martes, 13 de agosto de 2013

Capitalismo Global (Sep 1998)



            
Enrique Semo

       Primero fue el efecto tequila, más tarde el efecto dragón y, finalmente, el efecto vodka.
       Esos son los nombres que han dado los medios de difusión a las tres sacudidas sísmicas que ha sufrido el sistema financiero mundial en los últimos tres años y medio.
       Los apodos sugieren claramente que las violentas convulsiones que han hecho desaparecer en las bolsas de valores del mundo entero miles de millones de dólares de ganancias ficticias, se originaron en el Tercer Mundo, en países de desarrollo capitalista imperfectos.
       Según eso, el corazón del sistema —los países desarrollados— está sano; los enfermos son órganos secundarios y marginales que amenazan el todo, porque no acaban de aprender las lecciones provenientes del centro de mando.


       Ergo, si algo grave nos pasa, será culpa de los subdesarrollados, o de los que tuvieron la osadía de probar el socialismo.
       Nada más perverso que transformar a las víctimas en culpables de su propio sacrificio.
       Los medios de difusión no se cansan de repetir que la crisis mexicana estuvo a punto de hundir a Latinoamérica, la crisis asiática se propagó a Europa, y la crisis económica rusa produjo una carnicería en Wall Street.
       Pero eso es sólo para el consumo del lector ingenuo o incauto.
       En realidad, ni la conducta del Fondo Monetario Internacional ni las medidas que está tomando Alan  Greenspan — presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos— ni los debates en el encuentro del Grupo de los Siete responden a esa versión.
       Y eso es así porque ellos saben muy bien que la raíz de la crisis está en la economía capitalista que desde el siglo XVII avanza por saltos y tumbos, y que el origen de las inestabilidades está en el centro vital del sistema y sólo puede mitigarse —si es que eso es posible— con medidas en los países desarrollados.
       Por eso comienzan a hablar de regular los flujos de capital especulativo, frenar las políticas de austeridad, bajar las tasas de interés.     
Algunos llegan incluso a sugerir que el enemigo a vencer en el futuro inmediato no es la inflación, sino la deflación y la recesión, y todos coinciden en que la iniciativa debe aplicarse primero a las tres grandes potencias capitalistas: Estados Unidos, Japón y la Comunidad Europea.
       Lo cierto es que, ya desde 1929, ningún economista serio sostiene que el capitalismo pueda desarrollarse en la estabilidad.


       Todos aceptan que los ciclos, la sucesión de periodos de auge y de crisis, son un fenómeno inherente al sistema y, por lo tanto, inevitable.
       La diferencia entre ellos está en las explicaciones que dan a las fluctuaciones, no en la evaluación de su inevitabilidad.
       No cada huracán financiero se convierte en crisis económica, aun cuando es frecuente que el primero sea un anuncio de la segunda.
       Sea como fuere, ambas son inherentes al sistema y le han acompañado desde los inicios de su historia, imprimiéndole una gran dosis de inseguridad.
       La gran crisis del 29 se inició con un crack bolsístico que liquidó en una hora 3,000 millones de dólares de ganancias que sólo existían en el             papel, 50 millones cada minuto.
       Luego, vino una década de agonía que se propagó a toda la economía y arrojó a la miseria a millones de personas.
       El derrumbe financiero es siempre precedido por un periodo de ilusiones extremas, cultivadas por especuladores carismáticos que en los años de éxito son objeto de admiración sin límites, para convertirse más tarde en blanco de escarnio o ir a parar a la cárcel.
       Los últimos quince años han sido precisamente una de esas épocas rebosantes de ilusiones y esperanzas desbordadas.
       El fin del comunismo, la liberación de los mercados, el libre movimiento del capital, la privatización de los sectores estatales, el abandono de las políticas sociales que obstaculizan el libre desarrollo de las iniciativas individuales, iban a hacer de los años noventa la gran década dorada del capitalismo.
       Y nadie iba a quedarse fuera del paraíso recobrado: los países desarrollados, tanto como los del Tercer Mundo.
       ¿Quién no recuerda los días en que los clasemedieros mexicanos vendían casas y coches para invertir en una bolsa que subía... subía... subía... para finalmente arrojarlos a la ruina?
       ¿Hemos olvidado ya la euforia producida por la firma del TLC, de la recuperación económica postiza de Salinas de Gortari, uno de esos especuladores carismáticos que llevó a millones a concertar préstamos... sólo para terminar en la cruda de diciembre de 1994 y la deuda eterna, creciente, incontrolable?
       La revolución conservadora anglosajona de principios de los años ochenta liberó la esfera financiera, que ha acabado por someter la economía real, la productiva, a su lógica.


       La disociación del mundo monetario del productivo nunca fue tan grande en el siglo XX como ahora, y en un universo financiero caracterizado por el caos monetario y los movimientos masivos de capital especulativo se repiten las crisis financieras que se difunden en cadena, dejando a su paso economías devastadas y destinos rotos.


       El caso que relata Ignacio Ramonet en su reciente libro, Geopolitique du chaos, comienza a ser el destino de millones de hombres y mujeres que invirtieron los ahorros de su vida o el dinero de  su pensión en la bolsa de valores.
       Los numerosos ejércitos de desocupados comienzan ahora a engrosarse con masas de pequeños ahorradores y deudores en quiebra.
       "Arruinado por el cataclismo de 1987 (año en que se produjo una violenta caída en Wall Street seguida por las bolsas del resto del mundo), un pequeño accionista —nos relata Ramonet— se ahorcó en Madrid, en un parque.
       Para explicar su gesto, el desesperado dejó una carta en la que denunciaba 'los abusos y el canibalismo de los agentes de cambio de la Bolsa hacia los pequeños ahorradores'.
       "También contaba cómo, después de tomar la decisión de suicidarse, se había concedido un último plazo y había escogido someterse al juicio de Dios: 'Tuve como la revelación de que Dios existía y que quizás mi destino no era el suicidio'.
       Consagró entonces el resto de sus ahorros a comprar billetes de lotería, 'para ver si Dios ponía de su parte y me ayudaba a salir de ésta'.
       Pero el cielo permaneció desesperadamente silencioso, la suerte finalmente no le sonrió y el hombre se ahorcó."
       Y en lugar del paraíso prometido, el siglo se va en medio de convulsiones y crisis financieras que amenazan, sobre todo, las perspectivas económicas de los países que algún siniestro bromista ha llamado "países en crecimiento".
       El actual sismo financiero, provocado por las retiradas masivas de capitales especulativos de los "mercados emergentes", es ya el más grave desde 1982, cuando México se vio obligado a declarar una moratoria unilateral en el pago de la deuda externa.
       Un buen ejemplo de lo que está sucediendo es el caso actual del país que ha estado tomando con una fe sin límites todas las medicinas recetadas por el FMI.
       En el brevísimo lapso que va del 1º de agosto al 11 de septiembre del presente año, y pese a las increíbles tasas de interés vigentes, México ha visto retirarse 1,221 millones de dólares que estaban invertidos en valores gubernamentales.
       Esa suma representa 40% de la inversión extranjera en ese rubro, y las medidas de austeridad adoptadas para frenar el proceso están a punto de desencadenar otra recesión.
       Las ilusiones se esfuman y la razón regresa.
       La fe ciega en los paradigmas del neoliberalismo se desvanece y, en el umbral del nuevo siglo, las mayorías comienzan penosamente a buscar alternativas que sometan a las finanzas y a la economía a las verdaderas necesidades de la sociedad.
       Está sucediendo en toda Europa; puede también suceder en el año 2000 en México.
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