viernes, 17 de febrero de 2012

Canal de Panamá

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Ruben Marín

Hojeando la vieja colección de un periódico liberal del siglo XIX, gozo que me facilitó un dilecto amigo, me topo con una litografía de todas veras interesante. La patria mexicana, hermosa mujer de atormentado rostro de Dolorosa, es asfixiada por una enorme boa en cuyos anillos se lee algo así como esto: "Españoles, panaderos y ultramarinos; franceses, fábricas textiles; ingleses, minería y ferrocarriles; alemanes, ferreteros". Esto quiere decir que la patria era víctima de la acción chupadora de los extranjeros, tal como ahora. Lo que no se nos ha ocurrido pensar es si no seremos nosotros víctimas de nosotros mismos.
Echar la culpa a otros como hacemos los latinoamericanos, de nuestros yerros, de nuestra incapacidad, de nuestros vicios, de nuestro desorden, es cosa cómoda y de buen sabor, pero que esteriliza e invalida por lo que tiene de irresponsabilidad aceptada.
Veamos someramente el asunto del canal de Panamá y su trasfondo de suciedad, ahora que se trata de tapar la letrina. Comprobaremos maquinaciones indecorosas de parte de Estados Unidos, cierto, pero veremos que la actitud de Panamá, cuyo origen es espurio, y aun de Colombia, no estuvieron a la altura que exigía la dignidad.
Las culpas, pues, hay que repartirlas equitativamente.

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Ferdinand de Lesseps
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Ferdinand de Lesseps, el realizador del sorprendente canal de Suez, quiso superar su obra y fundó una compañía para abrir el de Panamá, que desafiaba su genio. La compañía obtuvo permiso del gobierno de Colombia para el caso y De Lesseps empezó a trabajar sobre su sueño de comunicar el Atlántico con el Pacífico cavando ajos que pretendía llevar a nivel del mar. Su empeño, sin embargo, terminó en el más costoso y desalentador de los fracasos. En 1889 su compañía tuvo que declararse en quiebra. En el tajo de la Culebra se estrellaron sabiduría, esfuerzo y dinero. El paludismo y la fiebre amarilla habían cobrado la vida de 20,000 obreros acarreados de muchas partes del mundo con el señuelo de los altos salarios. De Lesseps , en pleno descrédito, se le empezó a llamar con crueldad "el gran enterrador".
La especie humana, aparentemente, había sido incapaz de vencer a la naturaleza. Pero hubo un hombre particular, notable en su género, que se doblegó nunca y que aceptó el reto de ese istmo de Panamá, selva ardida de sol feroz, plagada de marismas y tremedales, con la zumbadora nubosidad de mosquitos devoradores, la amenaza deslizante de las serpientes, el flagelo mortal de las epidemias, del agua fétida y de los alimentos podridos. Este hombre se llamó Philippe-Jean Buneau-Varilla, original y poderosa mezcla, por partes alicuotas, de diplomático, de intrigante, de empresario, de aventurero y de negociante, dominado el todo por una pasión obsesiva: la apertura del canal, heredero como fue del sueño de De Lesseps.

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Philippe-Jean Buneau-Varilla
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Este hombre inteligente, enérgico sin escrúpulo alguno que estorbara su proyecto, era francés y había sido alto empleado en la compañía de De Lesseps, y nunca aceptó el fracaso. Decidió que Estados Unidos debían culminar la obra magna. Fue y vino como una lanzadera, hizo antesalas en Washington, cabildeó, sedujo, intrigó, chalaneó como una regatona, y convenció a la Casa Blanca de proseguir los trabajaos en Panamá y no emprenderlos en Nicaragua, como prácticamente estaba decidido. Pero se atravesó un obstáculo. El gobierno de Colombia negó a Estados Unidos la autorización que había dado a Francia, a pesar de que las condiciones del tratado propuesto eran tolerablemente leoninas. Colombia no se dio cuenta de que por no conservar bastante iba a perderlo todo.
Empero, para Buneau-Varilla no había obstáculo que no pudiese remover, y quien le ayudó a quitar este fue el señor Manuel Amador Guerrero, uno de esos políticos de campanario, inverecundos y ambiciosos, que tanto daño han hecho a nuestros países junto con la camarilla mediocre de incondicionales que los rodea. Pues bien, el grupo de Amador Guerrero discurrió hacer la "independencia" de Panamá mediante la consabida revolucioncita apoyada en la oferta de los derechos del canal a Estados Unidos. El señor Amador Guerrero, claro, resultó el primer Presidente de la República de Panamá sin que Estados Unidos moviera más que un dedo y un acorazado, el "Nashville", ¿Colombia se lanzó a la guerra? No, protestó lo necesario y se quedó firme.
Pero en 1903, la solencia de Buneau-Varilla impuso un tratado ahora si verdaderamente leonino que empezaba por conceder a Estados Unidos soberanía "a perpetuidad" sobre el canal, como don Benito Juárez la había concedido a Buchanan en 1860 sobre el istmo de Tehuantepec según el tratado McLane-Ocampo, que providencialmente abortó. Lo que interesa es que los norteamericanos realizaron la más o sorprendente obra de ingeniería que conoce la historia, comunicaron los mares y o con la "ruta de la civilización", como decía Teddy Roosevelt, ahorraron a los barcos del mundo más de 10 mil kilómetros de viaje.
Los panameños, pues, deben su nacionalidad, de la que están justamente orgullosos, a Buneau-Varilla, a Manuel Amador Guerrero y a Teodoro Roosevelt, comadrones de a República de Panamá. Viven, y no mal, de la ruta transmarítima, pero ahora, con una flamante dignidad retrospectiva de la que no tuvieron demasiada en su tiempo, consideran, por boca del general Omar Torrijos, que el canal es "una piedra en su zapato".

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General Omar Torrijos
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El general Omar Torrijos fue hábil y a gritos y sombrerazos que exaltan el jingoísmo de su país, sacó al señor Jimmy Carter un nuevo y ventajoso tratado.
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