sábado, 29 de junio de 2013

La Batalla de Crécy



LA BATALLA DE CRÉCY

El 12 de julio de 1346 Eduardo III desembarcó su ejército en Saint-Hogue, Normandía, a unos 320 kilómetros de París.
Fue la primera vez que hubo fuerzas inglesas en Normandía desde hacía siglo y medio.
Rápidamente, Eduardo III marchó hacia el sudeste, apoderándose de la ciudad de Caen el 27 de julio.
Continuó avanzando en dirección a París.
Su intención era hacer que fuesen retiradas tropas francesas de Guienne y Bretaña, desafiar al rey francés pasando cerca de París y, de este modo, ganar una enorme victoria propagandística.
Si podía librar una batalla en situación ventajosa para él, tanto mejor.
Pero cuando llegó al río Sena, halló los puentes destruidos.
Esto era desconcertante, pues no quería ser atrapado contra un río.
Se abalanzó aguas arriba y halló un puente que se podía reparar, a sólo veinticinco kilómetros de París; lo reparó y cruzó el río el 16 de agosto.
Luego se dirigió hacia el norte, a Ponthieu, un distrito costero situado a unos ciento 40 kilómetros al norte de París.
Inmediatamente al norte de Ponthieu, estaban Artois y Flandes, donde el ejército podía ser reforzado por los flamencos, si era necesario, y a donde Felipe VI probablemente no se atrevería a seguirlo.
La marcha inglesa desde Normandía, pasando por París y hacia Flandes logró su propósito de ganar una victoria propagandística.
Tener un ejército inglés marchando a su antojo por el país y luego permitirle que se marchase sin ser aplastado claramente en una gran batalla iba contra todas las virtudes caballerescas.
Felipe VI tenía que atrapar al ejército inglés y destruirlo
Cogido de sorpresa por la invasión, Felipe VI tardó en reunir su ejército, y ni siquiera había empezado a hacerlo después de que Eduardo III cruzase el río Sena.
Así, los franceses perdieron su mejor campo de batalla, pero aún quedaba un río importante entre Eduardo III y una línea de retirada segura.
Era el Somme, que pasaba por Abbeville.
Eduardo III se apresuró a llegar al Somme.
Lo alcanzó cerca de Abbeville y nuevamente halló todos los puentes destruidos o bien custodiados.
El ejército francés estaba a 50 kilómetros aguas arriba y estaría sobre él al día siguiente.
Estaba deseoso de combatir, pero prefería hacerlo al norte del río, del lado que daba hacia Flandes.
El ejército de Eduardo III era excepcional en varios aspectos.
En primer lugar, era un conjunto disciplinado de profesionales bien y regularmente pagados (en comparación con el ejército feudal francés, indisciplinado y con contingentes de caballeros que despreciaban a todos los demás).
Eduardo III tenía algo aún mejor que era algo sorprendente en su ejército. Se trataba del arco largo.
Al parecer, el arco largo fue inventado por los galeses.
Medía más de un metro ochenta y arrojaba flechas de noventa centímetros.
Un arquero hábil podía arrojar una flecha con precisión a lo largo de 230 metros, y hasta llegar a los 320 metros.
Su alcance era el doble del de la ballesta media, pero lo más importante era la velocidad con que podía ser montado.


Mientras el ballestero montaba su arma, el arquero de arco largo, sacando las flechas del carcaj que llevaba en sus espaldas, podía arrojar 5 ó 6 flechas.
Si se enfrentaban números iguales de arqueros de arco largo y ballesteros, éstos eran acribillados, si estaban al alcance de los primeros.
El arco largo fue lo más semejante a un arma de fuego anterior a la pólvora que se haya conocido.
El arco largo, por supuesto, era un arma de largo alcance, y si el enemigo podía arreglárselas para acercarse mucho, aquél no sería tan útil como la pica.
Pero acercarse mucho a miles de entrenados arqueros de arco largo era algo mucho más fácil de decir que de hacer.
Los ingleses habían tomado el arco largo durante la campaña en Gales de Eduardo I, y habían perfeccionado su uso en la lucha contra los escoceses, cuando les permitió ganar varias batallas en una escala enormemente desigual.
También había sido usado en la batalla de Sluis y en una o dos escaramuzas menores. Pero fue en Crécy donde los franceses (y los europeos occidentales, en general) llegarían a conocer bien sus virtudes.
Sin embargo, nunca fue aceptado en el Continente.
La causa de esto fue que también tenía sus defectos.
Los mejores arcos estaban hechos de madera de tejo, y los árboles de esta madera eran cultivados especialmente en Inglaterra para ese fin.
No eran comunes en otras partes.
Además, su uso apropiado exigía hombres altos, de gran fuerza y resistencia, pues era necesario ejercier una tracción de 45 kilos para tensar la cuerda hacia atrás hasta la oreja.
(Los arqueros de arcos largos tenían que llevar el cabello corto para asegurarse de que la cuerda del arco no se enredaría con el pelo al ser tensada. Esto inició la tradición militar del cabello corto.)
Además, efectuar esa tracción suavemente, mientras se sostenía el arco con firmeza, se apuntaba con precisión y se sacaba otra flecha inmediatamente después de disparar, llevaba años de entrenamiento.
La dificultad de hacer buenos arcos largos y la dificultad aún mayor de hallar hombres suficientemente grandes y fuertes, y de entrenarlos durante largo tiempo hizo que las fuerzas militares continentales se aferrasen a la ballesta.    
Esta, al menos, podía ser manejada por cualquiera después de una preparación mínima.
Así, el arco largo siguió siendo un monopolio inglés e hizo que, durante décadas, los ejércitos ingleses tuviesen los hombres más grandes del Europa, y quizás del mundo.


