuladas como justas por la religión.
A partir del triunfo de la burguesía y del surgimiento del pensamiento político moderno, la tendencia fue a construir el Estado laico, es decir, una organización política donde cada vez se separara más la esfera del poder de cualquier justificación metafísica.
En esta materia, la izquierda -el marxismo en particular- fue quien llegó tan lejos como era posible.
Partió de una explicación exclusivamente material y racional del universo -del hombre, la producción y las relaciones sociales-, y concluyó que cualquier justificación de las estructuras de poder pasadas o presentes con argumentos religiosos, era una mera manipulación ideológica de la clase gobernante en turno para defender sus intereses materiales y subordinar y explotar al resto de la sociedad.
Al final de cuentas y políticamente hablando, la religión, aseguró Marx en 1844, no había jugado otro papel que el de ser "el opio del pueblo"; la idea de un más allá perfectamente justo, justificaba un más acá perfectamente injusto.
En occidente, separar lo que es de Dios de lo que es del César requirió de una larga y cruenta lucha.
Por un tiempo se supuso que, como resultado de ese conflicto, el proceso de secularización sería irreversible, y que lo ideal sería mantener a la vida pública por un camino y a la religión por el otro hasta llegar a consolidar sendas esferas como realidades separadas.
Esa separación se contempló como la solución ideal al viejo problema planteado por las sangrientas luchas entre la cruz y la espada por un lado y entre las diferentes variantes del cristianismo por el otro.
Sin embargo, al llegar a su fin el siglo XX, al derrumbarse el mundo comunista y consolidarse el liderazgo norteamericano pero, sobre todo, al establecerse la lucha entre el fundamentalismo islámico y Estados Unidos como el conflicto dominante en el sistema mundial, volvió a adquirir fuerza la tendencia a establecer una relación entre el mundo de la religión y el mundo del poder.
Para muchos, el ejemplo más cercano de esa tendencia es Estados Unidos, pero resulta muy inquietante comprobar que al interior de nuestro propio país, y por caminos bastante torcidos, también hay una tendencia a establecer una relación entre el mundo del poder y el de la religión organizada, pero se trata de una relación secreta y absolutamente contraria a la democracia en la que se supone que vivimos.
Dios y los vecinos
En un artículo aparecido el 29 de julio en The Guardian, George Monbiot examina la acción militar de Estados Unidos en Irak desde el ángulo de la religión, perspectiva que el propio presidente George W. Bush eligió al anunciar el 1o de mayo en un mensaje a sus tropas desde el portaaviones USS Lincoln, que Estados Unidos había concluido una etapa en su misión de destruir al régimen dictatorial de Sadam Hussein.
El presidente norteamericano dijo a los combatientes: "A donde quiera que ustedes vayan llevarán un mensaje de esperanza, un mensaje que es tan antiguo como es nuevo: en palabras del profeta Isaías 'a los cautivos, que sean libres, a los que viven en las tinieblas, que salgan a la luz'".
Desde esta perspectiva, resulta que Estados Unidos no luchó en Irak por el control del petróleo o por acabar con un adversario político en una región estratégica, sino por altruismo: para liberar a un pueblo de las tinieblas.
Visto así, dice Monbiot, resulta que hoy los soldados norteamericanos son misioneros y el americanismo una religión.
La idea anterior debería sonar familiar a los estudiosos de la historia mexicana.
En efecto, cuando llegaron los españoles guiados por Hernán Cortés a inicios del siglo XVI a las playas de lo que llamaron la Vera Cruz, dijeron que emprendían su histórica aventura por el oro y la plata -un equivalente al petróleo de hoy-, pero también porque su espada era una cruz que venía a tierras dominadas por el demonio -los sacrificios humanos eran el indicador claro de tal dominio- para salvar a los idólatras de las terribles tinieblas en que vivían.
Más de un franciscano o jesuita vio en América la posibilidad de crear lo que en la corrupta Europa era imposible: la Ciudad de Dios.
Las dos repúblicas
Para el siglo XVIII la idea de que la acción española en el Nuevo Mundo significaba cumplir con una misión divina, ya casi había quedado atrás -aunque no del todo, pues aún tuvo lugar la debatida empresa de fray Junípero Serra en California-, pero fue entonces cuando en la primera nueva nación americana -Estados Unidos- empezó a tomar cuerpo la idea de que se tenía una misión política y divina que cumplir.
