miércoles, 12 de abril de 2017

Anécdotas (Mark Twain)

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ANÉCDOTAS DE MARK TWAIN


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El vecino

Un día, Mark Twain, el célebre escritor norteamericano, fue a ver a su vecino para pedirle prestado un libro.

-Lo lamento mucho, dijo él, pero no puedo prestar ningun libro. He perdido tantos que he tomado la firme resolución de no permitir que salga uno más de mi casa. Sin embargo, lo invito, cordialmente, a que venga a leer mis libros en mi biblioteca.

Mark Twain, no dijo nada, se sentó a leer un libro que había escogido.

Algunos días después, el vecino llegó a visitar a Mark Twain para pedirle prestada su podadora de pasto.

El escritor sonrió amablemente y dijo:

-Perdóneme, pero, he tomado la firme resolución de que ninguno de mis utensilios salga de mi propiedad. Usted puede, si lo desea, venir a sevirse de cualquiera de ellos en mi jardín.
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Entrega de diplomas

Mark Twain concluyó así un discuro ante las graduados de la escuela de enseñanza media de Hannibal, en 1902:

"Me han pedido que entregue yo los diplomas. Jamás lo había hecho antes; por tanto cumpliré la tarea con plena confianza. Nada socava más nuestra fe que saber hacer algo. Voy a entregarlos conforme vayan saliendo, y después se los distribuyen entre ustedes".

El reportero del diario Morning Journal escribió en su crónica:

"El señor Samuel Clemens procedió a entregar diplomas, y cuando empezaron a disminuir decía, por ejemplo: Éstos, tienen que alcanzar para todos... Éste está muy bonito, tómalo, y así sucesivamente, lo cual divirtió mucho a los estudiantes".
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Dos boletos de Ferrocarril

Visitaba Inglaterra Mark Twain cuando cierto día se encontró en un hipódromo con un amigo.

Este había tenído muy mala suerte en las carreras, y le dijo:

-He perdido todo lo que tenía. ¿Quieres hacerme el servicio de comprarme un boleto para poder regresar a Londres?

-Pues yo no he salido mucho mejor librado que tú -respondió Mark Twain- pero se me ocurre una idea. Tú te metes debajo del asiento y yo te oculto con las piernas.

El amigo aceptó el plan.

Mark Twain se acercó entonces a la taquilla y compró dos boletos para Londres. Cuando el tren arrancó, el amigo se hallaba ya bien escondido debajo del asiento. El conductor llegó a pedir los boletos y el humorista le entregó los dos.

-Pero ¿dónde está el otro? -preguntó el conductor.

Mark Twain, tocándose significativemente la frente, contestó entoces en voz alta:

-¡El otro lo tiene usted en la mano! Lo que pasa es que mi compañero tiene sus excentricidades... ¡le encanta viajar agazapado debajo del asiento!
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Recuerdos de la Niñez

Una vez, cuando yo era niño, me escapé de la escuela, y después de andar vagando por ahí a mi saber, decidí, ya bien entrada la noche, meterme por una ventana en la oficina de mi padre, y dormir en un canapé que allí había, porque la idea de ir a mi casa y ser obsequiado con una felpa no era muy de mi gusto. Una vez que me hube tendido ricamente en la cama improvisada, y cuando ya mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, me pareció ver una cosa larga, negra e informe tirada en el suelo.

Un escalofrío de pavor me recorrió todo el cuerpo. Tuve la sensación de que aquella cosa iba a arrastrarse en la sombra hasta llegar al pie mío y agarrarme. Mi única esperanza era el rayo de luna que entraba por la ventana. Si llegara hasta el medroso bulto y lo alumbrase... Pero el rayo no avanzaba, no se movía, no iba a llegar allí nunca, nunca. Me volví hacia la pared y conté hasta veinte para distraerme mientras pasaban los angustiosos instantes. Cuando miré de nuevo, el pálido rayo de luna llegaba casi al temido lugar.

Haciendo un desesperado esfuerzo de voluntad di otra vez la espalda al misterio, y después de contar hasta 100, me volví temblando y miré. ¡La luna alumbraba una mano pálida! Qué vuelco tan terrible me dio el corazón, y cómo tuve que abrir la boca para que no me faltase el aliento. Cerré los ojos, volví a contar y miré otra vez... Ahora se veía un brazo desnudo. Me cubrí los ojos con las manos, conté hata que ya no pude más, y luego ¡el lívido rostro de un hombre estaba allí, con la boca desencajada y los inmóviles ojos vidriados por la muerte! No pude ya apartar la mirada del cadáver. La luna fue bajando, milímetro por milímetro, hasta llegar al pecho desnudo y descubrir los bordes sangrientos de una cuchillada...

Cuando llegué a mi casa, tembloroso y jadeante, se me obsequió la felpa que yo esperaba, pero la recibí con deleite. Al hombre lo habían apuñalado aquella tarde cerca de la oficina, y lo llevaron allí para prestarle auxilio, pero sólo vivío una hora. Desde esa terrible ocasión he dormido en el mismo cuarto con él repetidas veces... en mis sueños.

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