viernes, 26 de agosto de 2011

Herejías y Autos de Fe

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La Vida en la Nuevo España a finales del siglo XVII era particularmente difícil para cualquier humilde mortal, en razón del poder omnimodo de la Iglesia católica y del gobierno fusionados en una mancuerna siniestra en la que los arzobispos llegaban a ocupar simultáneamente el cargo de virrey y, por ende, ostentaban y ejercían al unísono la autoridad política y la espiritual en contra de los gobernados y de la propia grey.
La situación de las mujeres que, según ellos, encarnan todos los males, no era, ni mucho menos, transible ni comoda ni segura.
Pues bien, en ese contexto hostil hacia nosotras, descolla, crece, evoluciona y se universaliza Sor Juana Inés de la Cruz, una mujer de las que nace solamente una cada mil años, si acaso…
La tarea de la Inquisición era tratar de proteger a la sociedad de la herejía que se definía arbitrariamente según la época y el lugar.
Un poco de polvo acumulado en los hombros de un Cristo crucificado por un simple descuido doméstico podría ser causal para iniciar un juicio inquisitorial por herejía, más aún si la víctima era un judío adinerado a quien la alta jerarquía asediaba con todos los medios a su alcance, que no eran pocos ni ineficientes, para apoderarse de sus bienes a cualquier precio y con cualquier pretexto.
Las blasfemias, la bigamia, la brujería o el curanderismo, las insinuaciones a las mujeres a través de la confesión, y los que se ostentaban falsamente como sacerdotes, constituían crímenes menores comunes que no llegaban a justificar la muerte en la hoguera, salvo que el acusado gozara de una gran fortuna económica apetecida por la Iglesia, en cuyo caso era quemado sin mayores tardanzas ni aplazamientos.
En lo que se refería a nosotras, los códigos de comportamiento establecidos por el Santo Oficio nos dejaban a salvo, siempre y cuando respetáramos nuestra posición como súbditas del hombre. Ni más ni menos, tal y como lo había dejado claramente asentado Fray Luis de León en La Perfecta Casada, según un libro que yo misma le conseguí clandestinamente a mi querida nuncia sin que nadie se percatara.
Vea el lector este texto infamante:
"El mayor consejo que les podemos dar a las tales (mujeres), es rogarles que callen, y que, ya que son poco sabias, se esfuercen a ser mucho calladas… Mas como quiera que sea, es justo que se precien de callar todas, así a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben; porque en todas es no sólo condición agradable, sino virtud debida al silencio y a el hablar poco".
El propio sacerdote jesuita, Antonio Núñez de Miranda, el confesor de Sor Juana, uno de sus más notables asesinos intelectuales, definió la obediencia de las mujeres como "la renuncia a la propia voluntd para sujetarse a la de sus prelados". Es decir, se nos privaba del derecho de pensar, de ejercer nuestra libre voluntad, se nos sometía a lo que dispusieran los hombres violando abiertamente el Evangelio, las sabias palabras de Jesús, a través de las cuales conocemos nuestra facultad de disfrutar el libre albedrío. Como bien diría Sor Juana en la Respuesta, al dar gracias porque "Dios es el que juzga, no el hombre". He ahí un ataque decididamente audaz y atrevido al sistema legal y al proceso inquisitorial, "donde los hombres usurparon el derecho de Dios de acusar, juzgar y castigar".
Herejía también era la tenencia de libros prohibidos por la Iglesia.
Ésta y solo ésta decidía qué leer y qué no leer; conducía el conocimiento, lo limitaba, lo administraba, lo mutilaba, inducía al oscurantismo y no a la luz para no perecer quemado o pasar el resto de la existencia con los huesos rotos después de haber sido sometido al potro de descoyuntamiento o a la inyección de agua, sin que por ningún concepto apareciera la sangre para no cometer pecado.
Los autos de fe eran las manifestaciones más grandiosas del poder del Santo Oficio.
Sor Juana presenció la incineración de varios escritores reacios a aceptar el dogma católico
durante el gobierno virreinal de los marqueses de Mancera en 1664, según me lo comentaría ella misma años más tarde.
Las ceremonias no estaban diseñadas para salvar el alma del acusado, sino para aterrorizar al pueblo, según ellos, la manera más eficiente de controlar desde un niño hasta una nación.
