sábado, 8 de agosto de 2020

Anécdotas (Avicena)

 


   1907 280 08


 ANÉCDOTA DE AVICENA




       En una ocasión el emir Nuh el segundo, hijo de Mansur se estaba muriendo y los médicos que lo atendían no sabían que hacer por lo que se decidió llamar a Ibn Sina (Avicena).


A los 18 años Ibn Sina ya gozaba de fama como médico. Sus discípulos le llamaban Cheikh el-Raïs, es decir, el más grande de los médicos, el Maestro por excelencia, o en fin el tercer Maestro (después de Aristóteles y Al-Farabi).


Al llegar al palacio, el emir Muh, se encontraba con el rostro demacrado, caídos los párpados, estaba acostado en el centro de la estancia. De vez en cuando, entreabría los ojos. A su cabecera estaban su médico personal, algunos personajes de grave aspecto: dignatarios inmóviles, el jurisconsulto el -Barguy, así como el visir Ibn el-Sabr.


De pie, junto al emir, Ibn Sina sentía las miradas clavadas en él. Espiaban cada uno de sus gestos, intentaban adivinar su pensamiento.


Se dirigió a Ign Jaled, un austero personaje, de unos sesenta años, médico personal del soberano.


        -Raïs…, desearía conocer el historial de la enfermedad.


       El sobrenombre de Raïs, empleado adrede por Ibn Sina, había halagado sin duda al médico pues un brillo atento se encendió de pronto en su mirada desconfiada hasta entonces.


       -Todo empezó hace más de un mes. Nuestro bienamado emir despertó quejádose de violentos cólicos, ardor de estómago. Le examiné y, al no descubrir nada significativo, prescribí una decocción de melia que, como sabes, es un eficaz analgésico. Aconsejé también nuez de las Indias, me pareció…


       Ibn Sina lo interrumpió.


-Perdóname, venerable Jaled, pero volvamos al historial. ¿Hubo otros síntomas, además de los cólicos y el ardor de estómago?


-Una detención del tránsito intestinal.


-¿Examinaste la pared abdominal?


-Naturalmente. Advertí que estaba especialmente sensible en su conjunto. Muy dolorosa al tacto.


-Y, por lo tanto, aconsejaste un laxante.


-Claro: ruibarbo.


Ibn Sina frunció el entrecejo.


-¿No estás de acuerdo con el empleo del ruibarbo?


-No me parece muy deseable la prescripción de un laxante.


El médico quiso protestar, pero Ibn Sina se anticipó.


-¿Cuál fue luego la evolución?


-Vómitos.


-¿Estudiaste su aspecto?


-Eran vómitos de color negruzco.


-¿Y luego?


En aquel punto del interrogatorio, Ibn Sina creyó advertir cierta turbación en su interlocutor. Tuvo que repetir la pregunta.


-Diarreas, diarreas espontáneas. Pero puedo afirmar, que esas diarreas no eran provocadas, en absoluto, por el ruibarbo.


-No tiene importancia, venerable Jaled, prosigamos.


-Entonces sucedió algo muy desconcertante. Todos los síntomas desaparecieron de pronto, como por arte de magia. Pensamos incluso que la enfermedad había cedido por la misericordia de Alá. Pero, lamentablemente, unos días más tarde, el ciclo recomenzó: dolores, ardores, detención del tránsito intestinal, diarreas espontáneas y vómitos.


-¿Habéis practicado sangrías?


-Numerosas veces. Sin resultado alguno.


Una nueva expresión de contrariedad apareció en el rostro de Ibn Sina.


-¿El célebre Cheikh el-Raïs se opone a la sangria?


Quien acababa de hablar lo había hecho con una agresividad apenas encubierta.


-¿Quién eres?


-Ibn el-Suri. Me han hecho venir desde Damasco.


-¿No enseñan en Siria a los estudiantes que, en ciertos casos, la sangría puede ser mortal para el paciente?


El médico soltó la carcajada.


-¿A los dieciocho años te crees ya superior al gran Galeno? ¡La sangría fue siempre el arma terapéutica por excelencia!


-No estoy aquí para exponer mis opiniones sobre Galeno, ni tampoco para ilustrarte sobre el uso de la sangría. En cabio, si quieres seguir mis clases, y me parecería algo deseable, sabes que enseño cada día en el bimaristán.


Sin aguardar la respuesta del sirio, se inclinó hacia Ibn Jaled:


-¿Tienes algo más que decirme?


El médico se mantuvo en silencio, tomó luego a Ibn Sina del brazo y lo llevó hasta el lecho. Allí, apartó la sábana con brusco gesto, descubriendo así el cuerpo del príncipe.


-Mira.


