sábado, 26 de diciembre de 2015

Anécdotas (Vicente Leñero)


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ANÉCDOTAS DE 
VICENTE LEÑERO


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Al cobijo de Salazar Mallén

En 1958, no terminaba aún mis estudios cuando una tarde me encontré en el vestíbulo del Palacio de Minería un gran cartel pegado en el muro: el Frente Estudiantil Universitario conovocaba a un concurso de cuentos a estudiantes latinoamericanos.

Ofrecían tres premios con cantidades nada desprecibles en ese entonces: 2 mil 500 pesos para el primer lugar, mil 500 para el segundo y 500 para el tercero. 

El jurado era de lujo: Juan Rulfo, Juan José Árreola, Guadalupe Dueñas y Henrique González Casanova.

Decidí aventurarme y escribí dos cuentecillos en dos máquinas diferentes para despistar: la Remington familiar de teclas como corcholatas y mi Smith Corona portátil de letra chiquitita.

A uno de los textos lo suscribí con el seudónimo de GREGORIO -con el que escribía mis artículos en un periódico del Cristóba Colón- y al otro con el de ARGUDÍN.

Se tardarono dos semanas para dar el veredicto y un sábado me telefonearon con urgencia. Debía presentarme esa misma tardenoche en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes porque yo era uno de los premiados.

El rector Nabor Carrillo presidía la sencilla ceremonia en la que no estaban presentes Rulfo ni Arreola. 

Para mi sorpresa -que aún me emociona porque yo iba para ingeniero, no para escritor- había ganado el primero y también el segundo lugar.

Así lo informaba Henrique González Casanova por el microfono: que al abrir los sobres sellados de los favorecidos -decía los seudónimos de Gregorio y Argudín pertenecían a la misma persona. 

El jurado decidió entonces - seguía diciendo don Henrique- que a mi me dieran únicamente el dinero del primer lugar; el del segundo sería para el tercero.  

-!Eso es una injusticia! -Se oyó gritar al fondo de la sala Ponce a una voz tronante que siguió protestando-, ¡Injusticia!, ¡injusticia! -porque me habían despojado de una lana merecida.

González Casanova no le hizo caso. Continuó hablando de la cultura en la UNAM, de los escritores jóvenes tan promisorios, de la gran labor del rector Carrillo.

Después de recibir cheques y diplomas, cuando todos salimos ya del recinto, el de la voz tronanate me detuvo del brazo. Era Rubén Salazar Mallén, de quien nada sabía hasta el momento y estaba acompañado del poeta Jesús Arellano.

-Han cometido con usted una cabronada -me dijo..

-Pero yo le remiendo ahora mismo  -agregó mientras me tendía un cheque recien elaborado por los mil 500 pesos que desvió el pinche Jenrique -así le decía- “pasándose por los güevos las bases de la convocatoria”.

Traté de rechazar el cheque porque me parecía excesiva su generosidad, pero él me encajó en el bolsillo superior del saco.

Luego me invitó a celebrar mi triunfo con unos tragos. 

-¿A dónde lo llevamos, Chucho?
-Aquí a la Ópera- respondió Jesús Arellano.

-Aplacé la celebración porque iba a ir con mi novia Estela al baile anual de Ingeniería. 

-Para otro día -dije-

-Muchas historias compartí con Salazar Mallén, muchos viajes hice con él.

-Mucho aprendí de su intransigencia. Mucho le agradecí  siempre haberme conducido por las estepas de la literatura infestadas de lobos y coyotes.

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Aun hay más, Raúl Velasco

Tanto Ignacio Solares como yo
conociamos de tiempo atrás a Raúl Velasco. 

Ignacio Solares más porque   trabajó con él en las páginas de espectáculos de El Heraldo.

Hasta que un día Solares se fugó del periódico y se fue a trabajar conmigo, en los años sesenta, a la revista Claudia.

Raún Velasco había ido ascendiendo hasta convertirse en un showman a la manera norteamericana . 

Lo consiguió cuando él también se fue de El Heraldo y empezó a conducir un programa de variedades en aquel Cananl 8 de la llamada Televisión Independiente de México.

Apenas los Azcárraga unieron sus tres canales con el Canal 8 para formar Televisa, Raúl se convirtió en el más popular de los animadores de nuestra lamentable televisión comercial. 

Primero, con Domingos espectaculares y luego con Siempre en Domingo -cuyo estribillo machachón era el “aun hay más” con que anunciaba los cortes entre cantante y cantante- adquirió pronta fama y muchísimo dinero

Sus críticos lo acusaban de petulante y mamón, mientras sus seguidores lo consideraban un ídolo. Y él se lo creyó.

Así fue como, adulado por sus fans y amparado por sus jefes máximos, Raúl Velasco forjó en su cabeza la peregrina idea de filmar un largometraje sobre sí mismo. Él en persona en el papel de protagonista: creador de estrellas del espectáculo y benemérito de causas sociales.

Fue entonces cuando telefoneó a Ignació Solanes para proponernos que él y yo tuviéramos el honor de escribir el guion de su ambiciosa película.

Nacho me lo contó riéndose a sabiendas de mi reacción.

Desde luego ni Nacho ni yo pensabamos aceptar, pero nos dio curiosidad -morbo, más bien- asomarnos a la nueva personalidad egolátrica de nuestro viejo amigo.

Nos invitaba a desayunar el día que dijéramos en el restorán que eligiéramos.

Empecé por proponer una maldad.

-Dile que en el Aunt Jemima’s de la Zona Rosa, órale.

-¿El Aunt Jemima’s? -se sorprendió Solares.