Pero volviendo a Eduardo III y a Crécy.
Eduardo III dispuso sus hombres de a pie a lo largo de una loma, con el flanco derecho instalado en un arroyo. Sólo eran 4,000 y estaban muy esparcidos a lo largo de la línea, pero Eduardo no les asignó ningún papel excepto como elementos de limpieza o para contraatacar si era necesario. En cada flanco y en el centro, distribuyó sus 8,000 arqueros de arcos largos.
Se cavaron pozos delante de las líneas para el caso de que algunos caballeros llegase hasta allí.
Eduardo III luego instaló su propia posición en un molino de viento, desde el cual podía observar toda la batalla, y esperó. El total de sus fuerzas de combate ascendía a 20,000 hombres.
Cuando Felipe VI llegó a Crécy a la cabeza de su ejército, el día estaba avanzado. Tenía bajo su mando unos 60,000 hombres en total, el triple que el ejército inglés. Entre ellos, había 12,000 caballeros con armadura y 6,000 hábiles ballesteros genoveses.
Las condiciones estaban lejos de ser buenas para los franceses desde el comienzo. Eduardo III había dispuesto deliberadamente su línea de batalla de modo que los franceses, al llegar, tuvieran que hacer un cerrado giro a la izquierda, que ciertamente provocaría el desorden entre sus disciplinadas huestes. Luego, también, una breve tormenta dejó el suelo embarrado e hizo precario el equilibrio en él.
Finalmente, los franceses tenían que avanzar contra los ingleses moviéndose hacia el oeste, con el sol del atardecer en sus ojos.
Lo mejor que podían haber hecho los franceses era detenerse, reconocer cuidadosamente el terreno y esperar a la mañana. Los hombres se habrían recuperado de la fatiga de la persecución, el suelo estaría más duro y el sol de la mañana estaría en los ojos de los ingleses.
Felipe VI trató de tomar estas medidas, pero los indisciplinados caballeros no quisieron saber nada. Esperar no era de caballeros. El ejército francés se enfrentaba con soldados de a pie que sólo eran la tercera parte de aquél, y querían entrar en batalla inmediatamente.
Felipe VI, pues, ordenó a sus cuerpos de ballesteros mercenarios que avanzasen y atacasen.
Los ballesteros estaban cansados, pues habían marchado a pie con todo su equipo, y su jefe sugirió esperar. Pero los caballeros (que tenían caballos) consideraron esto una cobardía y les ordenaron que avanzaran. Los ballesteros, pues, avanzaron a los gritos, levantaron sus armas y dispararon.
Los ingleses mantuvieron firme y disciplinadamente su línea y esperaron a que los genoveses montasen laboriosamente sus armas y estuviesen más cerca.
Cuando los genoveses estuvieron suficientemente cerca, se dio la señal de disparar y, desde tres puntos de la línea inglesa, se lanzaron miles de flechas sobre los infelices ballesteros.
El efecto fue el de una tormenta de granizo con puntas duras, y los ballesteros que no fueron traspasados se retiraron apresuradamente. Para entonces los caballeros franceses ya no podían esperar más. En vez de esperar una señal para cargar al unísono, cada uno avanzaba inquietamente solo, tratando de ser el primero en ganar gloria caballeresca.
El resultado fue una infinita confusión, y, cuando los genoveses en retirada no se hicieron a un lado con suficiente rapidez, los caballero gritaron: “Arrollemos a esos bribones. Nos impiden avanzar.”
Los caballeros se lanzaron hacia delante y muchos de los ballesteros fueron, en efecto, atropellados, pero esto sólo sirvió para aumentar el desorden en las filas francesas.
Los ingleses se hallaron, no frente a un ejército, sino frente a una multitud; pero aún, una multitud que nunca se acercó.
Una y otra vez, grupos de caballeros cargaron en dieciséis oleadas separadas. Una y otra vez, los arqueros los barrieron incansablemente.
Cuando los franceses se retiraron, después de caer la noche, unos 1,550 caballeros yacían muertos en el campo, además de una cantidad suficiente de muertos de otros contingentes como para igualar a la totalidad del ejercito inglés.
Las pérdidas inglesas fueron prácticamente nulas.
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