María Antonieta Rascón
No lo dijo una mujer o un hombre cualquiera, no lo dijo un grupo de feministas ni un acelerado miembro de la oposición.
Lo dijo un ilustre varón de la República: que en el país se practican dos millones de abortos anuales que llevan a la muerte a 400 mil mujeres.
Se ha dicho, una vez más, aunque las cifras han terminado por decir poco bajo el efecto de la repetición, y más cuando se soslaya su causa inmediata: los abortos y las muertes son numerosas porque las autoridades gubernamentales y los legisladores se han empeñado en mantener vigentes una serie de disposiciones en les que, además de atentatorias a un derecho constitucional, no sólo en no evitan su práctica sino la propician y de paso fomentan el desarrollo de una industria ilegal a la que por su alto costo no tienen acceso las mujeres de escasos recursos económicos.
Ellas son, las que tienen más hijos, las más desnutridas, las que más arriesgan al abortar en condiciones de ilegalidad.
Ante su rechazo a asumir una maternidad que no desean, esta sociedad, este institucional y democrático país las condena a la muerte.
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De acuerdo con una encuesta nacional sobre fecundidad, cuyos resultados han sido publicados recientemente por el Sistema Nacional de Información, el 80% de las mujeres con más de 3 hijos no desean tener uno más.
Ya sabemos que cuando una mujer decide no tener un hijo ninguna consideración ética, moral, legal o religiosa le impide buscar los medios para impedirlo.
Opta por los medios más peligrosos, porque el Estado le niega los adecuados.
Haciéndose eco de respetables juicios de orden ético, y moral, pero muy discutibles en cuanto solución a un problema, el gobierno ha permitido que éste se agrave cada día a un alto costo social.
Ahí están las cifras sobre muertes de tantas mujeres en plena edad productiva, las cuantiosas erogaciones en la atención de complicaciones de abortos mal practicados, los numerosos niños enfrentados a la ausencia de la madre, quizá su único apoyo vital y emocional.
Hace 5 años se hablaba de medio millón de abortos anuales, ahora se habla de 2 millones.
Entonces, se pospuso la revisión de las disposiciones penales argumentando que la planificación familiar acabaría con el problema.
Los resultados están a la vista y ponen una vez más en evidencia que, como es lógico suponer, el problema del aborto sólo se puede resolver con una adecuada ley sobre aborto.
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Contra todo lo que pueda alegar el fanatismo oscurantista, ‡6ê3 äuna ley que instrumentara el derecho de las mujeres a decidir sobre su fecundidad (derecho que hoy ejercen en el plano de la ilegalidad) sería una ley para la vida y la salud mental y de este país.
¿Sabe cualquier miembro de la agrupación "Pro-Vida" que en un día como el de hoy por lo menos un centenar de mujeres van a morir en aras de la hipocresía social, las "buenas costumbres" y la moralidad patriarcal?
¿Sabe algún denunciante y enemigo acérrimo de la corrupción a cuánto ascenderán este día las ganancias de los médicos, funcionarios y autoridades policiacas que se benefician de la industria ilegal del aborto, producto de la prohibición?
En torno a este problema son muchas las preguntas y muy pocas las respuestas, muchas y muy graves las implicaciones ante el silencio y la complicidad generaliza.
¿Será por tratarse de un problema que afecta y es sentido en primer término por las mujeres?
Lo que es bien cierto es que -como decía una feminista- si los hombres se embarazaran el aborto sería libre y gratuito.
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