lunes, 5 de marzo de 2012
Biografía y cita de Julio César
( -100 a -44)
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1. BIOGRAFÍA
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Julio César fue un hábil estratega y un militar valeroso, cuyas victorias permitieron extender el territorio romano; fue un político sagaz, cuyas medidas le granjearon el afecto de grandes estratos de la población.
Desde los diez años, César fue puesto al cuidado de Marco Antonio Gnifón, ilustre maestro, especialista en literatura griega y romana, para que se ocupase de su educación. Aprendió a leer y escribir en la traducción de la Odisea hecha por Livio Andrónico.
Seguramente sus dotes naturales le permitieron aprovechar al máximo las enseñanzas de su maestro, de modo que fue perfeccionando su lenguaje y aprendiendo los rudimentos de la oratoria, fundamentales para una carrera política.
De la misma manera, destacó como un literato excepcional, cuyos escritos, como La guerra de las Galias, se cuentan entre los más logrados del latín clásico.
Julio César es considerado como el primer, y más importante de los emperadores romanos, aunque él mismo no se consideró como tal durante su reinado, prefiriendo usar el título republicano tradicional de princeps civium (esto es, el primero de los ciudadanos).
Julia, una hermana del padre de César, se había casado con Cayo Mario, plebeyo de origen pero hombre muy poderoso por su capacidad militar.
La familia ingresó, a través de Mario, en los círculos del partido popular.
El padre de César no pudo sino acceder al segundo cargo de mayor importancia del Estado, la pretura. Ostentaba dicho cargo cuando su hijo, de quince años, debió asistir a la ceremonia por la que se abandonaban las vestiduras infantiles orladas de púrpura y se recibía la toga viril.
A los quince años, en aquel 85 en el que moriría su padre. Inmediatamente tomó por esposa a Cornelia, hija de Cinna, uno de los dirigentes máximos (junto con Cayo Mario) del partido popular y hombre todopoderoso en Roma.
César tuvo con Cornelia una hija, Julia, a la que estuvo vinculado toda su vida y por la que siempre sintió un profundo afecto, a pesar de que su relación matrimonial con Cornelia fue casi circunstancial.
Al iniciarse su vida matrimonial, César debió de ingresar en el círculo de hombres importantes de los que se rodeó su tía Julia, viuda ya de Mario.
En el 82, Sila, que había vencido a Mitrídates, haciéndole retroceder a las primitivas fronteras de su reino en el Ponto, regresó victorioso a Roma y, como era habitual, tomó cumplida venganza sobre sus adversarios «populares»; los asesinó, proscribió el ascenso a cargos públicos de sus descendientes, incautó sus bienes e instauró una nueva forma de estado, inaugurando un tipo de dictadura absoluta por tiempo indefinido, concepto jurídico que César no olvidaría en el futuro.
Pero de momento Sila, que tuvo algunas consideraciones con las familias patricias inclinadas hacia el populismo, exigió a César que repudiara a Cornelia.
César respondió al mensajero de Sila con un famosa frase: "dile a tu amo que en César sólo manda César" y optó por el exilio en Asia.
Nada de esto fue fácil; César fue perseguido y se puso precio a su cabeza.
Tuvo que comprar su libertad a un soldado que le había encontrado, y finalmente, por ruegos de familiares cercanos al dictador y la intermediación de sacerdotisas de la diosa Vesta, Sila indultó a César. Fue un perdón a regañadientes.
César, no obstante, no se atrevió a regresar a Roma y pasó al servicio del propretor Termes, el cual, por ser César hijo de un miembro del Senado, le confirió el grado de oficial. Participó así en la toma de Mitilene de Lesbos, ciudad aliada con Mitrídates, y su comportamiento militar le valió una condecoración.
Termes decidió entonces enviarlo a la corte de Nicomedes, rey de Bitinia, un reino en la costa sur del mar Negro y el mar de Mármara, a fin de afianzar relaciones.
