domingo, 24 de febrero de 2013

Test Ecuatoriano



Guillermo Almeyra

Desde Aristóteles, parecería que clasificar las cosas y fenómenos equivale a dominar la realidad, que es siempre compleja. De ahí la tendencia a apresurar el proceso de comprensión de lo nuevo, encajándolo a fuerza en los conceptos viejos y conocidos. Esa operación obliga a quien la practica a tomar en cuenta sólo algunas características de lo que se pretende clasificar, dejando de lado todo lo que es contradictorio con lo que parece ser dominante.

       Lázaro Cárdenas, por ejemplo, ¿fue un nacionalista revolucionario socializante o el fundador del corporativismo y del Estado mexicanos?

Fue ambas cosas a la vez, y el que vio sólo una cara del cardenismo no entendió nada de por qué los campesinos y trabajadores lo apoyaban, aunque no acatasen cada una de sus medidas, y por qué las clases dominantes lo odiaban, aunque a veces se beneficiasen con sus políticas.


Por eso, tal como hace hoy la izquierda ecuatoriana con Rafael Correa, los anarquistas y comunistas mexicanos calificaron en su momento a Cárdenas de fascista, condenándose al aislamiento político.
Correa, por supuesto, no es Cárdenas. Es un economista cristiano, formado por los lassallianos, con doctorado en la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, con práctica social entre los indígenas con los salesianos, que fue ministro de Economía y Finanzas del presidente Alfredo Palacio. Es un hombre que, según la tradición socialcristiana, cree en el papel de los misioneros y apóstoles del Progreso, con P mayúscula, entre los que se incluye, y que el cambio depende de la voluntad y capacidad del gobernante, quien debe ser honesto.
Por eso se presentó como candidato a presidente, sin partido y sin candidatos para los otros puestos electivos. Por eso también adopta solo las decisiones y cree sinceramente que los amigos que discuten sus posiciones son traidores. De ahí su verticalismo, su autoritarismo, su espíritu de cruzado, que van unidos con un sincero y ardiente nacionalismo antimperialista, y con un deseo –paternalista– de modernizar Ecuador, de promover la cultura, de crear ciudadanía.
Aunque reprima, está lejos de ser fascista o tirano: se ve como padre severo y autoritario de un Ecuador en pañales. Además, su política económica no es sólo el mantenimiento de la moneda en paridad con el dólar y del país como exportador de bananas y petróleo, y del Estado como injusto recaudador de impuestos, sobre todo a los más pobres: es también un intento sincero y tenaz de acabar con la corrupción, de lograr un crecimiento económico que, sin cambiar el sistema, agrande un poco la torta de la economía y, por consiguiente, la porción que les tocará a los más pobres.
Opuesto al derechista partido socialcristiano, cree, sin embargo, en la doctrina socialcristiana, que se ilusiona con reformar el capitalismo.
 Los maoístas del MPD –que también creen en líderes, aparatos y alianzas de clases– lo odian y lo califican de fascista, porque lo ven como un competidor, ya que tiene el apoyo de la mayoría de los trabajadores y, absurdamente, le dicen proimperialista; los “indígenas profesionales” –o sea, los dirigentes étnicos que piensan en su propia carrera– hacen lo mismo porque las bases indígenas votan mayoritariamente por Correa y no siguen políticamente ni a la Conaie ni al partido Pachakutik, porque creen en el desarrollismo y el mercado, esperan conseguir mejores precios agrícolas y salarios, mejores condiciones sanitarias, caminos, escuelas, hospitales. La izquierda más seria, por su parte, rechaza la política extractivista, antiecologista, desarrollista, peligrosamente verticalista y autoritaria, y esboza elementos correctos de una política alternativa, pero se priva de los medios y del sujeto para concretarlos, pues no entiende las diferencias que existen entre Correa, su aparato gubernamental y el “correísmo” de los que votan por Correa pero, si les tocan el territorio o sus derechos, se le opondrán.
Por eso ven al correísmo tal como parte de la izquierda argentina veía al peronismo, al que calificaba de fascista, porque Perón prohibía las huelgas, era admirador del fascismo y reaccionario, y fomentaba un aparato sindical burocrático-corporativo, pero sin ver que los obreros peronistas le hacían huelga y lo votaban, eran anticlericales y lo votaban y eran antifascistas y antiburocráticos, y libertarios en sus sindicatos corporativizados. Esa ubicación en oposición frontal a los votantes de Correa impide a la izquierda más seria desarrollar las contradicciones del correísmo y actuar en común con los campesinos en defensa de los bienes comunes y de las comunidades y escuchar a éstas, que no se identifican con los “indios profesionales” que dicen representarlas.
Correa quiere que el país dependa menos de la exportación de petróleo y de bananas. Debería, para ello, desarrollar el mercado interno, modernizar Ecuador. O sea, encarar el problema agrícola, porque la banana es sinónimo de latifundio; la cría de camarón en acuicultura es sinónimo de degradación de los manglares y de las aguas, pero también de la desaparición de la pesca artesanal, y el minifundio campesino impide el desarrollo y el crecimiento. Debería crear caminos y mejorar la distribución: o sea, lograr los fondos en Ecuador, para lo cual –como el ahorro nacional es bajo– o hace que los ricos paguen o endeuda el país y hace pagar a los pobres. Debería cambiar todo el sistema financiero, que es una bomba de succión de la sangre y el sudor de los ecuatorianos.
Todo eso todavía con la economía dolarizada y en medio de una crisis mundial. Por consiguiente, los problemas sociales, políticos y económicos, no podrán evitarse y tampoco una dosis de pragmatismo en el mantenimiento durante un tiempo de la dependencia del extractivismo. La izquierda deberá aprender entonces y urgentemente a apoyar críticamente lo que es posible apoyar y rechazar lo que es reaccionario.
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