En los primeros momentos, Ibn Sina no advirtió nada especial. Sólo tras una observación más minuciosa descubrió la curiosa posición en la que estaban el dedo cordial y el anular de cada mano. Ambos dedos estaba parcialmente doblados, y engarfiados. Intentó soltar las falanges pero se negaron a extenderse. Levantó los brazos del soberano, los soltó para comprobar que caían a ambos lados del cuerpo como dos masas carentes de vida.


-Parálisis bilateral de los miembros superiores…


       -Eso es. Y mucho me temo que sea irreversible.


-Yo no sería tan afirmativo.


-En ese caso, podría el Cheikh el-Raïs honrarnos con su diagnóstico?


Ibn Sina no necesito darse la vuelta para saber quién era el autor de la pregunta. Lanzó una indiferente mirada al sirio y se retiró a un rincón de la estancia, donde pareció meditar.


-¿Alquien de vosotros puede decirme en qué bebe el emir?


La concurrencia le miró sorprendida.


-En una copa, evidentemente -repuso una voz.


-¿De qué clase?


-¿De qué clase quieres que sea? -replicó Ign Jaled con una pizca de irritación-. Como todas las copas, de terracota.


-¿Puedo ver una?


-¡Realmente no veo la utilidad de esa petición!


Ibn Sina insistió.


Con gesto enojado, Ibn Jaled dio unas palmadas. Apareció un sirviente.


-¡Tráenos pues una de las copas que utiliza el soberano!


-¡Y aprovecha para llenarla de vino! -añadió el sirio despectivamente-. Al parecer, nuestro joven amigo aquí presente es ya muy aficionado a él.


Con la mirada clavada en aquel hombre, Ibn Sina murmuró:


-Dios acosa a los incrédulos por todos lados, poco falta para que el rayo les arrebate la vida.


-¡Y ahora cita el Libro! -replicó el sirio, divertido.


El sirviente regresó finalmente con el objeto solicitado. Se lo entregaron a Ibn Sina que lo hizo girar en sus manos y lo devolvió.


-Está bien- dijo suavemente.     


Sin esperar más, bajo las circunspectas miradas de la concurrencia, regresó junto al lecho y señaló la boca del emir.


-Aquí debiera hallarse la confirmación del diagnóstico.


Se arrodilló y levanto el labio superior del soberano.


Alguien rió ácidamente en la estancia.


-¡El hijo pródigo de Jurasin es también dentista!


Indiferente, Ibn Sina prosiguió:


-Si os tomáis el trabajo de examinar las encias del soberano, advertirés que las recorre un ribete.


El sirio estuvo a punto de atragantarse.


-Hace dos años que nos llenan los oídos con el talento del hijo de Sina, ahora nos anuncia que ha descubierto un ribete en labio real. ¡Es risible! ¡Insultante incluso!


De la concurrencia se elevaron confusos murmullos.


-¡Intoxicación por plomo! -La afirmación chasqueó por encima de los rumores.


-¡Intoxicación por plomo! -repitió Ibn Sina, marcando cada sílaba-. Y he aquí el causante.


Tomó de nuevo la copa de manos del sirviente.


-Observad los ornamentos que rodean las paredes exterioresl Son hermosos, refinados, delicados pero, por encima de todo, están pintados. No podéis ignorar que todas las pinturas están cargadas de plomo; la que ha servido para decorar esta copa no es una excepción. ¿Comprendéis ahora?

Nadie dijo nada, Ibn Sina prosiguió:


-Cada vez que el principe acerca a sus labios la copa, absorbe al mismo tiempo sales tóxicas. A la larga, estas sales han terminado minando su organismo.


Señaló hacia el soberano que seguía inmóvil:


-He aquí el resultado.


-¿Estás seguro del diagnóstico?


-Mi única prueba será la curación del principe. Solo espero que no sea demasiado tarde para detener el mal. En este tipo de enfermedades, cuanto antes se actúa más posibilidades hay de salvar al paciente.


Esta observación hizo aumentar el malestar que reinaba ya.


-¿Qué tratamiento propones?


-Hay que aplicar cada hora compresas calientes en el etómago. Luego, prepararéis una mixtura compuesta por exstractos de belladona, de beleño, de tebaína y miel, eso formará una pasta, dejaréis que se endurezca y el enfermo deberá asimilarla por vía rectal. Dos veces al día. Naturalmente, el soberano no deberá utilizar nunca más esas copas. Más tarde, de acuerdo con la evolución de la enfermedad, podremos pensar en otros  medicamentos que sería demasiado largo enumerar aquí.


-Se hará como ordenas -dijo Ibn Jaled.


Y añadió rápidamente, como avergonzado: 


-Jeque el-Raïs…


El visir, que hasta entonces se había limitado a observar los acontecimientos, decidió intervenir.


-Me parece preferible que sigas tú mismo a nuestro paciente. Así serás el único en obtener las mieles del exito o la amarga leche del fracaso.


