lunes, 25 de junio de 2018

La Presidencia de Estados Unidos


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LA PRESIDENCIA DE ESTADOS UNIDOS


Russell Banks

La presidencia de Estados Unidos es una institución muy peculiar. 

No es una persona sino un personaje, esto es, un “papel” representado por una persona. 

Y nuestro presidente -en ciertos aspectos más aun que un monarca- representa personalmente el imaginario y los mitos de quienes lo han elegido. 
Nosotros elegimos presidentes, pero no basandonos en su experiencia,  ni siquiera en sus opiniones políticas. 

Los elegimos según conecten mejor o peor con nuestras creencias básicas, según expresen en mayor o menor medida nuestros más profundos mitos nacionales.

Woodrow Wilson, John F. Kennedy, Richard Nixon, Jimmy Carter, Ronald Reagan, Bill Clinton y George Bush, tanto el padre como el hijo, comparten, a cierto nivel, esa característica: conectan y son expresión de nuestros mitos americanos más profundos. 

Y los mitos no tienen por qué ser ni muy elevados ni muy inteligentes. 

En realidad, son elementales, casi primarios. 

Uno puede conectar con ellos desde cuaquier punto del espectro educativo o intelectual. 

La presidencia es la única instancia de gobierno en la que el poder recide en una persona, y también trata de un símbolo del culto americano a la persona, y del poder americano, tanto real como abstracto, tanto fáctico como simbólico. 

George W. Bush no habría sido elegido si no hubiera logrado convencer a un número suficiente de ciudadanos -no a la mayoría, como ya sabemos, pero sí a un número suficiente, en  suficientes lugares del país- de que él era el exponente de sus deseos comunes más profundos.

Lo mismo puede decirse de Wilson, de modo que no debería sorprendernos constatar que tanto él como Bush se parezcan, aunque uno se expresara con mayor elocuencia que el otro. Y también sucede que John Kennedy. No ha de causarnos asombro que algunas de las justificaciones aducidas por Bush nos recuerden de pronto algo que Wilson o Kennedy dijeron para justificar, por ejemplo, la fracasada invasión de Cuba. Éste ondenó la invasión de Bahía de Cochinos sólo en términos pragmáticos; la fuerza invasora no estaba lo bastante preparada. O salió al paso del asesinato de los Diem en Vietnam y del incremento de la presencia militar norteamericana en ese país.

Y no olvidemos que se trataba de John F. Kennedy, en teoría nuestro presidente más ilustrado de los tiempos modernos. Sin embargo, no ha de sorprendernos que un presidente acaba pareciendose mucho a otro, por distinto que sea su nivel intelectual y de formación, pues en ambos casos han sido elegidos por el pueblo americano después de que éste los considerase la encarnación viva de nuestros ideales y deseos más profundos por contradictorios que sean.

Ningún presidente, primer ministro o rey desempeña el mismo papel que el presidente de Estados Unidos. Él es en parte papa, en parte jefe de estado y en parte monarca, pero no únicamente cualquiera de las tres cosas. En el presidente se proyectan una serie de creencias religiosas o espirituales, así como la idea de que posee unos poderes heredados, de origen divino, como los de los monarcas. Pero también se confía y se cree en él como jefe de Estado pragmático, que trabaja y soluciona problemas. Todos esos requisitos los depositamos no en una sola persona: el presidente. 

Otros países reparten las atribuciones. Por un lado tienen un rey y, por otro, cuentan con un primer ministro. O bien optan por un presidente de la república y por un primer ministro, como sucede en Francia, distinguen los papeles simbólico de los ejecutivos. 

Desde el principio nosotros, los norteamerianos, los hemos unido. Creo que es algo que se remonta a nuestra guerra revolucionaria de Independencia, momento en que existían pocos modelos de democracia parlamentaria en otros lugares, y tuvimos la tentación -una tentación poderosa- de reemplazar al rey Jorge por otro rey Jorge, George Washington. 

Éste se vio obligado a declarar: ‘Yo no seré vuestro rey’. Está bien, de acuerdo, pero nosotros te convertiremos en un presidente con muchísimo poder.

   Proporcionamos a Washington un mandato de cuatro años. Y hasta después de Franklin Roosevelt, momento en que la constitución se modificó para limitar el número de mandatos a dos, esos cuatro años podían extenderse legalmente hasta los doce, dieciseis o veinte. Dejamos abierta la posiblidad de una presidencia monárquica. 

El papel del presidente se creó para ser un papel extraordinario, y en una época caracterizada por el imperio, el presidente tiene la capacidad de hacerse imperial, de convertirse en emperador. A ello asistimos en la actualidad en el conflicto entre el Congreso y el presidente Bush a causa del entusiasmo de éste por suspender los derechos de privacidad, entre otros, así como de su insistencia en actuar de manera unilateral. Nos hemos convertido en un imperio, y en los imperios los presidentes tienden a convertirse en emperadores. Es algo que asusta. 

Tal vez sea ésta una visión oscura de la historia americana, pero en la visión de la historia que potencia la gente a que me refiero, la que hoy ostenta el poder en el mundo.

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