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Massimo Borghesi
“Agustín”, dice Prosperi, “había justificado la permanencia histórica de la religión hebrea como función providencial de testimonio de la verdad frente a los que negaban –paganos, herejes- la continuidad de la tradición bíblica veterotestamentaria en la Iglesia cristiana.
Pero había puesto dos condiciones a esta permanencia:
la primera, que los judíos no debían ser maltratados o matados por su culpa originaria (el “deicidio”);
la segunda, que los judíos serían los últimos en convertirse al final de los tiempos.
Uniendo el pasaje del Salmo 58, 15 con el de Génesis 4, 15, había puesto en relación la supervivencia de los judíos como pueblo unido por una religión a la de Caín después del asesinato de Abel.
La “marca” que Dios había puesto sobre Caín para que nadie lo matara había sido puesta también sobre los judíos: esa señal, según Agustín, era su religión.
Al lado de esta función protectora de la “marca” colocada sobre los judíos, Agustín continuaba la interpretación paulina del Salmo 58, 15: convertentur ad vesperam: los judíos estaban destinados a ser los últimos que se convertirían al final de los tiempos, in fine mundi.
De este modo, “de la espera apocalíptica de la conversión final y del significado providencial atribuido a la presencia judía, se derivaba para los judíos la garantía del libre ejercicio de su religión”.
La opinión de Prosperi coincide aquí con la de León Poliakov para el cual, según “el más ilustre padre de la Iglesia, Agustín”, se debía “proteger la vida y el culto de los judíos, como “pueblo testigo de la crucifixión”, para dar testimonio así de la verdad del cristianismo y del error del hebraísmo.
Después, en el transcurso de los siglos, la Iglesia romana trató de proteger a los judíos, que, por su parte, consideraron a los pontífices como su última posibilidad.
Pero, es cierto que la situación de los judíos durante la Edad Media no fue ni uniformemente pacífica ni uniformemente trágica.
No cabe duda de que fue oscurecida por acusaciones y graves matanzas, pero también es cierto que vivieron con relativa concordia con los cristianos y ejercieron (menos la agricultura) los mismos oficios que estos”.
Esta tolerancia caracterizó, según Poliakov, el Occidente latino.
“Por el contrario, la Iglesia griega ortodoxa, que no había canonizado a San Agustín, rechazó su doctrina.
Debido a esto, los primeros zares se negaron a admitir judíos en sus tierras y cuando, en el siglo XVIII, la Rusia imperial se anexionó al oeste algunos territorios poblados por judíos, estos fueron sometidos a severas leyes excepcionales”.
Tanto para Prosperi como para Poliakov, la autoridad de Agustín constituye un punto de referencia esencial para comprender el destino y la historia de los judíos en el seno de la cristiandad.
Cuando dicha autoridad es reconocida unánimemente, como sucedía en el primer milenio, permanece la conciencia del misterio que significa el pueblo judío, conciencia que limita las tentaciones de marginación y las veleidades como conversiones forzadas.
Como escribe Lucie Kaennel: “Hasta el siglo XI la integración de los judíos con la población cristiana occidental y con el mundo árabe español no presenta grandes dificultades. Las comunidades judías gozan de la protección de los soberanos. Mercaderes judíos aseguran las relaciones indispensables entre la cristiandad de occidente y el mundo islámico; entre las varias comunidades religiosas reina una relativa tolerancia”.
Entre los siglos XI y XIII el judaísmo se convierte en el punto ideal de encuentro entre la cristiandad latina y las grandes corrientes del pensamiento antiguo y árabe-islámico, dando su aportación decisiva a la cultura medieval.
Son los tiempos de Judá Leví (1075-1141) y de Moseh ben Maimón, conocido con el nombre de Maimónides (1135/38-1204), el más grande pensador judío de la Edad Media.
En 1290 los judíos son expulsados de Inglaterra, en 1308 de Francia; es el comienzo de un proceso que culmina en 1492 con su expulsión de España.
No es fácil explicar el porqué de este “cambio radical respecto al camino marcado por Agustín”.
Amos Funkenstein lo atribuye a la orientación racionalista de la nueva filosofía y al mayor conocimiento del Talmud que hacía que los judíos modernos parecieran “herejes” respecto al deposito veterotestamentario.
Con estos hechos caían los vínculos que había puesto Agustín para la tutela del colectivo judío.
La cristiandad, que cierra filas en torno a la “revolución pontificia” de los siglos XII y XIII, parece menos la Iglesia peregrina, la civitas Dei agustiniana, que el reino consumado.
El ansia de purificación que la anima se traduce, en el externo, en una lucha continua con el imperio, los herejes, los no cristianos.
En el transfondo está el presagio de que el tiempo del mundo se acerca a su fin.
“La Iglesia renovada”, dice Joaquín de Fiore, “está entrando en la edad del Espíritu”, la época final de la historia.
También Lutero comparte esta visión apocalíptica; también para él ha sonado la hora decisiva en la lucha por o contra el Evangelio.