George Washington, en su discurso inaugural, señaló que la Divina Providencia había trabajado a favor de la independencia americana.
Para 1845 ya era popular la idea de un "Destino Manifiesto" que suponía que esa misma Divina Providencia había asignado el dominio de todo el continente a Estados Unidos.
Para inicios del siglo XX, el presidente Woodrow Wilson no tuvo problema en asegurar que la energía espiritual de su país no tenía rival en el mundo y que gracias a ella Estados Unidos "podía contribuir como ninguna otra nación a la liberación de la humanidad".
La idea de la predestinación individual era el centro de la concepción del mundo de los calvinistas que habían iniciado la colonización del norte de América en el siglo XVII como una tarea religiosa.
Desde esta perspectiva, resulta que desde el inicio Dios sabía quién se habría de salvar y quién de condenar y su éxito material distinguía a los salvados de los condenados.
Trasladada la idea al ámbito colectivo, resulta que el éxito político y económico de Estados Unidos debe verse como el signo evidente de un destino a nivel mundial: ser el faro moral del resto del mundo por tratarse de "la ciudad en la cima de la montaña", la ciudad de Dios.
Para Seymour Martin Lipset, un brillante politólogo norteamericano, en la concepción popular del "americanismo" resulta evidente "que la mano de la providencia ha estado guiando el camino de la nación que encuentra a un Washington, a un Lincoln o a un Roosevelt en el momento en que los necesita" (El excepcionalismo norteamericano, México: FCE, 1996, p. 6).
En contraste, en el México independiente el pesimismo hizo pronto presa de aquellos que pensaban en el destino de la nación, sobre todo después de la guerra con Estados Unidos.
Los liberales primero y los revolucionarios después, hicieron un enorme esfuerzo por separar el discurso político del discurso religioso.
Fueron necesarias varias guerras civiles para lograrlo, pero al fin pareció que la diferencia entre Dios y el César se había establecido de manera definitiva en México.
Sin embargo, en los últimos tiempos hay elementos para sospechar que alguien quiere introducir por la puerta trasera lo que abiertamente se sacó de la discusión política hace años.
El Yunque
De acuerdo con el contenido de un libro que acaba de aparecer de Alvaro Delgado (El Yunque. La ultraderecha en el poder, Plaza y Janés, 2003), una organización católica de corte secreto, una cofradía fundada en Puebla en 1955 -la Organización Nacional del Yunque- ha penetrado ya a la dirección del PAN y ha llegado hasta las mismas oficinas de la Presidencia.
Su objetivo es ni más ni menos que hacerse del control del aparato estatal -un gobierno dentro del gobierno- para instaurar en México la "Ciudad de Dios" es decir, la versión nacional de "la ciudad en la cima de la montaña" que los protestantes norteamericanos consideran es la propia de Estados Unidos.
Las fuentes de información de Delgado no son claras, pero lo que sí es claro es que la organización anticomunista fundada por Manuel Díaz Cid y Ramón Plata Moreno hace casi medio siglo, se considera "primordial" (lo más importante para los miembros es la organización misma), "jerárquica consultiva" (nada se decide sin el consentimiento del jefe superior), "reservada" (secreta, con complicadas ceremonias de iniciación), "combativa-formadora de cuadros políticos" (el reclutamiento se hace en la adolescencia) y tiene forma de "pirámide invertida" (la punta es la dirigencia secreta y está en la parte inferior pues en la superficie operan los organismos de carácter abierto).
Las organizaciones conocidas del pasado fueron el Frente Universitario Anticomunista o el MURO -organizaciones que no rechazaban la violencia como medio adecuado al fin- y ahora una congregación religiosa con contactos en el Ejército, los Cruzados de Cristo Rey, y también la Unión Nacional de Padres de Familia.
En suma
Mientras en Estados Unidos los fundamentalistas cristianos declaran públicamente su naturaleza y sus intenciones políticas, en México, según Delgado, los fundamentalistas católicos lo hacen en medio de un gran secreto y a espaldas de la democracia, pero con el mismo objetivo: controlar el poder político en nombre de Dios ¿de vuelta a las ideas anteriores a la Ilustración? ¿A la Edad Media?
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