Muerto Sila, César regresó a Roma en el 78. En su corta vida había ya adquirido bastante experiencia en los negocios públicos y había ejercitado su capacidad de mando. Sin duda César pensó que la muerte de Sila le permitiría un rápido progreso entre los populares, pero se equivocaba. Sila había dejado todo bien atado, y el poder de los conservadores optimates ("hombres excelentes"), que dominaban el Senado, detenía al partido popular. Julio César, político nato (y así hay que entenderlo siempre para comprender el sentido de muchos de sus actos), se propuso profundizar en la comprensión del laberinto de la cosa pública. Consideró que su formación aún no había sido completada y viajó a Rodas para estudiar retórica con Apolonio de Molón, un brillante y renombrado maestro quien encontró en su discípulo excelentes cualidades innatas para la elocuencia.
Cierto día Julio César se encontraba en una nave que fue abordada por los piratas sin encontrar resistencia debido a la experiencia en el pillaje que poseían los piratas.
Al hacer proceder a identificar y fijar la tarifa por cada prisionero en la embarcación, el jefe de los piratas decidió que pediría por Julio César 20 talentos. No esperaba lo que oiría a continuación:
-Te has equivocado conmigo. Mi categoría es mucho mayor de la que me has otorgado. No quiero perjudicarte. Mi precio no son veinte talentos sino cincuenta, que es lo que te darán por mi persona.
Los piratas sorprendidos al oir semejante respuesta, estallaron en carcajadas, pero César insistió:
-No permite mi orgullo ser catalogado tan bajo.
-De acuerdo -sonrió el jefe de los piratas-, puesto que tal es tu deseo, pediremos por ti cincuenta talentos, pero como me eres muy simpático, aunque tus amigos no den por ti más que los veinte talentos, también quedarás en libertad.
Para desgracia de los piratas que lo secuestraron, el futuro emperador del imperio romano, Julio César, cumplió la promesa que les hizo poco después de ser secuestrado.
- Como guste, pero -añadió César con voz de trueno-, te advierto que más adelante los colgaré a todos de los palos de esta misma nave.
-Luego de esto, Julio César envió cartas a sus amigos para que juntaran el rescate y permaneció en compañía de los piratas, teniendo un comportamiento muy peculiar, según cuenta Suetonio:
"Pese a lo difícil de la situación, César se instaló entre los piratas como si fuese un invitado, y casi un amo. Los piratas, asombrados ante aquella gallardía y aquella casi temeridad, acabaron por profesarle cierto afecto, acrecentado por la edad del prisionero.
Estuvo entre los piratas treinta y ocho días, durante los cuales efectuó varios experimentos, como , por ejemplo reunirlos a su alrededor obligándoles a estar callados. Entonces, les dirigía la palabra para ver qué impresión les causaban sus discursos. Y sobre todo, le producían a él mismo. Los piratas, gente torpe e inculta, no solían entenderle y entonces los increbapa furioso"
Luego de ser liberado, Julio César se movió rápidamente a Mileto donde reclutó hombres y armas para reforzar varios barcos y sin perder un segundo se dirigió a la isla de Farmacusa donde supuso que todavía se encontraban los piratas, a los que agarró desprevenidos y consiguió apresar. A continuación se dirigió a Junio, quien era el representante de la autoridad y figura encargada de inflingir el castigo para ellos. Junio no se interesó en el castigo sino en el dinero de los piratas, que fue dado por Julio César sin antes tomar una parte para sí. Julio César insistía en que Junio castigara a los piratas pero éste ni se inmutaba y al ver pasar los días, Julio César fue él mismo a Pérgamo, sacó a los piratas de la cárcel y los colgó de los palos de su nave, tal como lo había prometido.
El episodio de Julio César con los piratas le dio más fama y reputación en Roma, donde la noticia había encontrado buena acogida.
Desconocía entonces el testamento de Nicomedes, hecho de singular importancia para él, ya que el rey de Bitinia le dejaba un legado que, junto con el botín de los piratas, saneaba su situación económica, siempre maltrecha.
No obstante, la campaña contra Mitrídates fue confiada a otras manos, porque la muerte en el 74 de su tío Aurelio Cota dejaba vacante un cargo en el Colegio de Pontífices de Roma, cargo que solicitó y que le fue concedido, como también, al año siguiente, el de tribuno militar. Estas designaciones no hicieron más que acelerar la carrera política de César. En el 68 era cuestor y viajó a la Hispania Ulterior. Se cuenta que César lloró ante la estatua de Alejandro Magno, erigida en la ciudad de Cádiz, pensando en qué poco podía parangonarse su carrera con la del conquistador de Oriente y cuánto deseaba emular en su fuero interno al invencible general macedonio.