A partir de este concepto toma forma su concepción del adversario, judío, papista, turco, pagano, hereje.
Si esto es verdad, el antijudaísmo moderno, un aspecto que no ha sido suficientemente señalado, encontraría una clave explicativa en la tensión apocalíptica que, a partir de la Edad Media, invade los espíritus.
De aquí la ruptura con la tradición agustiniana –Joaquín de Fiore contra Agustín de Hipona- para la cual la civitas Dei y la civitas hominis permanecen perplexae hasta el final.
Dicha ruptura trae, por consiguiente, el ultimátum que se les da a los judíos: convertirse o irse del mundo “cristiano”.
El prejuicio antijudío en la modernidad sigue dos caminos.
Uno es volver a lo antiguo contra lo moderno representado por la tradición judeo-cristiana.
Es el camino del neoclasicismo alemán que adopta la forma de regreso al paganismo helenista en sus valores y divinidades, y que culmina en Friedrich Nietzsche.
Esta corriente, cuya expresión radical es la mitología nacionalsocialista, es manifestada en el pensamiento de Walter Otto y de Martin Heidegger.
El otro camino que sigue el sentimiento antijudío es el que se desarrolla a partir de un “cristianismo espiritual” basado en la antítesis entre Nuevo y Antiguo Testamento, entre el amor y la ley.
Una antítesis que recuerda la postura de Marción que Agustín había contrastado idealmente oponiéndose al maniqueísmo.
En la época moderna, la posición marcionita es un aporte de la Reforma en la medida en que la nueva Ecclesia spiritualis ve en los judíos a los representantes de la ley entendida como autojustificación.
“Lutero ve en ellos a la Iglesia carnal, espejo negativo para la Iglesia espiritual que imagina. El peligro que representan va mucho más allá del ámbito judío. Muchos cristianos se jactan de su propia justicia, practican una religión hecha de ceremonias y ritos exteriores”.
De este modo el judío se convierte en criterio de comparación, negativo, para establecer la verdadera religión.
Para Lutero, el judío, al igual que el católico, persigue la autojustificación mediante las obras de la ley frente a la doctrina evangélica que requiere la justificación mediante la gracia de Dios.
Con ello une el “legalismo” romano, “papista”, con el judío.
El catolicismo es un “cristianismo judío”, mundano, que ha olvidado la justificación mediante la gracia.
Frente a este cristianismo “carnal”, está el “espiritual” restaurado por la Reforma.
Podemos ver que esta contraposición no se halla sólo en los reformadores, también está presente en los humanistas.
Para Erasmo de Rótterdam, que demuestra en sus escritos una hostilidad antijudía profundamente arraigada hasta el punto de alegrarse por la expulsión de los judíos de Francia, la antítesis entre judaísmo y cristianismo es antítesis entre la carne y el espíritu, entre una ritualidad exterior y una fe interior.
Es la misma contraposición que, con nuevas formas, hallamos en la Ilustración, para la cual al deísmo como verdadera religión (interior, racional, universal) se oponía la fe judía (exterior, legalista, particular) basada en la escandalosa pretensión de la elección divina y en la “esclavitud” de la ley.
Desde este punto de vista no debe sorprender, aunque puede resultar difícil de aceptar, la hostilidad que una parte notable de ilustrados siente contra el judaísmo.
El resentimiento antijudío es una constante en el padre de la tolerancia, Voltaire, y en Gibbon, Reimarus, Kant.
Como escribe Elena Loewnthal “todos han sido antisemitas: laicos y religiosos, reformadores y conservadores, reaccionarios y revolucionarios.
Ilustrados, ateos.
El antisemitismo debe mucho a estos “aportes transversales”, el exterminio nazi encontró también legitimación y apoyo en el hecho de que los Voltaire, los Lutero, los Kant, etc., no mostraron particular simpatía por el pueblo elegido y disperso”.
Es interesante señalar que este carácter transversal no es casual, sino el resultado consecuente de la “religión pura” que ven en el judío al anti-tipo, el modelo de una fe exterior, política, particularista, carnal.
Se trata de antisemitismo gnóstico que lee a la luz de Marción la dialéctica luterana entre Ley y Evangelio, Antigua y Nueva Alianza. Es lo que aflora en los escritos juveniles de Hegel, llenos de furor antijudío, y también en una parte considerable de la llamada teología liberal, cuyo objetivo era “liberar” al cristianismo de cualquier posible dependencia veterotestamentaria.
Jacob Taubes en Die Politische Theologie des Paulus ha captado muy bien esta directriz de pensamiento en la obra del teólogo protestante Adolf von Harnack, cuya reflexión, y no por casualidad, se ocupó grandemente de la figura de Marción.
Fue el padre de Harnack, Theodosius, el que en un ensayo sobre Lutero releyó el binomio Ley-Evangelio en términos decididamente marcionitas.
Este planteamiento, seguido por su hijo, llevaba al rechazo del elemento veterotestamentario.
Este rechazo era, según Taubes, “el secreto del protestantismo alemán liberal que, en 1933 no fue capaz de superar la prueba”.
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