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“LA TELITA”
Rosaura Rodríguez
La primera vez que la oí mencionar creo que tendría como trece años.
En esa época mis amigas se referían a ella como “la telita”.
Era tanto el misterio que la rodeaba que llegué a pensar que era cosa de vida o muerte.
La confirmación definitiva de su existencia me llegó por boca de una de mis amigas.
-Imagínense que Pilarica disque se fue a montar caballo, se cayó y parece ser que se le rompió la telita.
-¡Qué!- exclamaron mis amigas con unas caras de impresión como si hubieran dicho que se había descerebrado.
A manera de chisme pregunté:
-¿Cuál telita?
-El himen -me contestaron con una mirada que me hizo sentir idiota.
-Ah, esa telita- contesté.
Por supuesto que no me atreví a decirles que no tenía ni la menor idea de qué estaban hablando, por aquello de la presión juvenil.
Me limité a escuchar y tratar de reconocer en los comentarios a la famosa telita.
-Ella está supertriste. Hasta la tuvieron que llevar a donde un ginecólogo y el señor como que le metió la mano hasta donde te dije y parece que sí, que se le rompió.
-Pobrecita -comentó una de ellas-. ¿Quién se va a casar con ella ahora? Ese cuento del caballo no se lo va a creer nadie. Lo más seguro es que la pobre de Pilarica se quede solterona.
Durante días no podía creer lo que había escuchado.
Nadie me había hablado nunca de la telita.
Yo saqué la conclusión de que debía ser una parte de nuestro cuerpo que cuando se revienta causa una enfermedad contagiosa por la que ningún hombre se podía casar con una.
Al fin y al cabo, ¿qué otra razón podía haber?
Por más que buscaba en los diccionarios y en las enciclopedia no encontraba razones para que la telita fuera tan importante en la búsqueda de un marido.
Excepto el nombre de himen, que viene del dios del matrimonio en la mitología griega.
A lo mejor la cuestión radicaba en que uno la tenía que tener el día que se casara y formaba parte de esa tradición que te obliga a ponerte algo nuevo, algo viejo, algo prestado y algo azul y quién quita que también tuviéramos que llevar la telita.
El resto eran simples definiciones que no tenían nada que ver con los hombres. Membrana de tejido conjuntivo, rica en fibras elásticas y colágeno.
Su forma puede variar entre las que obstruyen todo el orificio vaginal y se llaman membranitormes y las collar que sólo lo contornean.
Puede ser tan resistente que para romperla se necesita una operación o tan frágil que cualquier movimiento la desgarre. La verdad es que yo no entendía nada. La telita no aparecía como una parte del cuerpo que tuviera una función importante.
Más bien se me imaginaba a uno de esos papelitos que cubren las medicinas y aseguran al consumidor que el producto es fresco y no ha sido alterado.
Con el tiempo me di cuenta de que, aunque sonara ridículo, la realidad es que cumplía la misma función.
Asegurarle a los hombres que este cuerpo no había sido manoseado, ni usado con anterioridad.
Pero además descubrí que tenía la misma connotación y la misma vergüenza que rodean a temas como el sexo y la menstruación.
Aprendí que la decencia y el amor de los hombres dependía de ella y que lo más inteligente que podía hacer era mantenerla intacta.
Sin esa telita yo no era nada.
Ella era mi pasaporte a la felicidad, al matrimonio, a los hijos y mi condición de niña decente se medía dependiendo de mi fuerza de voluntad para saberla conservar.
Así me lo explicó mi mamá en una de esas conversaciones de mujer a mujer.
-Mami, ¿por qué la gente se hace tanto lío con eso del himen?
-Porque es una muestra de que eres virgen y por lo tanto siendo una mujer soltera significa que eres una chica decente.
-Virgen, ¿así como la Virgen María?
-Exactamente. Ella concibió a Jesucristo siendo virgen. Sin haber estado nunca con un hombre.
Esto sí que era un descubrimiento.
Yo que pensaba que la hazaña de la señora María había sido ser madre del redentor y resulta que no.
El título que se le dio para la posteridad no era más que un homenaje a la telita que mantuvo intacta, al haber logrado embarazarse sin la ayuda de un hombre, al haber sido una chica decente hasta para eso.
Y nosotras, como ella, teníamos que sentirnos muy orgullosas de poder llevar ese título y esperar a que llegara nuestro arcángel en forma de hombre y nos despojara de él para convertirnos en señoras decentes.
Esto lo estaba empezando a padecer en carne propia, ya que había iniciado mi primer noviazgo y estaba aprendiendo lo que significaba tener que controlarse después de un beso fogoso de chicos de dieciséis años. Cada vez que la cosa se ponía efervescente, ahí estaba mi himen recordándome que si iba más allá, y éste no era mi arcángel definitivo, mi futuro iba a tener color de hormiga.
El porqué no podía pasar de ahí me lo habían inculcado de la misma forma en que me enseñaron que los niños juegan con carros y las niñas con muñecas.
