viernes, 12 de febrero de 2016

El Dinero


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EL DINERO



                                                                                                           Jorge Mario Bergoglio

¿Quién de nosotros no se siente incómodo incluso frente a la sola palabra “pobreza”?
Hay muchas formas de pobreza: físicas, económicas, espirituales, sociales, morales. 

El mundo occidental identifica la pobreza ante todo con la ausencia de poder económico y pone un énfasis negativo en este estatus.

En efecto, su manejo se funda esencialmente en el enorme poder que ha adquirido hoy el dinero, un poder aparentemente superior a cualquier otro. 

Por eso, una ausencia de poder económico significa irrelevancia a nivel político, social e incluso humano.

El que no posee dinero es    considerado sólo en la medida en que puede servir a otros fines. 

Hay muchas pobrezas, pero la pobreza económica es la que se ve con más horror.

Hay en esto una gran verdad. El dinero es un instrumento que, de alguna manera -como la propiedad-, prolonga y acrecienta la capacidad de la libertad humana, permitiéndole obrar en el mundo, actuar, dar fruto.

De por sí, es un instrumento bueno, como casi todas las cosas de las que dispone el hombre, es un medio que amplia nuestras posibilidades.

Sin embargo, este medio puede volverse en contra del hombre. 

En efecto, el dinero y el poder económico pueden ser un medio que aleje al hombre del hombre, confinándolo en un horizonte egocéntrico y egoísta.

La misma palabra aramea que Jesús utiliza en el evangelio -mamona, es decir, tesoro escondido (cf Mt 6,24; Le 16,13)- nos lo da a entender cuando el poder económico es un instrumento que produce tesoros que se tienen solo para sí, escondiéndolos a los demás, produce iniquidad, pierde su valor positivo original. 

También el término griego utilizado por San Pablo en la Carta a los Filipenses (cf Flp 2,6) -liarpagmós- remite a un bien celosamente conservado para sí o incluso al fruto de lo que se ha robado a los demás. 

Esto sucede cuando los bienes son utilizados por hombres que conocen la solidaridad sólo para el círculo de sus conocidos -por pequeño o grande que sea- y cuando se trata de recibirla, pero no cuando se trata de ofrecerla. 

Esto sucede cuando el hombre, habiendo perdido la esperanza en un horizonte trascendente, ha perdido también el gusto por la gratuidad, el gusto de hacer el bien por la simple belleza de hacerlo (cf Le 6,33ss).
En cambio, cuando el hombre ha aprendido a reconocer la solidaridad fundamental que le liga a todos los demás hombres -nos lo recuerda la doctrina social de la Iglesia-, entonces sabe bien que no puede conservar para sí los bienes de los que dispone.

Cuando vive habitualmente en la solidaridad, el hombre sabe que lo que niega a otros y conserva para sí, antes o después se volverá en su contra.

En el fondo, es a esto a lo que hace alusión Jesús en el evangelio cuando se refiere a la herrumbre o a la polilla que arruinan las riquezas poseidas de manera egoista (cf Mt 6,19=20; Le12,33).

En cambio, cuando los bienes de los que se dispone son utilizados no sólo para las propias necesidades, al distribuirse se multiplican y dan a menudo un fruto inesperado.

En efecto, hay una ligazón original entre beneficio y solidaridad, una circularidad fecunda entre ganancia y don que el pecado tiende a romper y oscurecer. 

Es tarea de los cristianos redescubrir, vivir y anunciar a todos esta valiosa y originaria unidad entre beneficio y solidaridad.

¡Cuánta necesidad tiene el mundo contemporáneo de redescubrir esta hermosa verdad¡


Cuanto más acepte tener en cuenta esto, tanto más disminuirán también las pobrezas económicas que tanto nos afligen.

Pero no podemos olvidar que no existen solamente las pobrezas ligadas a la economoía. 

El mismo Jesús nos lo recuerda, advirtiéndonos que nuestra vida no depende solamente “de nuestro bienes” (cf Le 12,15). 

Originalmente, el hombre es pobre, es necesitado e indigente. Cuando nacemos, necesitamos para vivir los cuidados de nuestros padres, y así en cada época y etapa de la vida, ninguno de nosotros llegará nunca a liberarse del todo de la necesidad y de la ayuda de otros, no llegará nunca a extirpar de sí el límite de la impotencia frente a alguien o algo. 

También ésta es una condición que caracteriza nuestro ser “criaturas”; no nos hemos hecho a nosotros mismos, y solos no podemos darnos todo lo que necesitamos. El reconocimiento leal de esta verdad nos invita a permanecer humildes y a practicar con coraje la solidaridad como una virtud indispensable para la misma vida.

En cualquier caso dependemos de alguien o de algo. Podemos vivirlo como un debilitamiento de la vida o como una posibilidad, como un recurso para enfrentar un mundo en el que nadie puede prescindir del otro, en el que todos somos útiles y valiosos para todos, cada uno a su modo. 

Nada mejor que descubrir lo que impulsa un praxis responsable y responsabilizadora con vistas a un bien que, entonces, es verdadera e inseparablemente bien personal y bien común. 

Es evidente que esta praxis solo pude nacer de una mentalidad nueva, de la conversión a un modo nuevo de vernos unos a otros. 

Solo cuando el hombre se concibe no como un mundo en sí mismo, sino como alguien que, por su naturaleza, está ligado a todos los demas, a quienes siente originariamente como “hermanos”, es posible una praxis social en la que el bien común no siga siendo una palabra vacía y abstracta.

Cuando el hombre se concibe de ese modo y se educa para vivir así, la originaria pobreza de criatura no se siente más como un hándicap, sino como un recurso en el cual lo que enriquece a cada uno y se regala libremente en un bien y un don que redunda después en beneficio de todos. Esta es la luz positiva con la que también el evangelio nos invita a mirar la pobreza.

Justamente esta luz nos ayuda, pues, a comprender por qué Jesús transforma esta condición en una autentica “bienaventuranza”. “Bienaventurados los pobres” (Le 6,20)

Entonces, aun haciendo todo lo que está en nuestro poder y rehuyendo toda forma de habituacióón a las propias debilidades, no tememos reconocernos necesitados e incapaces de darnos todo lo que  necesitariamos, porque solos y con nuestras solas fuerzas no logramos superar todo límite. No tememos este reconocimiento, porque Dios mismo, en Jesús, se abajó (cf Fip 2,8) y se abaja hacia nosotros y hacia nuestras pobrezas para ayudarnos y darnos aquellos bienes que solos nunca podríamos tener.

Por eso Jesús elogia a los “pobres de espiritu” (Mt 5,3), vale decir, aquellos que miran de ese modo sus propias necesidades y necesitados como son, se confian a Dios no temiendo depender de él (Cf MT 6,26).

En efecto, en Dios podemos tener aquel bien que ningún límite puede detener porque Él es más poderoso que todo límite y nos lo ha demostrado cuando venció a la muerte. 

Dios, siendo rico se hizo pobre (cf 2Cor 8,9) para enriquecernos con sus dones. Él nos ama, cada fibra de nuestro ser le es cara, cada uno de nosotros es único y tiene un valor inmerso a sus ojos:

“¡Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados... vosotros valéis más que muchos pájaros” (Le 12,7)
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