En cierta ocasión quedó trastornado por un sueño en el que aparecía violando a su propia madre, pero los adivinos le profetizaron por ello buenos augurios, puesto que interpretaron que la madre simbolizaba la Tierra, madre de todas las cosas, y ello significaba que se adueñaría del mundo. Y lo cierto es que, vertiginosamente, fue acumulando dignidades en los años sucesivos. En el 65 fue designado edil curul; en el 63 murió el presidente del Colegio de Pontífices, y César, con veintisiete años, presentó su candidatura enfrentado a Catulo, dirigente de los optimates.
César sabía que emprendía una aventura económica (la lucha por el poder exigía siempre dinero) y que si perdía sería implacablemente perseguido. Pero la elección mostró la popularidad de que gozaba entre el pueblo, y fue nombrado pontifex maximus. La pretura, el peldaño inmediatamente anterior al consulado, llegó en el 62, y fue enviado como propretor a Hispania Ulterior, territorio que ya conocía muy bien, donde no sólo hizo sólidas amistades, sino que enriqueció el erario público, con gran satisfacción de Roma, y fortaleció notablemente su pecunia personal y su capacidad de mando sobre un gran ejército, condición indispensable para el éxito político en Roma.
Cuando en el año 60 regresó a la Ciudad Eterna, el camino estaba abierto para la gran aventura.
El paso a la condición máxima de cónsul lo dio en el año 59. Consciente de las fuerzas del Senado (dominado siempre por los conservadores), en el que César se había librado inteligentemente de sus desafortunadas vinculaciones con el rebelde Catilina, comprendió que sólo una alianza entre poderosos podía neutralizar a los équites. Propuso entonces a su viejo amigo Craso, constituir, juntamente con Pompeyo, una sociedad de defensa mutua que los obligara a actuar siempre por unanimidad (institución luego conocida como «triunvirato»). La alianza fue efectiva y César, en compañía de Calpurnio Bíbulo (un candidato de los équites), fue designado cónsul.
El triunvirato se fortaleció, además, con el matrimonio de Pompeyo con Julia, la hija de César. César, a su vez, se casó con Calpurnia. Había repudiado por infidelidad a Pompeya, su segunda esposa, en el 62, después de un escandaloso episodio.
Se acusó a Pompeya de ser amante de Clodio, extremo éste que nunca pudo probarse. César no quiso dar crédito a la denuncia y absolvió a ambos del delito de adulterio en el que se habían visto inculpados. Todo el mundo se asombró de que aun así repudiara a su esposa, pero él contestó con una frase que se ha hecho famosa: "la mujer de César no sólo debe ser casta, sino parecerlo".
La legislación progresista de César tenía una base agraria. Hizo votar leyes de reparto de tierras a los veteranos y de asentamiento de colonos en tierras conquistadas, práctica que luego se extendió a toda Italia, concediendo además a los colonos la plena nacionalidad romana. Bíbulo, ante la imposibilidad de oponerse a César, optó por el retiro.
Craso, mientras tanto, seguía destinado en Siria, donde dirigió la guerra contra los partos y en la que murió en el 53, y Pompeyo continuaba en el proconsulado de Hispania. Estas condiciones permitieron que César se hiciera con todo el poder. Para ello todo medio podía ser útil: como pontifex maximus autorizó a Clodio, antiguo amante de su esposa Pompeya, a que fuese adoptado por un plebeyo, para poder así, a pesar de su condición original de patricio, acceder al cargo de tribuno de la plebe. Y así fue como el agradecido Clodio se ocupó de limpiar de enemigos el camino de César.
Ya en su provincia de la Galia, César parecía decidido a no intervenir en problemas bélicos, pero lo hizo cuando así lo pidieron sus habitantes. Los eduos comenzaban a sentir la amenaza de los helvecios, los cuales a su vez buscaban nuevos territorios, empujados por la invasión de los germanos acaudillados por Ariovisto.
Las legiones de César acudieron en ayuda de los eduos, y vencieron a helvecios y suevos. Esto marcó el comienzo de la ocupación sistemática de la Galia por las fuerzas de César, ayudado por sus lugartenientes Labieno y Craso.