Ibn Sina se tomo algún tiempo antes de responder:


-Acepto tu demanda, excelencia. Pero esta con una condición.


-¿Cuál?


-Cuidaré al principe solo. Nadie deberá inmiscuirse en mi tratamiento.      


El visir inclinó la cabeza.


-Si ése es tu deseo…


Ibn Sina busco con la mirada al médico sirio. Pero éste había abandonado la alcoba.




Durante los siguientes días, toda la provincia de Jurasán contuvo el aliento.. 


¿Conseguiría el jeque el-Raïs, principe de los médicos, tener éxito cuando los mayores espíritus del país habían fracasado?


En el recinto de la escuela de Bujará, profesores y estudiantes se interrogaban sobre los verderos dones del hijo de Sina.


Fue hacia el decimotercer día de muharram, casi veintidós días más tarde, cuando en la mansión de Abd Allah se presentó una delegación compuesta por el chambelán y algunos guardias.


Una hora más tarde, Ibn Sina

era introducido en palacio. Pero ahora, en vez de llevarle directamente a la cabecera del principe, lo condujeron a una estancia que nunca antes había visto. Un lugar más deslumbrador todavía que  la alcoba del soberano. Muy a su pesar, el joven se sintió dominado por el vértigo al entrar en aquella inmensa sala, de abovedado techo.


-Sé bienvendo, Ibn Sina.


La grave voz de Nuh el segundo parecía salir de todas partes.


Ibn Sina se arrodilló y quiso espontáneamente besar el suelo ante el soberano. Pero éste se lo impidió.


-Eres un sabio, Ibn Sina, el maestro de los sabios, pero también eres un niño que ignora el protocolo de la corte: sólo se besa el suelo en presencia del califa.


Calló luego, con súbita amargura, dijo:


-Por otra parte, sería necesario encontrar una oportunidad para honrar al califa. Desde que la dinatía buyi domina Bagdad, se dice que cada día ve cómo se mata a un califa y se proclama a otro.


Hizo una nueva pausa y sus rasgos se relajaron.


-Pero no estamos aquí para llorar por la suerte de la Ciudad-Redonda. Quiero darte las gracias, hijo de Sina. Decirte qué grande es la gratitud de mi corazón. La gente de mi entorno me ha hablado de tu talento y tus favores, no de muy buen grado, es cierto, pero lo han hecho, de todos modos.


-Señor, mi talento y mis favores proceden del Creador de toda cosa. A Él debemos agradecérselo. Sólo poseo lo que me dio.


-Alá concede también el doble a quien desea. También por eso podemos darle las gracias. Por lo que a mi respecta, debo pagar una deuda, pues te debo una vida, el más precioso de los bienes. Me gustaría recompensarte. Sé que ni los tesoros de Samarcanda ni los de Isfahán reunidos bastarían para ello. Sin embargo, pide. Pide y te satisfaré.


-Señor, tu salud recobrada es mi más preciado presente. Basta para mi felicidad.


       El soberano se ensombreció.


-¿Y has pensado en los míos? ¿Quieres que pierda el sueño? ¿No crees que las hipocresias de Mahmud el Gznawí las conjuras buíes son ya preocupaciones bastantes como para que tu rechazo resulte también motivo de disgusto? No, en verdad, hijo de Sina, si das importancia alguna a mi bienestar, exijo tu recomopensa.


       -Pero, no sé…


-¡Piénsalo!


-Señor, no me interesan los tesoros de Samarcanda ni los de Isfahán, pero si las riquezas terrestres me importan poco, me son indispensables, en cambio, las del espíritu.


-No te comprendo, ¿qué deseas pues?


-Una autorización.


-¿Cuál?


-El acceso a la biblioteca real de los samanés.


Nuh ibn Mansuur abrió de par en par sus asombrados ojos.


-¿La biblioteca real? ¿Eso es todo?


-Ya sabes que la ley sólo autoriza a los notables. 


-Si yo pudiera también trabajaría allí, sería para mí más valioso que mil monedas de oro.


-Decididamente, Ibn Sina, pese a tu juventud, dominas la ciencia pero también la sabiduría. Muy bien, sea; desde hoy las puertas de la biblioteca real están abiertas para ti. Podrás entrar cuando quieras y consultar todos los libros, todos los documentos que desees. Que el Altísimo te ayude a aumentar así tu saber… Pero eso no es todo. En adelante vivirás en la corte y serás mi médico personal. Estoy harto de esos incompetentes que envejecen sin quitarse las babuchas. Hace tiempo que intentaba librarme de ellos. Tú me has dado la ocasión de hacerlo. Ve pues, y que la Paz sea contigo, hijo de Sina.    


-Que sea contigo también, señor.

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