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TRUMP ES LA SUPERFICIE:
EL PROBLEMA ESTÁ EN
LA BASE SOCIAL
Lorenzo Meyer
14 Ene 2017
El personaje y su proyecto
La tesis es ésta: lo realmente preocupante no es el nuevo presidente de Estados Unidos sino las actitudes y demandas de quienes lo pusieron en el poder y que representan a la mitad de la sociedad políticamente activa de ese país.
Hoy, la única superpotencia ha colocado en su institución más poderosa, la Presidencia, a un personaje absolutamente improbable y peligrosamente impredecible: Donald John Trump. Se trata de un constructor multimillonario (3 mil 700 millones de dólares) de 70 años, exconductor de un programa de televisión –un reality show con una audiencia de siete millones–, sin ninguna experiencia política y con obvios y serios problemas de personalidad.
Los datos anteriores tienen interés por sí mismos, pero para México resultan cruciales pues el señor Trump ha decidido caracterizar la relación con nuestro país como fundamentalmente antagónica al interés nacional del suyo. Y así, lo que desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994 ha sido una situación de interdependencia asimétrica entre países vecinos, ahora es presentada por el próximo presidente norteamericano como una incompatibilidad de proyectos, como un juego de suma cero.
Al arrancar en 2015 la carrera de los aspirantes del Partido Republicano de Estados Unidos en pos de la candidatura presidencial, muy pocos consideraron que Trump pudiera llegar a ser realmente el abanderado republicano y menos aún el ganador de la elección de 2016. Se suponía que entre los 17 precandidatos republicanos iniciales, el finalista sería un político profesional como Jeb Bush –ex gobernador de Florida e hijo y hermano de presidentes– o Marco Rubio o Ted Cruz, senadores por Florida o Texas, respectivamente.
Para sorpresa de casi todos, las bases republicanas le dieron ese papel a Trump, el multimillonario “no político” y estrella de televisión.
Desde el inicio, Trump despertó el interés de los mexicanos, pero por malas razones: porque en el arranque mismo del proceso electoral, el personaje decidió construir una parte central de su discurso alrededor de temas específicamente antimexicanos.
En efecto, el 16 de junio de 2015, en la Torre Trump, en Manhattan, el rubio constructor afirmó:
De esa caracterización tan negativa como injusta de los 5.8 millones de mexicanos indocumentados que se calcula viven en Estados Unidos, Trump pasó a proponer un remedio drástico: la erección de una gran muralla a lo largo de los 3,145 kilómetros que constituyen la frontera entre México y Estados Unidos, la deportación de los indocumentados y, finalmente, la renegociación o derogación del marco en que funciona el comercio bilateral México-Estados Unidos y que asciende a 531 mil millones de dólares anuales, (2015): el TLCAN.
En el primer debate público entre él y la candidata presidencial del Partido Demócrata, Hillary Clinton, en septiembre de 2016, el republicano aseguró que el TLCAN era “el peor tratado que se haya firmado alguna vez y, desde luego, el peor firmado por este país (Estados Unidos)”.
Desde ese punto de vista, México y China, con su mano de obra barata, se habían apropiado de trabajos que deberían haberse quedado en Estados Unidos.
Trump se comprometió entonces a que las plantas industriales que habían emigrado a México, particularmente las automotrices, volverían a Estados Unidos so pena de imponerles un impuesto de 35% a las unidades exportadas desde México.
Esta última propuesta de Trump es un golpe al corazón del proyecto neoliberal en que se embarcó a México a partir de la decisión de Carlos Salinas de Gortari de firmar el TLCAN y dejar atras el modelo económico nacionalista heredado del cardenismo.
Lo que Salinas y los suyos buscaron fue integrar la economía mexicana a la norteamericana pese a la desigualdad entre las partes.
Hoy, como ya se señaló, ese intercambio comercial con Estados Unidos llega a 531 mil milllones de dólares, a lo que debe añadirse el rubro de servicios alrededor de 60 mil millones de dólares anuales. El 80% de las exportaciones mexicanas de manufacturas se dirigen a Estados Unidos y de ahí recibe 50.2% de sus importaciones (2012). Por ello la sorpresa, temor e incertidumbre que se han extendido en México ante la posibilidad de que Trump, como presidente cumpla total o parcialmente con su proyecto de deportar a millones de mexicanos y de revertir la integración económica con México con medidas arancelarias.
