domingo, 12 de diciembre de 2010

El Mole

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Sonia Iglesias y Cabrera

El mole que todos comemos y tenemos como platillo nacional, sea cual fuere su preparación y presentación, requiere como ingrediente indispensable y fundamental al inigualable chile, sin cuya existencia no podríamos elaborar uno de los guisos más tradicionales y antiguos de nuestra gastronomía, y parte integrante de cualquier festividad social o religiosa.
La palabra chile proviene del náhuatl chilli. Este ají, o pimienta de las Indias como lo nombraron algunos cronistas, tuvo su origen y se domesticó en el Continente Americano. Pertenece al género Capsicun de la familia de las Solanáceas. Existen cinco especies domesticadas y treinta mil silvestres o espontáneas. Parece ser que todas ellas tuvieron un antecedente común procedente del centro de Bolivia, que por razones desconocidas llegó a la zona de Mesoamérica, donde evolucionó como especie domestica, a la que conocemos actualmente como Capsicum annum. El investigador Long-Solís nos dice:
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...Pero además se puede hacer otra separación del chile domesticado, basada en el color de las flores y que produce tres grupos: dos de flores blancas y uno de flores moradas. Un grupo de flores blancas está compuesto por el Capsicum annum, el C. frutescens y el C. chinense, con bastante similitud entre sí. El otro conjunto de las flores blancas está representado por el Capsicum bacatum. Asimismo, existe otra especie, el Capsicum pubescens de flores moradas, que por sus diferencias morfológicas o de forma, es separada de los dos grupos. (Long-Solís: 1986.35)
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Las variedades Capsicum annum y Capsicum pubescen, son las que tradicionalmente se han cultivado en México. Para su cultivo se requiere de un clima templado, ya que no soportan ni el calor ni el frío extremos. En las zonas templadas y en las regularmente frías, se siembran en almácigos y luego se trasladan a los sembradíos. Generalmente en chile se autofecunda. Cuando la corola se abre, frecuentemente el estigma ya ha sido fecundado por su propio polen. La cosecha de chile se inicia después de transcurridos unos ochenta o ciento cuarenta días –dependiendo del tipo de chile- cuando los frutos están maduros.
En tiempos precortesianos, los chiles más utilizados por los aztecas para preparar sus guisos de molli fueron: largos, anchos, grandes verdes, pequeños verdes, rojos, pequeños secos, tonalchilli o chile del sol, cuauhchilli o chile de árbol, chiltécpitl o chile pulga, chilcoztli o chile amarillo, milchilli o chile de milpa, y tzincuayo.
Pero aparte de este uso primordial gastronómico, los aztecas emplearon al chile como moneda de trueque y como uno de los elementos más codiciados del tributo que debían pagar los pueblos sojuzgados al Huey Tlatoani.
Tanta importancia tuvo el chile para los mexicas que existió una deidad a la que se festejaba con ofrendas y sacrificios, Se llama Tlatlauhqui Cíhuatl Ichiltzintli; es decir, Señora Roja del Respetable Chile.
Con este sagrado fruto, se preparaba una serie de guisados que cumplia dos funciones: por un lado, era la base de la comida cotidiana, las salsitas de chile con o sin carne u otra cosa, se comían todos los días; pero por otra parte, los guisados eran ofrecidos a los dioses en algunos de sus rituales festivos, como un alimento cuyo principal ingrediente era de procedencia divina.
Tan común fue el mole que incluso había vendedoras en los mercados dedicadas exclusivamente a la venta de guisados.
Fray Bernardino nos relata:
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La que vende cazuelas hechas con chile y tomates suele mezclar lo siguiente: ají, pepitas tomates, chiles verdes y tomates grandes, y otras cosas que hacen los guisados muy sabrosos; tienen también por oficio vender asados, y carne asada debajo de tierra, y chilmolli de cualquier género que sea, y otros guisados... (Sahagún: 1992.567)

Además, los guisados preparados con preparados con chilmolli estaban destinados a la mesa de los nobles y poderosos señores, como platillos de excelsa calidad.
En cuanto al mole como alimento destinado a los dioses, tenemos por ejemplo que en el sexto mes Etzalqualiztli, se efectuaban los sacrificios en honor de los diosecillos tlaloques, entre los que se incluía el ayuno sacerdotal de cuatro días, pasados los cuales, el quinto, el ayuno se rompía y todos comían el potaje de frijoles llamado etzalli, y el chimolli que los familiares de los sacerdotes les traían ex profeso de sus casas. Asimismo, para la fiesta dedicada a Macuilxóchitl en los altares domésticos se ofrendaba al dios con cajetes conteniendo chilmolli, acompañados por platos repletos de tamales. Y sobre todo, entre los alimentos otorgados a los muertos en los cinco meses en que se les rendía pleitesía, aparecían los sabrosos moles preparados por las mejores cocineras. Un ejemplo de ellos son las siguientes:

Mole de pavo con pipián, rojo y tomate.
Mole de chile amarillo.
Chilmolli de chile amarillo y tomates.
Mole rojo con pescado, jitomate y pepita de calabaza.
Mole de ranas con chile verde.
Mole de ajolotes con chile amarillo.
Mole de renacuajos con chiltécpitl.
Mole de pescados colorados con chiltécpitl.
Mole de hormigas con chiltécpitl.
Mole de gusanos de maguey con chiltécpitl.
Mole de camarones con chiltécpitl y jitomates.
Mole de topolli (una clase de pescados) con chiltpecpitl.
Mole de pecesitos blancos con fruta, chile amarillo y jitomate.
Mole de bledos, chile amarillo, jitomate y pepitas de calabaza.
Mole de bledos con chilpécitl.
Mole de bledos con chile verde.