Mantener mi telita en buen estado era parte de mis deberes como mujer.
A mí me costaba mucho aceptar que esto tuviera algo que ver con la decencia, pero sabía que para el resto del mundo y sobre todo para los hombres esto era tan lógico como sumar dos más dos y que te dé cuatro.
Así que ni modo.
Lo tenía que aceptar de la misma forma en que asumía que si cometía alguno que otro pecado lo más seguro es que después me quemaría en el mismísimo infierno.
Sólo que éste era un infierno terrenal en el que pagaría con algo llamado reputación.
Sin embargo, me parecía injusto que mi hermano, por no ser poseedor de un himen, podía ir más allá de un simple beso y encima se daba el lujo de hablar de sus experiencias mientras mi padre lo miraba con orgullo de varón.
Y yo no me atrevía ni siquiera a comentar que ya tenía novio.
Pero es que todo esto no era más que una gran injusticia y los que se inventaron todo este cuento ni siquiera nos dieron la oportunidad de vanagloriarnos de nuestro papel de mujeres decentes.
Sí, porque si todo esto de la virginidad era de tan vital importancia hubieran podido al menos dejarnos usar lo de los diferentes tipos de himen en nuestro propio beneficio. Así si uno tenía una de esas telitas bien cerradas podía convertirse en la más virgen y la más decente de todas.
Al fin y al cabo todo esto no era más que un concurso de quién puede y quién no, de quién es lo suficientemente decente y quién no lo es, de quién tiene más fuerza de voluntad.
Pero al final de cuentas mis dudas no iban a cambiar lo ya establecido.
Por el contrario, una mujer decente no debe cuestionar este tipo de cosas porque el mismo hecho de ponerlas en duda ya eran suficiente motivo para hacer tambalear sus principios.
Mucho menos podía uno querer gozar de las mismas garantías que tenían los hombres, incluyendo por supuesto a mi hermano.
Ya estaba cansada de escuchar la famosa frasecita de ”Él sí puede”.
-¿Y por qué él sí y yo no?
-Porque él es hombre.
-Y eso qué tiene que ver. ¿Acaso cuando él nació traía un manual que decía que era capaz de hacer de todo y el mío estaba lleno de limitaciones?
-Las cosas son así. Así se hicieron. No es cuestión de manuales, es de papeles que tenemos que cumplir. Tú naciste mujer y te tienes que conformar con lo que te tocó.
-Pero eso es muy injusto, mami, que a mi hermano lo dejes hacer de todo, que él pueda llegar a la hora que le dé la gana, que él no tenga que ayudar en las cosas de la casa y que además ustedes le patrocinen que ande con mujeres.
-¿Y quién te dijo que la vida de una mujer es justa?
Eso lo estaba comprobando y rápidamente.
No podía creer que mi noviecito pudiera seguir de fiesta después de dejarme en mi casa a las once de la noche y yo tuviera que quedarme por un simple “Así se hicieron las cosas”.
Pero, ¿quién las hizo? ¿Cómo va a ser posible que un órgano sexual tenga tanto poder? Porque la verdad es que lo único que nos diferencia cuando llegamos al mundo es ese pedazo de carne extra.
Lo que más me daba rabia y me parecía más absurdo de toda esta situación es que mi progenitora los defendiera diciéndome que estaban en todo su derecho.
Que fuera precisamente una mujer la que alentara y apoyara tanta represión en contra de nosotras.
Que nuestro propio sexo fuera el encargado de inculcar esta división de derechos y encima sentirse orgullosas de su cometido.
-No te pongas así -me decía mi mamá cuando yo me quejaba de que mi novio se hubiera ido de juerga la noche anterior y hasta me haya puesto los cuernos-. Él es hombre, él tiene necesidades que satisfacer. Para eso están las otras mujeres. Contigo no lo puede hacer porque eres decente. Él te ve a ti como la mujer con quien se va a casar, como la madre de sus hijos. A ti no te quiere como diversión, tú no eres un juego.
¡Qué bien! Con ellas jugaba, se divertía mientras a mí me estaba guardando para casarse.
Si esto era tan bueno, ¿entonces por qué él hablaba del matrimonio como una cárcel? ¿Y yo qué? ¿Tenía que esperar a que él se aburriera de tanta diversión para poder tener un lugar en su vida?
Pues sí. Eso era precisamente lo que se esperaba de las mujeres como yo.
Él tenía que vivir, que saciarse mientras yo llegaba casta, pura y virginal al matrimonio.
Yo me tenía que conformar con un hombre ya requete usado mientras él se llevaba un modelito cero kilómetros.
Todo por culpa de un inservible himen que bien pudieron circuncidarlo él mismo día en que nacimos.
Así se acabaría todo este cuento de la telita, la decencia y los deseos reprimidos.
¡Qué equivocada estaba!
Apenas se estaba iniciando mi via crucis como mujer.
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• Es difícil creer en una religión que premia la castidad y la virginidad.
Madonna Louisa Cicona, (1958 - ), cantante y
actriz estadounidense.
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