El fondo del problema
En la historia mundial contemporánea hay ejemplos dramáticos del papel que un líder puede jugar en la dirección que tome la política interna y externa de su país. A la mente vienen, de inmediato, no sólo los nombres de Hitler y Stalin, sino también de Gandhi, Roosevelt o Mandela, sin embargo el ascenso e importancia que esas figuras adquirieron se explica finamente por el contexto social y una situación de crisis o circunstancial. En contraste, en los Estados Unidos de 2016 que eligió a Trump no había, no hay, ninguna crisis económica ni
amenaza externa que explique al personaje. La economía creció a 3.5%
el último trimetre de 2016 y el desempleo se encuentra en minimos (5%). Sin embargo, el sentido de injusticia si ha anidado en una parte de la sociedad norteamericana. Finalmente el carisma de Trump -esas cualidades personales excepcionales que impone su voluntad sobre otros y o trasformarlos en seguidores- no parece alcanzar los niveles de ninguno de los grandes lideres históricos, pero resulta que el de su rival fue mucho menor o inexistente.
-¿Cómo explicar entonces que Trump haya podido imponerse en las elecciones primarias y luego recibir 61.2 millones de votos en las presidenciales?
Y todo sin haber llegado a formular un proyecto coherete de futuro, salvo el compromiso de volver a “hacer grande a Estados Unidos”. Un primer paso en la explicación es la naturaleza absurda del sistema electoral; uno que da la última palabra a un Colegio Electoral donde la representación es por estados, lo que permite que alguien sea declarado vencedor pese a no tener la mayoría del voto ciudadano. Pero dejemos de lado esa peculiaridad del sistema norteamericano y vayamos a la naturaleza misma de la contienda electoral.
La candidata demócrata, Hillary Clinton, esposa de un expresidente, tuvo más votos directos pero nunca despertó gran entusiasmo entre sus partidarios. Además los malquerientes de la demócrata esban concentrados en estados clave para el conteo en el Colegio Electoral. De ahí que muchos observadores concluyeran: Trump ganó los estados clave no por él mismo sino ¡por no ser Hillary Clinton!
Y es que la señora Clinton -y antes los precandidatos republicanos descartados por el fenómeno Trump en las primarias-, no entendió lo que el multimillonario neoyorquino sí entendió y muy bien: que en una amplia zona de la sociedad norteamericana había una fuerte concentración de malestar, frustración y rabia por la forma en que la élite política -demócrata y republicana- los habia ignorado durante años y a los que la señora Clinton en un mal momento llamó “conjunto de deplorabes”. Esos “deplorables” se vieron a sí mismos como injustamente relegados por las élites políticas -personificadas por la Clinton- en el proceso de evolución económica, social y cultural de Estados Unidos y tomaron su revancha.
Para los ”deplorables”, Trump representó la oportunidad de dar forma a una auténtica “rebelión de las masas”, para usar el concepto acuñado hace 90 años por José Ortega y Gasset. Pero, y esto es fundamental, no de todas las masas norteamericanas, sino de unas muy específicas: las blancas, esas que consideran que el tipo de evolución que ha experimentado Estados Unidos en los útimos 30 ó 40 años les ha cancelado su presente y sobre todo, su futuro.
Se trata de ciudadanos de origen europeo, que habitan en las zonas rurales de su país o en ciudades que una vez fueron el dinamo de la economía industrial como Detroit o Pittsburg, pero que ahora no tienen importancia, donde las naves industriales están abandonadas de plano son ya tierra baldía. Este grupo que fue la base del Partido Demócrata de Franklin Roosevelt y su New Deal en los 1930 y 1940, hoy no sólo se considera abandonado por el Partido Demócrata sino también por la dirigencia tradicional del Repblicano. Es más, hay en ellos un sentido de traición por parte de todos los políticos tradicionales.
En 2015 y 2016 los blancos resentidos se volcaron en apoyo a un candidato sin carrera política, que se supone hizo su fortuna según las reglas del mercado y que deliberadamente se propuso usar un lenguaje políticamente incorrecto y vulgar -similar al que emplean sus votantes— y abiertamente machista. Los resentidos estuvieron dispuestos a dar por buenas las vagas promesas de Trumps y a creer un montón de exageraciones o francas falsedades sobre la candidatura demócrata: “Hillary Clinton viola y mata niños”, “es una alcohólica”, “los Clinton han asesinado al menos a veinte personas”, etc., (Mark Danner, THE REAL TRUMP, NEW YORK REVIEW OF BOOKS, 22 de diciembre 2016).