Todos estos moles se cocinaban empleando un utensilio especial que aún conocemos: el molcajete de piedra y su tejolote o “mano” para moler. La palabra molcajete proviene del náhuatl molli, salsa; y de cáxitl, recimiente en forma de escudilla, etimología que vendría a significar “escudilla para hacer salsa”.
Las dos funciones mencionadas del mole, la cotidiana y la ceremonial, han llegado hasta nosotros junto con este delicioso platillo. Hoy en día lo comemos como parte de nuestra comida diaria, en fiestas especiales como las patronales, las bodas o los cumpleaños y, sobre todo, como parte indispensable del banquete que cada año ofrecemos a las ánimas de nuestros difuntos. Es pues, un platillo ceremonial de significación sagrada y religiosa, que no debe ni puede faltar en los altares mortuorios. Aparece en las ofrendas de la gran mayoría de los grupos indígenas y mestizos, adoptando diferentes variedades y formas de guisar. Cada grupo le otorga sus características propias, empleando los ingredientes que les brinda su entorno natural. De tal manera que los moles que se hacen son muchos y muy distintos. Sin embargo, encontramos un mole que se acostumbra ofrecer en la gran mayoría de las comunidades. Lo conocemos con el nombre de mole poblano y es de estirpe netamente mestiza.
Acerca de cómo nació el mole poblano existen dos versiones a cual más de poética. La primera se atribuye a un fraile llamado Pascualillo el haber descubierto la receta de tan legendario platillo. La segunda nos habla de sor Andrea como su inventora. Veamos que nos dice la defensora del fraile llamado Pascualillo el haber descubierto la receta de tan legendario platillo. La segunda nos habla de sor Andrea como su inventora. Veamos que nos dice la defensora del frailecito, cocinera escritora de un libro de recetas específicas del estado de Puebla de nombre María del Castillo.
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Estaba Pascual de lo más atareado en la amplia y luminosa cocina de un convento de Puebla, pues deberían comer aquella mañana altos prelados llegados en México, que visitaban la Angelópolis. Sufría Pascual, el máximo cocinero del convento, de un raro e inusitado ataque de nervios, porque al dulce de leche, que preparaba en enorme perol, le había caído dentro un pan grande de jabón con que uno de los hermanitos galopines aseaba las paredes, cubiertos con bellísimos azulejos de Talavera de Puebla. Este accidente lo puso a tal puso fuera de quicio, que en un violento arrebato, también dejó caer todas las especies y condimentos que había en un alto salcero sobre las cazuelas, donde varios hermosos guajolotes hervían poniendo una deliciosa grasa amarillenta sobre aquel lago. El pobre Pascual cayó de rodillas implorando la ayuda del Altísimo. De pronto ¡Oh, prodigio!, los pavos nadaban en la más aromática y apetitosa salsa que jamás paladar alguno hubiese saboreado. Vinieron todos los galopines a paladear aquello, y las exclamaciones y bendiciones formaban un alegre murmullo en la amplia cocina del convento. Aquello no era nada; lo fue cuando los altos prelados saborearon el manjar de los cielos, porque de los cielos cayó el salsero que contenía el condimento. Pascual fue llamado por los prelados, quienes se hacían lenguas, reservando una más para no dejar de gustar la maravilla. Frente a ellos el cocinerito, con la cabeza baja de humildad, escuchaba los elogios. Pascual fue declarado el mejor cocinero conventual, y a poco recibía del concilio el don más alto con la promesa de ser beatificado...
A la muerte del cocinerito Pascualillo dos arcángeles y mil querubines rodearon su cuerpo, cubierto por rudo sayal, adornándolo con los atributos que todavía luce en las “cocinitas poblanas”. Todavía en estos tiempos las cocineras lo imploran en los momentos de gran prisa: “San Pascual Bailón, atiza mi fogón” (Castillo del: 1961.113-114)
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En cuanto a la segunda versión, la debemos al hombre de la capa, Sebastián Verti, quien nos relata la siguiente historia, acaecida en la Puebla de los Ángeles, ciudad fundada por fray Toribio de Benavente en el año de 1531.
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Fueron las religiosas del beaterio de Santa Rosa, bajo la advocación de Santa Rosa, patrona de Lima, Perú, la primera virgen del continente americano, quien en agradecimiento a su ilustrísima el obispo don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún, por haberles construido un convento propio, le dedicaron para el día de su festividad onomástica, un nuevo plato. Sor Andrea, hermana superiora, saca del patio un huaxolotl, el ave legitima por excelencia, y después de varias probaduras descubre el genial adobo que integra la laboriosa receta.
En la fecha señalada, a la hora de las ofrendas, llegan a palacio en donde se festejaba el acto, tres monjas que hacen su aparición solemne: una, al centro, llevando una palangana de madera conteniendo el original condumbio; otra, portadora de una charola con un variado surtido de ricos tamales, para acompañamiento, y la tercera una jarra de pulque fino.
Grande fue la sorpresa que causó tan sorprendente embajada e ipso facto, el regalado dignatario y sus acolitos, arremetían placenteramente y con avidez, con los rezumantes trozos, cuya achocolatada salsa escapaba indiscreta por las comisuras de los labios. (Verti: 1993.121-122)
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He aquí el relato del primer plato nacional por excelencia, tanto por haber nacido en México como por ser autóctonos la casi totalidad de los productos que la integran.
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