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LA MADRE DEL VINO
Hace miles de años, en tiempos muy remotos, la vid no producía ningún fruto; era una planta estéril.
Es por ello que un día, un campesino decidió arrancar las vides del campo al no obtener beneficio alguno de ellas. Cortó todas y cada una de sus ramas, convirtiendo sus viñas en troncos huérfanos, en muñones sin vida.
La vid, al verse completamente desnuda comenzó a lamentarse con un sollozo desgarrador sin que salieran lágrimas de ella.
Entre lamentos la vid intuía su horrible final, sin que ningún ser de la naturaleza la escuchara ni prestara atención, pues todos estaban atentos a la melodía hermosa que al oscurecer provenía del canto de un pajarillo, de un ruiseñor.
Al verse desnuda, la vid empezó a llorar amargamente, destilando lágrimas de las ramas cortadas y lamentándose con pena.
¡Ay, pobre de mí, qué desgraciada soy!- decía.
Sin embargo, la verdad es que nadie escuchaba ni sus lamentos ni su llanto.
Todos los árboles y las plantas estaban atentos sólo a los trinos del ruiseñor que, al oscurecer, empezaba a cantar de modo maravilloso en la enramada junto al río.
¡Qué pena! -se dijo la vid al escucharle-. Si este pajarilla me ayudase a llorar, bien pronto renacerían mis cepas y mis pámpanos.
Preocupada con esta idea, cierta noche, al fin, llamó al ruiseñor y le dijo con voz quejumbrosa y dolida:
-Oye, hermoso pajarito, ten compasión de mí; no soy más que un muñón de leño y no tengo ni una sola hoja. Te suplico que me ayudes a llorar.
Y como el ruiseñor tiene el corazón tierno e ingenuo como todos los poetas, no supo decir que no.
Inmediatamente echó a volar desde donde estaba, se posó sobre el leño de la vid, de la que destilaba una abundante humedad, afianzó en la corteza sus finas uñas y empezó a cantar dulcemente.
En el acto se hizo en todo el valle un solemne silencio. Todos se pusieron a escucharle e incluso las estrellas del cielo se echaron a llorar.
Y aunque parezca extraño, poco a poco, a medida que el ruiseñor cantaba, la vid se revigorizaba y la cortada cepa reverdecía, hasta aparecer las diminutas hojas que habían de ser luego espléndidos pámpanos verdes.
El ruiseñor cantó durante largas noches y de la vid surgieron ramas y hojas. Y entonces, sintiéndose feliz, alargaba sus sarmentosos brazos sobre la tierra, tratando de agarrarse y de trepar por los troncos cercanos.
Pero sabido es que la vid es traidora y engañosa; por algo es la madre del vino, que tantas jugarretas gasta a los hombres.
Cierta noche, con ingratitud sin igual, urdió contra el pobrecillo ruiseñor un pérfido engaño. Con uno de sus zarcillos envolvió las patitas del pajarilla y lo sujetó con fuerza a su tronco reverdecido y lleno de pámpanos.
Al día siguiente, el ruiseñor, que jamás había sospechado mal alguno de la vid, intentó volar, pero no consiguió separarse de la planta. Estaba allí prisionero y jamás podría escapar de su prisión.
-¡Déjame volar! -suplicó llorando a la vid el pobre pajarillo-. ¿Qué mal te he hecho yo? ¿Así me pagas lo que he hecho por ti?
Pero todo fue inútil. La insensible y traidora vid, brillante de rocío, se mecía sobre su tronco sin hacer caso de los ruegos y lágrimas del ruiseñor.
Y así fue como el confiado e infeliz pajarilla, no pudiendo ya volar ni comer, murió allí preso, quedando su gracioso cuerpecito colgando de la cepa traidora como si fuera un racimo marchito.
Pero sabedoras las estrellas de lo ocurrido, quisieron transformar a su amiguito cantor en algo que embriagase a los hombres como hacía con su canto cuando estaba vivo. Y del ruiseñor muerto hicieron el dulce fruto de la vida: la uva.
Entonces las patitas hundidas en la corteza viva de la planta transmitieron la fresca humedad de la tierra. Y aquel jugo vital se esparció rápidamente por todo el mísero cuerpecillo, que se hinchó hasta transformarse en el turgente y dulce fruto de la vid.
Algo después, pasado el diluvio universal, nuestro antepasado Noé sería el primero que descubriría los maravillosos efectos del vino.
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