Quizá recuerde el lector que el Aunt Jemima’s de la Zona Rosa era un restorán convencional donde los padres de familia llevaban a sus niños a desayunar hot cakes miniatura y espectaculares malteadas. Nada apropiado para un magnate de la televisión.

Raúl Velasco llegó al lugar 10 minutos tarde en dos carrazos: un Mercedes Benz y un cuatro puertas ocupado por guaruras que en ese entonces sólo utilizaban los políticos mayores. 

Vestía un impoluto saco de lino blanco, cortado a la medida por supuesto, chaleco a juego y corbata de seda elegantísimo.

Saludo. Abrazos. Su acartonada mueca de “aún hay más”. 

Fingía sentirse feliz de vernos, pero iindudablemente incómodo frente a mí y Nacho a su izuierda. 

Se aproximó la mesera. Sin  titubear un segundo, Nacho y yo pedimos hot cakes y malteadas de fresa. Él coincidió con la malteada,  pero luego de unos segundos ordenó chilaquiles como si estuviera en Los Almendros.

Apenas nos trajerosn las malteadas en vasotes enormes, Raúl Velasco inició la retahila del proyecto cinematográfico. Su petulancia, su importantísmo, su papel bien aprendido de famoso me sacaron de quicio y me hicieron cometer un accidente que Solares calificó después de acto fallido.

Estiré la derecha para interrumpir la idiotez que acababa de proferir el interfecto, pero mi mano tropezó antes con mi vaso de malteada, ese vaso chocó con el suyo, y el espumoso contenido de los dos recipientes volcados se derramó como un vómito lechoso sobre el saco de lino blanco cortado a la medida del showman.

-¡Hijo de la chingada! -gritó sin contenerse Raúl Velasco.

-Persdón, perdón exclamé yo.

Nada que hacer, imposible salvarlo ya del manchonazo que lo bañaba de la cintura para arriba.

-En la madre.

Saltamos apuradísimos Nacho y yo. Acudió corriendo la mesera. Aterrizó un guarura como si hubiera ocurrido un atentado. Se conomocionó el Aunt Jemima’s.

-Pero como me haces esto -chillaba Raúl.

Secudiéndose y embarrándose las manos de malteada, el infortunado propuso entre dientes, hinchado de rabia, que dejáramos el asunto para otra ocasión pero en un lugar decente, cabrones. 

El guarura lo tomó de un brazo y así, embarrado y frotándose con un pañuelito, Raúl Velasco huyó de nosotros para siempre.

Nacho Solares se carcajeaba después:

-Le hubieras dicho: Aún hay más, Raúl, te faltan los chilaquiles.

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La Siesta de Gabriel Garcìa Márquez

Sucedió que un grupo de latinoamericanos habíamos sido invitados a recorrer Alemania Occidental y apenas bajé del avión de Lufthansa me asignaron un cuarto en la planta baja del hotel. 

Ahí deposité mis dos maletas mientras me apresuraban con toda la comitiva de escritores a hacer el primer recorrido por los stands de la feria. 

Regresé cansadísimo, todavía con las cicatrices del jet lag, cuando un edecán del grupo me dijo drásticamente, nervioso como un ratón, que no, que siempre no ibamos a hospedarnos ahí en Frankfurt sino en Darmstadt, una población cercana donde al día siguiente tendríamos un encuentro con científicos alemanes, biólogos y especialistas en todo menos en literatura, hágame usted favor.

Total: que nos íbamos ya de Frankfurt rapidito -estaba diciendo el edecán-, en ese mismo instante, ahora mismo, pero ya, en ese autobús que está parado ahí enfrente, a punto de arrancar.

Y el edecán me empellaba sin consideración alguna. 

-Déjeme ir primero por mis maletas -repliqué-, están en ese cuarto.

-No, no -siguió forzándome. Que  fuera tranquilo. Que ellos se encargarían luego de enviar mi equipaje a Darmstadt.

Debí hacerle caso pero me puse necio, obediente al consejo de mi padre: siempre que viajes cuida de que en el mismo tren, en avión, en autobús viajen contigo tus maletas. No te separes de ellas.

-Después se las enviaremos -titubeó el edecán- es que... es que en ese cuarto donde puso sus maletas está durmiendo la siesta el señor García Márquez. Y no se le puede despertar al señor García Márquez.

-¿Él no va con nosotros?

-Está durmiendo la siestas, le digo. A él lo llevaremos después en una  limusina.

-Entonces lo despierto pero ya -exclamé-, claro que lo despierto-. Y como el edecán puso cara de angustia lo tranquilicé: -No se preocupe, Gabriel y yo somos viejos amigos.

Al tercer puñetazo en la puerta -no abría, no abría, no abría-, García Márquez se levantó furioso, en calzoncillos. Ya había empezado a gritar improperios cuando me reconoció saliendo del aturdimiento.

Lo atajé para expicarle la filosofía de mi padre sobre las maletas, pero él estaba crispado. Nada tenía que ver con el García Márquez que esa mañana, en el lobby del hotel, me saludó afectuoso, contento de encontrarme después de tanto tiempo.

-Es que esto no se le hace a nadie... carajo. A nadie se le corta el sueño por pendejadas.

-Yo no puedo viajar sin mis maletas insistí mientras me metía en el cuarto y arrojaba en el interior de uno de los velices la ropa que había desempacado horas antes.

-¿Sabes que con esto se puede perder una amistad ? -me replicó, severísimo. Tenía los ojos como de película de terror, pero luego sonrió y me dio unas palmaditas en el la espalda antes de meterse de nuevo en el inmenso edredón.
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Tomado de PROCESO 2039
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