viernes, 4 de diciembre de 2020

Anécdotas (Porfirio Díaz)

  



1976 2C0 04

                      


Anécdotas de Porfirio Díaz


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El Sucesor


         Con el proceso de paz en marcha, Porfirio Díaz dio el siguiente paso para consolidar su poder personal.


      Fue respetuoso de las formas constitucionales y dejó la presidencia el primero de diciembre de 1880.


      Sin embargo, todo estaba arreglado.


      El sucesor era su compadre Manuel González, quien debía cuidarle la silla presidencial durante los cuatro años siguientes para luego devolvérsela.


      Elevó a Manuel González a la presidencia primero, pero después desconfió de él.


      En sus conversaciones privadas le desprestigiaba cuanto podía, y solía decir de él con gracejo aparentemente compasivo:


      "Lástima de mi compadre. Hubiera sido un buen gobernante a no ser por su invencible tendencia a la asimilación (esto es, al robo)”.


      En una ocasión Díaz visitó a González en Palacio Nacional, y luego de intercambiar algunas palabras sin importancia Porfirio le dijo:


      "Pues bien compadre, tengo que confesarle que no estoy interesado en regresar al poder en 1884”.


      Don Manuel lo miró fijamente, acto seguido abrió algunos cajones de su escritorio y comenzó a buscar algo.


      Extrañado, Porfirio le preguntó:


      "¿Y que está buscando, compadre?”.


      A lo que González respondió:


      "Al pendejo que se lo crea.”


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Corrupción

      Un individuo de modales exquisitos, perfumado y bien vestido, con traje negro y pañuelo de seda en el bolsillo del saco, me visitó en la pequeño viviendo en la que habitaba con mi familia por la zona de la Merced, para invitarme a trabajar en el gobierno, tal vez como maestro de dibujo.

      Tendría un ingreso fijo.


      Por supuesto que me negué: jamás trabajaría para una dictadura.


      El esbirro no se inmutó, por cual me envalentoné sin medir las consecuencias.


      El señor, que permanecía de pie a pesar de mis súplicas de que tomar asiente, me dijo con una sorpendente simpatía, absolutamente fuera de lugar en esas circunstancias:


      -Mire usted, don Porfirio Díaz siempre ha sostenido que con hueso en el hocico ni muerde ni ladra, y por lo mismo, a usted debe convenirle un cargo público bien remunerado a cambio de que se abstenga de seguir alterando la paz del gallinero… A un señor dibujante como usted le convendría salir de esta jaula y vivir en un lugar a la altura de su dignidad.


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El Cura de Tlalpan


         Carmelita, la joven esposa del jefe de Estado, había estado recibiendo repetidas quejas de un grupo de amigas, mochas como ella, en relación con los sermones domincales de un sacerdote rebelde que oficiaba en Tlalpan, en las afueras de la Ciudad de México.


      Harta ya, la primera dama llamó la atención de su marido sobre un asunto que bien podría complicarse en el corto plazo.


      Don Porfirio llamó a cuentas a Palacio Nacional al cura en cuestión, por lo visto, un liberal, para invitarlo a desistirse de sus discursos incendiarios.


      -No puedo disimular la simpatía que me produce su causa -le expresó el tirano al sacerdote, que no podia salir de su asombra por estar en la gran Sala de los Embajadores.


      -Gracias, señor presidente -dijo el cura sintiéndose muy halagado mientras el jefe de Estado lo acompañaba a la puerta y tomaba el picaporte de latón.


      -Pero dígame: ¿usted cree en las apariciones?


      -Por supuesto -respondió el presbítero, conmovido y deseoso de catequizar a Díaz: en ese caso, su ascenso en la carrera clerical sería vertiginoso.


      Pero cuando el presidente volvió a cuestionarlo, comprendió a la perfección el significado de la sutil advertencia:


      -¿Y también cree en las desapariciones, padre mío?


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El Yerno de Don Porfirio Días


El 17 de noviembre de 1901 en av. de la Paz # 4 se celebró un baile suntuoso y extraño.


En el interior, Ignacio de la Torre, yerno de Porfirio Díaz, maquillado y vestido de odalisca, se divertía con los invitados comiendo uvas de un racimo, y daba una en la boca a otro joven y mostraba coqueto, su vestido.

Jóvenes de frac, otros con atuendos de geishas, hadas, princesas... bailaban y se abrazan alegres. De repente, “una hada” entró gritando: "¡La policía! ¡La policía!".


Los agentes los arrestaron; empujones y jaloneos; Nacho logró esconderse en la biblioteca, pero lo encontraron.


Porfirio Díaz fué informado por Manuel Romero Rubio al que le ordenó tratar el asunto con discreción y evitar que la prensa se enterára.


Romero Rubio explicó que eran 42 detenidos, le extendió a Díaz la lista con los nombres, todos conocidos", incluyendo a Ignacio de la Torre.


El presidente Díaz leyó y tachó un renglón diciendo:


-Son 41,


-42, Señor.


-¡41 don Manuel!...


-Comprendo, 41.


-Evite el escándalo; y, déjelos salir discretamente.


En su despacho Díaz, exaltado y asqueado, reprendió a Ignacio por lo ocurrido:


-No lo entiendo. ¡Y no me expliques, esas porquerías jamás las podré entender!, ¡ni quiero!... ¿Amada lo sabe?, (era su hija y esposa de Ignacio),


-No. señor.


-¡Ni lo hagas! Mira Nacho, no me tomes por un imbécil, ¡punta de maricas! No te he salvado del escándalo ni de tus líos porque te considere un hombre digno, sino porque la familia del Presidente de la República, debe ser intachable, ¿Lo oyes?...


Todos querían saber quienes eran los arrestados, y ciertamente había una lista con sus nombres.

El problema era que muchos de esos nombres eran de políticos o empresarios importantes, y había que mantener la imagen ante todo. Así que se dio libertad a algunos, mientras que a otros fueron llevados a Lecumberri en la celda "J" (De ahí que, hasta nuestros tiempos, se le diga jotos a los homosexuales) para luego ser llevados a Yucatán para trabajos forzados…


De cualquier modo las fiestas continuaron, y los homosexuales siguieron festejando libramente su sexualidad, mientras no hubiera redadas.

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