Sucesivamente, en acciones en las que César conoció también la derrota, fueron sometidos todos los pueblos galos. En medio de esta lucha, entre los años 55 y 54, César desembarcó en Inglaterra y peleó hasta más allá del Támesis, pero finalmente tuvo que retirarse. Al año siguiente (invierno del 54-53), volvió a agitarse la Galia. Se sublevaron eburones y trevinos, y finalmente todos los pueblos galos, bajo el caudillaje de Vercingetórix. Los romanos conocieron el desastre en la batalla de Gergovia, pero las fuerzas de Vercingetórix fueron sitiadas largo tiempo y finalmente vencidas en Alesia. La rendición de los belovacos (belgas) en Uxellodunum (51) puso punto final a la dominación de las Galias, aunque el sometimiento total sólo se logró en el invierno de diciembre del 51 a febrero del 52, tras reducir pertinaces focos de resistencia.
Los soldados romanos salieron enriquecidos de estas campañas; los oficiales, naturalmente, aún más. César saneó sus finanzas, enriqueció las arcas del Estado, fue largamente generoso con sus amigos y hasta reservó una importante cifra para el futuro. Inundó con tanto oro la ciudad de Roma, que el noble metal se depreció en por lo menos un treinta por ciento. La guerra de las Galias fue registrada en De bello gallico, una de las dos obras conservadas de César, escrita en 52-51, que no sólo es el documento más valioso para el conocimiento de aquel hecho, sino que también debe ser considerada como una pieza maestra del latín clásico.
La otra obra conservada de Julio César, De bello civili, literariamente inferior a la primera, tal vez porque no tuvo siquiera tiempo de revisar sus manuscritos, se refiere a los hechos que cubren la guerra civil entre los años 49 y 45.
El inmenso poder acumulado por César provocó el pánico del partido senatorial, sus enemigos de siempre.
Por otra parte, muchos republicanos vieron en este poder el más grave peligro para la república. Y además, circunstancias internas tenían convulsionada a la ciudad. El Senado designó en el 52 a Pompeyo como cónsul único, y cuando el bando senatorial volvió a sentirse fuerte, entre el 51 y el 50, Pompeyo (ahora enemigo de César) le pidió que licenciara a sus legiones y regresara a Roma. En esa tesitura, vacilante e indeciso, Julio César se hallaba frente al pequeño río Rubicón, que separa la Galia Cisalpina de Italia, cuando, según unos por su proverbial osadía y según otros por imperativo de los hados, fue presa de un impulso irrefrenable y arrastró sus tropas tras de sí exclamando Alea jacta est (¡la suerte está echada!). Esta acción desencadenaría la guerra civil: ocupó Picenas, Umbría y Etruria, se dirigió a Brindisi a interceptar el paso a Pompeyo, aunque no lo consiguió, y volvió sobre sus pasos para entrar en Roma, convocó al Senado e impuso sus condiciones.
La batalla definitiva tendría lugar en Farsalia, epopeya cantada por Lucano en versos inmortales.
El poeta describe a Pompeyo "en el declinar de sus años hacia la vejez", como "sombra de un gran nombre", y a César como "fogoso e indomable", un hombre que acudía a actuar "dondequiera que le llamara la esperanza o la cólera". Allá se encontraron "enseñas leonadas frente a enseñas iguales y hostiles, idénticas águilas frente a frente y picas amenazando idénticas picas". César venció y Pompeyo huyó a Alejandría, donde murió el 28 de septiembre del año 48 a.C. a manos de soldados de Ptolomeo, quien mantenía un contencioso con su hermana y esposa, Cleopatra, sobre el trono de Egipto. César llegó a Egipto y al enterarse del trágico final de Pompeyo lloró su muerte.
César llegó a Egipto acompañado por dos legiones, la décima y la duodécima; en total, unos seis mil hombres. Tras acomodar a sus hombres en el palacio real, se dispuso a poner orden en la difícil situación interna del país del Nilo, dividido por el enfrentamiento entre los dos hermanos y esposos reinantes, Ptolomeo XIII y Cleopatra VII.