Trump supo leer muy bien y explotar mejor el resentimiento y la ira acumulados en esa parte de la sociedad norteamericana blanca, trabajadora, sin grado universitario, habitante del mundo rural o de centros urbanos en decadencia y con bastante consciencia de lo injusto que es que hoy una minoría de minorias de los norteamericanos -0.1%- reciba un ingreso promedio de 184 veces el que llega a los bolsillos de 90% de quienes se encuentran en el fondo de la pirámide social, (Institute for Policy Studies, inequality.org, Boston).
Pero hay más. Si bien Trump, el multimillonario exitoso y creador de empleos, se identificó con los perdedores, no lo hizo con todos. Fue selectivo. Se identificó con los bloncos y no con los pertenecientes a las minorías de color afroamericanos
e hispanos. Así, de manera no muy velada, el ahora presidente electo reavivó y se benefició de un viejo fenómeno de su país, el racismo.
Fue Trump el que insistió en que Barack Obama, el primer presidente negro de Estados Unidos, no era en realidad norteamericano y no tenía derecho a estar en la Casa Blanca, lo que resonó muy bien entre su electorado que, con Trump como presidente, consideran “reconquistada” la mansión presidencial construida por esclavos negros pero para que la habitaran norteamericanos de cepa blancos como Trump y su familia. (Una buena exploración y exposición del racismo de Trump y el trumpismo la ha hecho en sus columas de opinión de 2016 y 2017 en THE NEW YORK TIMES, Charles M. Blow.)
Y es aquí donde entra de lleno en la arena política norteamericana “el factor mexicano”.
Trump identificó a los millones de mexicanos indocumentados no sólo como criminales y violadores sino como ladrones de empleos de los verdaderos norteamericanos. Y, por extensión, también se vio igual a los mexicanos en México, al considerar que las empresas norteamericanas que al amparo del TLCAN abrieron plantas en México eran responsables de la falta de empleo y de vitalidad en las regiones industriales deprimidas de Estados Unidos. Por eso en sus mitines se pude escuchar el estribillo “built the wall, kill them all” (“construyamos el muro y matémoslos a todos”). En suma el antimexicanismo fue una fuente de energía política del trumpismo.
La demagogia de Trump hace caso omiso del hecho de que la pérdida de empleos en los centros industriales tradicionales norteamericanos se explica fundamentalmente por el cambio tecnológico y no por la barata mano de obra mexicana o china. Tampoco hace referencia al TLACAN como creador de empleos en Estados Unidos alrededor de 200 mil al año.
Para concluir
Cuando Samuel P. Huntington, el famoso politólogo de Harvard, publicó WHO ARE WE. THE CHALLENGES TO AMERICA’S NATIONAL IDENTITY, (Nueva York: Simon & Schuster, 2004), en México se debió haber detectado una señal de peligro: que un sector de la sociedad norteamericana -el blanco y protestante- ya veía a la creciente población hispana -alrededor de millones- como una amenaza a sus valores, a su identidad nacional y que podía reaccionar, si alguien lo encabezaba, contra la creciente presencia documentada e indocumentada de mexicanos en lo que alguna vez fue territorio mexicano.
Ahora bien, ese identificar a México como un peligro para Estados Unidos tiene consecuencias: el rechazo político y económico y la amenaza de una nueva deportación masiva.
En 2009 George Friedman, un analista norteamericano de los procesos políticos mundiales y futurólogo, publicó THE NEXT 100 YEARS. A FORECAST FOR THE 21ST CENTURY (Nueva York: Doubleday). El último de los 13 capítulos de este libro está dedicado a examinar las causas que ve llevarán a una guerra entre México y Estados Unidos. Y las causas están en la gran migración de mexicanos hacia el país del norte, originada en factores económicos, demográficos y tecnológicos, y en la concentración de mexicanos en zonas norteamericanas que antes fueron mexicanas. Friedman consideró que las causas del conflicto madurarían alrededor de 2060 y harían crisis alrededor del año 2080.
Pareciera como si Trump hubiera leído a Friedman -cosa improbable- y hubiera decidido adelantarse medio siglo para sorprender a México en las peores condiciones posibes. Como quiera, lo realmente importante no es Trump sino las razones por las cuales el trumpismo se ha convertido en una fuerza antimexicana y que puede sobrevivir a Trump.
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Tomado de PROCESO 2098
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