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EL ENCANTO DE COMER
Arnold Yeung
Me encanta cocinar.
Nada me agrada más que preparar un banquete y ver cómo lo disfrutan mis invitados.
Por eso espero con ansia mi turno de ser anfitrión de las reuniones semanales con mis siete hermanos y sus familias.
La preparación de los alimentos comienza el lunes, cuando planeo el menú.
El martes suelo ir al mercado a asegurarme de que tengan, frescos, todos los ingredientes que voy a requerir, y le añado o le quito cosas a la lista, según la oferta.
Los dos días siguientes pongo a remojar y a marinar las aletas de tiburón, los mariscos, los hongos secos y otros ingredientes, y el viernes me dedico a comprar todo lo que se pueda preparar con anticipación.
El sábado, el gran día, cocino y sirvo paso a paso los manjares.
Aunque nunca llegamos a acabarnos toda la comida, durante años he seguido fiel a mi costumbre de servir nueve platos fuertes.
Huelga decir que acepto de buena gana prepara banquetes para 20 personas o más.
Los banquetes se hacen para celebrar algún acontecimiento, lo cual es ya benéfico -y aun esencial- para el espíritu.
No concibo que un niño pueda crecer privado de fiestas y celebraciones.
Pero lo que realmente me conmueve es una simple comida casera.
Esta comida, simple, sencilla, tradicional, forma parte de nuestra vida.
Es componente fundamental de nuestro crecimiento nos alimenta generación tras generación.
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Hace muchos años, de visita en una ciudad a la que había ido a dar un conferencia, me hospedé en casa de una familia acomodada.
El día en que llegué, mi anfitrión debía atender otro compromiso, y yo me quedá a comer con su madre
Un comedor inmenso, 13 platillos sobre la mesa, y una anciana y yo, flanqueados por dos sirvientes.
Esa fue nuestra cena.
La anciana, que no cesó de hablar, apenas probó bocado.
Tampoco comí gran cosa.
La cena no se prolongó mucho, y algunas viandas se quedaron casi intactas.
No supe qué hicieron con toda esa comida; sólo sé que aquella experiencia me hizo sentir muy incómodo.
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Con el pretexto de ir a ver la puesta del sol, me escabullí de aquella casa desierta apenas nos levantamos.
A la vuelta de la esquina me topé con una choza con techo de lámina.
Dentro se encontraba cenando una familia, reunida alrededor de una mesita.
Sobre ésta había dos escudillas pequeñas; pero ¡qué contentos se veían todos y cómo charlaban!
Eran el extremo opuesto de la vieja solitaria.
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Recuerdo una experiencia que tuve en un monasterio budista.
Luego de visitar el templo, mis amigos y yo nos quedamos a comer comida vegetariana que incluía retoños de bambú, y varias delicias más.
Mientras comíamos, empezamos a comparar los platos que teníamos en frente con otros que habíamos comido, y nos quejamos de su calidad.
Más tarde me levanté para ir al
baño, me perdí y fui a dar a la celda de un viejo monje que tenía la puerta abierta.
En el pequeño y oscuro recinto, el monje estaba sentado con las piernas cruzadas frente a un taburete.
Sobre el taburete había un pequeño plato de chícharos, un tazón de arroz cocido y col.
El monje masticaba lentamente, con gran parsimonia y hasta con reverencia.
Su rostro irradiaba tanta paz y tanta satisfacción, que no pude menos de avergonzarme.
En ese momento, algo se despertó en mi interior.
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Hoy les digo a mis hijos que los deseos de los hombres se asemejan a las flores.
A una flor es mejor dejarla en capullo todo el tiempo posible.
Una vez abierta del todo, no disfruta más que de un momento fugaz de glorioso regocijo.
Luego, inexorablemente, palidece y se marchita.
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