A más miedo, menos policía, La sociedad se controla por sí misma si teme el castigo de sus infracciones. Impongamos el terror.
Durante las ejecuciones primero aparecía la llamada procesión de la Cruz Verde, el símbolo del Santo Oficio, donde participaban los frailes, los oficiales reales y los reos, en última instancia.
Después había la presentación pública de los condenados a muerte, quienes tenían la oportunidad de reconciliarse, o sea, de confesar sus errores y recibir el perdón, así como un castigo que incluía desde las penas espirituales -como oraciones, misas y limosnas- hasta la imposición de llevar el sambenito, la confiscación de bienes, los castigos corporales, las multas, o el destierro.
En caso de no arrepentirse, o si el reo había reincidido en la herejía, el penitente era relajado, es decir, entregado a las autoridades secualares para ser quemado en una de las hogeras…
Tan drásticas medidas constituiían una eficaz herramienta de dominio de las masas.
¿Quién se encontraba dispuesto a correr el riesgo de caer en los sótanos macabros de esa diabólica organización católica?
De los varios escritores víctimas reacios a aceptar el dogma católico renegaban y refutaban las afirmaciones en torno a la Santísima Trinidad, a la Resurrección del Señor, el Verbo Encarnado, y otras tantas patrañas que discutí en secreto con Sor Juana.
En el fondo coincidíamos con esos desgraciados, sí, ¿pero quién se atrevía a desafiar a la Iglesia para marchar descalzo, maniatado y arrastrando cadenas por las calles de la ciudad de México recibiendo insultos, golpes y escupitajos, rodeado de sacerdotes vestidos con sotanas negras y cubierta su cabeza con enormes capirotes del mismo color, hasta llegar a la Plaza de San Hipólito, donde estaba instalada la gran pira para quemar, previa confiscación de bienes, a los apóstatas de la fe católica, a los protervos y pertinaces en la observancia de la ley de Moisés, a los que tenían un pacto explicito con el demonio, a los autores y encubridores de herejes judaizantes, maestros de dicha ley y pervertidores de personas católicas?
Mi adorada musa asistió varias veces a las ejecuciones que, desde luego, la llenaron de horror, en buena parte por su exquisita sensibilidad de artista inmortal, pero además porque le resultaba indigerible que los representantes de Dios en la Tierra, dedicados supuestamente a divulgar las sabias palabras de Jesús consignadas en el Evangelio, a impartir consuelo, amparo y comprensión al prójimo, hubieran equivocado su santo mensaje de "paz entre los hombres de buena voluntad", para quemar vivo a quien no profesara sus ideas, torturarlo con instrumentos propios de la imaginación de Satanás o para perseguirlo hasta la muerte, y una vez enterrados sus restos mortales, exhumarlos con el objetivo de quemarlos y volverlos a quemar hasta que no existieran siquiera la cenizas. Ella y sólo ella, Sor Juana, me contó al oído en nuestras primeras reuniones en el locutorio del convento de San Jerónimo, sobre un escritor, quien renegó hasta el último momento de la existencia de Dios antes de que cayera la tea sobre la madera seca colocada en su entorno. Subido a un templete oponiendo toda las resistencia de que era capaz, fue atado a un palo consumirlo entre maldiciones lanzadas a diestra y siniestra:
"¡Muera Dios! ¡Dios es mierda, mierda, mierda!", se desgañitaba en tanto el fuego devoraba sus carnes, incendiaba su barba, quemaba el vello de su pecho y su abundante cabellera. Muy pronto de ese ilustre pensador no quedaría nada. Todo indicaba que los sacerdotes habían suscrito un pacto con el diablo porque las llamas se convertían por instantes en dedos incandescentes, sádicos, que escarbaban gozosos en las cuencas de sus ojos hasta dejarlo completamente ciego a pesar de agitar la cabeza compulsivamente de un lado al otro. Ninguna parte de su cuerpo se salvaría de ese flagelo divino. Por alguna razón Dios se apiadó repentinamente de él haciéndole perder el sentido. Muy pronto cayó en un desmayo eterno. Jamás vovería a blasfemar. Un macabro olor a carne quedamada silenció a la muchedumbre enardecida que disfrutaba en el fondo los autos de fe con los que la Iglesia católica intentaba escarmentar a los herejes…
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Tomado de:
ARREBATOS CARNALES
Francisco Martín Moreno
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