Marcelo E. Aftalián
El Papa Juan Pablo II pontificó que la única manera segura y virtuosa para evitar caer enfermo de sida es la castidad.
Por tanto, y siguiendo ese mismo racionamiento lógico, para no contraer el cólera, lo mejor es no tomar agua ni ingerir alimentos frescos.
Contra la obesidad, lo mejor es no comer nada. Para evitar estrellarse en un avión, lo más apropiado es viajar por la superficie (pero no por la de mares y ríos, porque un navío se puede ir a pique).
De la misma forma, si no quiere morir en un accidente de circulación, no viaje en automóvil, ómnibus, tranvía o RICK-SHAW (carro tirado por un hombre). Si teme ser atropellado, es mejor que no cruce la calle. Nada mejor que quedarse en su casa para que no le arrebaten la cartera.
Pero allí, recluido, y mientras medita, quizás acerca de la inmortalidad del cangrejo, en su mullido sillón de casa, no se olvide de respirar, a pesar de los gérmenes que andan volando por ahí, limpiós ellos.
El Papa también ha recomendado a los jóvenes que no se dejen engañar por las palabras huecas de aquéllos que ridiculizan la castidad o su capacidad para el autocontrol.
Pero no es cuestión, tampoco, de ridiculizar la sexualidad, cual si fuera una bestia salvaje, ni de fantasear su omnipotente autocontrol, no sea que se desemboque en el autoerotismo, propósito que supongo no se persigue, ya que el sexto mandamiento es de amplísima interpretación (no juega la tipicidad penal ni la veda de la analogía, como reclamaría algún penalista).
Si lo que se pretende es combatir una epidemia en las postrimerías del siglo XX con un mandamiento de la época en que la ley se escribía sobre tablas de piedra, terminaremos sustituyendo las investigaciones científicas para lograr la vacuna contra el sida por procesiones a los santuarios de las vírgenes.
Mientras tanto, los sidosos -como el bailarín Rudolf Nureyev o el tenista Arthur Ashe- seguirán muriendo. ¡Qué enorme pena!
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