César y Cleopatra mantuvieron una intensa y famosa relación amorosa que daría como fruto un hijo: Cesarión. César dio el trono a Cleopatra (47 a.C.), lo que, unido a la presencia de las tropas romanas en el palacio de los faraones y a la deposición de Ptolomeo XIII, hizo que el pueblo, dirigido por los consejeros fieles al rey, se amotinase y tratase de tomar el palacio.
Durante cuatro meses, César resistió atrincherado en el palacio frente a los sesenta mil hombres del egipcio Aquiles. Finalmente, cuando llegaron los refuerzos dirigidos por Mitridates de Pérgamo, César protagonizó una de sus geniales acciones militares y logró atravesar el cerco egipcio para reunirse con Mitridates, tras lo cual las fuerzas combinadas de ambos destrozaron a las tropas egipcias en una sangrienta batalla en la que falleció Ptolomeo XIII.
Cleopatra se trasladó después a Roma, donde vivió hasta la muerte del
dictador.
Aquella guerra entre romanos no había terminado aún.
César desempeñaba su tercer consulado cuando tuvo que volver a luchar contra las fuerzas senatoriales en Tapso, en abril del 46, y contra las últimas fuerzas de los hijos de Pompeyo en Manda, en marzo del 45, cuando ya era cónsul por cuarta vez.
En términos guerreros no quedaba prácticamente nada por hacer. Incluso en medio de la guerra civil, en el 47, había derrotado definitivamente a Farnaces, el eterno enemigo rey del Ponto. Cinco días después de llegar, le presentó batalla y en unas cuantas horas devastó las tropas enemigas. Inmediatamente cursó al Senado romano una célebre y lacónica relación de los hechos: veni, vidi, vici, (llegué, vi, vencí).
Jamás fue derrotado personalmente en ningún combate que entablase, aunque sí lo fueran sus generales.
César fue, pues, dueño absoluto de la república romana y del mundo mediterráneo. Se había cumplido el sueño de su juventud: la totalidad del poder, dentro del marco legal de la república. César era imperator y dictador. Como tal, volvió a ejercer su típica clemencia con sus enemigos; no olvidó su política agraria y de asentamiento de colonos; aumentó el número de fiestas populares, aunque cuidándose de no incurrir en gastos ruinosos para el Estado; dispuso normativas económicas y financieras que protegían a los menos fuertes, trató de morigerar el lujo de los poderosos y limitó los gastos en banquetes; diseñó profundas transformaciones políticas, dictó leyes que ampliaban la ciudadanía romana a capas más vastas de la población, y comenzó a pensar en un mundo distinto al hasta entonces conocido dentro de los límites de la ciudad romana.
Dirigían la conjura Casio, Bruto y Casca. Bruto era hijo de Servilia, la más famosa de las amantes de César, y el propio Julio César lo había acogido como hijo adoptivo y colmado de honores. Casio había luchado junto a César siempre en busca de botín, por lo que no fue difícil comprarlo.
Casca, por último, era un tradicional enemigo de Julio César.
César concurrió al Senado el día 15 (los idus de marzo) a la sesión que discutiría la expedición contra los partos. Fue al Senado a pesar de los ruegos de Calpurnia en el sentido de que no lo hiciera, ya que durante la noche había tenido sueños premonitorios. Alguien retuvo a Marco Antonio en la antesala del Senado. Cuando César se hubo sentado, lo rodearon y lo atacaron con sus puñales y dagas. Según la tradición, ante la puñalada de Bruto, César exclamó kai su teknon, frase en griego que posteriormente se latinizó en la famosa ¡tu quoque, fili mi! (¡tú también, hijo mío!). César emitió un quejido a la primera puñalada, luego se mantuvo en silencio.
El hombre que había ganado un mundo y había contribuido a modificar irreversiblemente el destino de Occidente y de buena parte de Oriente era ya nada más que un despojo sangrante.
Al no tener César herederos varones, en su testamento quedó establecido que su sobrino nieto, Octavio, se convirtiera en su sucesor.
Octavio llevaría a cabo las reformas de César y se convertiría en el primer emperador de Roma, con el nombre de Augusto.
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2. CITA
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• Los hombres creen gustosamente aquello que se acomoda a sus deseos.
Julio César, ( -100 a -44 a. C.); general, estadista y primer emperador romano.
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