miércoles, 17 de junio de 2015

Parabola del Buen Samaritano


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PARABOLA DEL BUEN SAMARITANO

Maestro de filosofía en el seminario conciliar, administrador de los dineros de la parroquía y prestanombre del señor obispo en los terrenos del fraccionamiento La Cañada, José Luis Trejo Santibáñez, viudo y sin hijos a los cincuenta años, tenía fama de instruido y de poeta: jamás faltaba a las tertulias literarias en casa de los Gutiérrez Gutiérrez donde semana a semana leía en voz alta sus odas místicas al estilo San Juan de la Cruz. 
Más que el cura párroco, un ochentón enfermo de Parkinson, era Trejo Santibáñez quien dirigía las actividades de la iglesia. 
No oficiaba misa ni impartía el sacramento de la  confesión porque las reformas eclesiásticas no habían llegado a tanto, pero en su fuero interno abrigaba la esperanza de llegar a ser uno de los primeros laicos mexicanos que se sentara a repartir absoluciones o subiera al altar a consagrar la hostia y el vino. 
A resultas de esta obsesión personal se las daba de progresista, y como buen progresista no tuvo empacho alguno en invitar a Jesucristo Gómez a casa de los Gutiérrez Gutiérrez. 
Presumía saberlo todo sobre aquel revolucionario religioso a quien tanto mentaban, y contra la opinión de los mochos de la parroquiía decía estar de acuerdo con él en lo esencial: es preciso predicar el Evangelio a la moderna, los sacerdotes no poseen el monopolio de la religión.
-En lo esencial estoy de acuerdo con usted, señor Gómez -dijo Trejo Santibáñez a Jesucristo cuando al fin lo tuvo delante en casa de los Gutiérrez Gutiérrez-; sólo diferimos en cuestiones de detalle. En el asunto de los milagros, por ejemplo. Me dicen que usted no cree en los milagros del Evangelio. ¿Es cierto eso?
Jesucristo bebió hasta la mitad la cocacola de su vaso. 
La sala de los Gutiérrez Gutiérrez se hallaba más concurrida que cualquier otro viernes de tertulia literaria. 
Trejo Santibáñez se había encargado personalmente de recomendar a los adictos su puntual asistencia porque presenciarán un debate filosófico que hará historia, prometió. 
En realidad salían sobrando las recomendaciones. 
La sola noticia de que Jesucristo Gómez asistiría a la tertulia, estuviera o no Trejo Santibáñez, era suficiente para originar un tumulto como el que se originó, al grado de obligar a la familia a poner dos vigilantes en la entrada para impedir la intromisión de curiosos.
Como Jesucristo no dio respuesta respuesta a la puya sobre los milagros del Evangelio ni a otras dos preguntas capciosas por el estilo, Trejo Santibáñez se vio obligado a cambiar de táctica: asumió una actitud humilde y cambió el señor Gómez por el tratamiento irónico de maestro:
-De acuerdo con esos principios prácticos que usted tanto maneja entre la gente del pueblo, ¿podría decirnos, maestro, qué debemos hacer para tener en herencia la vida eterna?
Una vez más, la mirada de los invitados a casa de los Gutiérrez Gutiérrez viajó del rostro de Trejo Santibáñez al rostro de Jesucristo Gómez.
-¿Qué dice el Evangelio, señor Trejo?
-Los sinópticos dicen, textualmente: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo.
-Exacto, no hay más.
-Bueno, sí, por supuesto... -tosío Trejo Santibáñez con aire de suficiencia, y sus ojillos salpicaron a los invitados-. Lo que yo pregunto...
-Ésa es la respuesta.
-Claro que ésa es la respuesta, si la sabré yo; pero nosotros estamos interesados en las aplicaciones prácticas que usted hace de esos principos evangélicos. Según me cuentan son un poquito heterodoxas, cómo le diré; tendenciosas. No sé si me entiende.
La hija mayor de los Gutiérrez Gutiérrez arrebató a Jesucristo Gómez su vaso de cocacola y lo llenó de nuevo de un sopetón.
-Le voy a contar un cuento, señor Trejo.
-No no, maestro, no me ha entendio, permítame permítame explicarle...
-Permítame usted -cortó enérgicamente Jesucristo Gómez mientras apuntaba al erudito con el vaso de cocacola.



Una tarde, de regreso a su ranchería situada en lo alto de una loma pelona, un campesino pedaleaba en bicicleta por la orilla de la carretera, feliz: venía de recibir la primera partida de un préstamo solicitado al Banco Agrario para sembrar su parcela. 
A sabiendas del dineral que el campesino traía en la bolsa, una pandilla de malvivientes lo fue siguiendo desde el pueblo  en el columpio de la carretera, en plena subida, le cayó encima. Después de golpearlo y de robarle hasta la bicicleta, los asaltantes lo dejaron medio muerto en la cuneta, con medio cuerpo sobre el asfalto, sangrando. No había tanscurrido mucho tiempo cuando apareció el primer automóvil: lo conducía un sacerdote que necesitó frenar de golpe para no atropellar al infeliz. Durante unos instantes, mientras se reponía del susto, el sacerdote miró a tráves del parabrisas al campesino golpeado y pensó: está ahogado de borracho. Ni siquiera salió del auto para empujarlo hacia la  cuneta: puso de nuevo el motor en marcha, giró el volante y salió de disparado para llegar a tiempo a su cita con el obispo. En forma parecida reaccionó un comerciante cuya camioneta estuvo a punto de arrollar al campesino asaltado, y tampoco se detuvieron otros autos y autobuses de pasajeros en su lenta subida por el columpio. Al fin apareció un destartalado camión de redilas conducido pr un viejo camionero que tenía fama de mujeriego y de borracho y a quien la gente de la región acusaba de comunista y comecuras. Fue éste quien se compadeció del asaltado: de un brinco bajó del camión, y al advertir el estado moribundo del campesino lo subió cargando a la cabina y salió pitando hasta llegar a la primera población importante de la carretera. Allí lo puso en manos de los médicos y se fue a buscar a una vieja amante que vivía en el lugar para darle dinero y pedirle que se hiciera cargo del herido sin parar en gastos: a su regreso él cubriría toda la cuenta.
-Toda la cuenta -terminó Jesucristo Gómez.
A lo largo del relato. Trejo Santibáñez no había dejado de toser y de guiñar el ojillo derecho a  la concurrencia. Cuando el maestro terminó, se reacomodó en el sofá.
-¿Es todo?
-Es todo, señor Trejo. ¿qué piensa usted?
-¿Qué pienso de qué?
-¿Quién actuó con el campesino de acuerdo a lo que usted llama los principios básicos del Evangelio?
Tosió Trejo Santibáñez.
-Si me permite ser sincero, maestro... -Hizo una pausa mientras escupía sobre el pañuelo y envolvía luego el salivazo.- Para serle sincero su cuento me parece un poco ingenuo y esquemático. No sé si me entiende.
-Sólo quiero que me diga quién actuó cristianamente con el campesino.
-El camionero, es obvio, pero permítame usted...
-Si de veras busca aplicaciones prácticas al Evangelio, no se haga tonto y actúe como el camionero de mi cuento, por más ingenuo y esquemático que le parezca... No sé si me entiende, señor Trejo.
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