martes, 30 de abril de 2013

En el Espejo de Jesús




El gran edificio social y administrativo de la Iglesia católica se sostiene sobre cuatro libros breves, los evangelios, que narran unos cuantos meses en la vida de un judío pobre, habitante de un reino colonizado del imperio romano de hace unos veinte siglos.
De esos relatos la Iglesia ha sustraído el capital simbólico suficiente para agrupar a la minoría religiosa más grande del planeta.
La Iglesia de Roma -el Vaticano- ha insistido en ostentar el monopollio de la interpretación correcta de esos cuatro relatos fundacionales, monopolio que ha llamado la "ortodoxia cristiana".
A lo largo de la historia, las disidencias católicas han entrado a disputar ese monopolio y a buscar, en lecturas alternativas, una justificación de su propia propuesta de mundo.

           ¿Quién fue Jesús de Nazaret? ¿cuáles fueron sus verdaderas enseñanzas?, ¿cómo se entiende el mundo de hoy a la luz de esas enseñanzas del judío martirizado en épocas de Herodes Antipas? Y una vez entendido su auténtico testimonio, ¿cuál es la dinámica de la salvación del alma?

Hijos del siglo XX, las ovejas negras del libro de Emiliano Ruiz Parra responden a estas preguntas desde las herramientas modernas de las ciencias sociales y la historiografía.
 En el lado izquierdo del espectro, los liberacionistas sugieren una lectura política de los evangelios particularlmente el de Mateo.
Primero, arrojan luz sobre el Jesús histórico -opacado por el Cristo celestial de la tradicional- y su comunidad de seguidores en Galilea:
          pobre;
          obrero;
          maestro;
          rebelde;
          feminista;
          demócrata;
          pacifista;
          igualitarista;
          libertario,
Durante treinta años, Jesús se ganó el sustento como artesano de la construcción (y no sólo carpintero), lo que hace suponer que no poseía tierras.
Como cualquier judío, estaba sometido a una triple exacción de impuestos y contribuciones: al imperio romano, al reino de Herodes Antipas y el templo de Jerusalén.
Muy probablemente analfabeto, Jesús tocaba puertas en las distintas poblaciones de Galilea en busca de empleo como reparador de casas.
Hacia sus treinta años del albañil de Nazaret se volvió a la predicación del reino de Dios, y conoció a un primer grupo apostólico formado por trabajadores (pescadores).
De manera completamente diruptiva, incorporó a mujeres a su comunidad de discípulos y les dio un papel preeminente, como a María de Magdala.
Sumó a los marginados de la comunidad judía:
          extranjeros;
          recaudadores de impuestos;
          prostitutas;
          enfermos crónicos y
          a los que había sanado de posesiones diabólicas.
Esos pobres y destituidos, decía, eran los hijos favoritos de Dios, que recobrarían la dignidad en su reino. La comunidad de seguidores de Jesús fue testimonio de igualdad y horizontalidad (y en eso contrastaba, por ejemplo, con los esenios de Qumrán, tan respetuosos de las jerarquías) en donde nadie recibía órdenes de nadie, todos se sentaban en círculo y se enseñaba la diakonía como el modelo ético: servir a los demás como un mozo sirve una mesa.
Jesús, maesto, enseño que el amor al prójimo era más importante que la observancia de la ley mosaica y exendió la noción de prójimo para incluir al extranjero, una proclama revolucionaria para una época marcada por las lealtades étnicas.
 Pobre, él mismo, atestiguó el hambre de su gente y el robo de tierras y de cosechas a manos de los recaudadores de impuestos:
"Benditos los que tienen hambre, porque serán saciados", les dijo.
Eso significa que Dios quería  justicia para sus hijos e hijas y la llegada inminente de su reino era buena noticia para los oprimidos y, por lo tanto, una amenaza para los opresores.
Jesús, por cierto, no fundó Iglesia alguna ni nombró vicario a ninguno de sus apóstoles ("Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" es una frase añadida posteriormente) y, por el contrario, estableció que sus vicarios eran los pobres de la tierra (de acuerdo con Mateo 25, 31).
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       La narrativa presentada en los cinco párrafos anteriores es una síntesis de las interpretaciones de Jesús que aparecen en José Antonio Pagola, Hans Küng, Iván Illich -historiadores recurrentes en los católicos críticos- y en charlas con laicos, sacerdotes y religiosos en el curso de esta investigación que algunos compartiran y otros no.
Por ejemplo, es Küng quien sostiene que Jesús no fundó ninguna Iglesia.
Dudo que el obispo Raúl Vera comparta esa interpretación, pero no tengo dudas de que asentiría sobre la preeminencia de los pobres y los   marginados como los favoritos del Creador.
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Si Jesús fue ese predicador subersivo que desafío a la sociedad de su época a través de la construcción de una comunidad de iguales -y fue, por ello, condenado a muerte- entonces la dinámica de la salvación transita necesariamente por una acción comprometida con "los últimos" del reverso escatológico del que habla Schlüssler-Fiorenza: los marginados y los destituidos, sin que importe su religión o nacionalidad. En esa línea de razonamiento.
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Desde la posición oficial, el Vaticano ha descalificado a:
          la teología de la Liberación sin mayor dicusión;
          la teología feminista la ha ignorado y
          a un pensador crítico como Iván Illich lo expulsó de las oficinas de la Congregación para la Doctrina de la Fe con las palabras "¡Vete y no vuelvas nunca!" (pronunciadas en 1969 por el cardenal Seper) que recuerdan al Gran Inquisidor de Los hermanos Karamazov.
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La Iglesia católica excluye del sacerdocio y de los cuerpos de gobierno de la Iglesia a las mujeres, aun cuando dos terceras partes de sus miembros consagrados son  mujeres.
En Goodbyer Gather, una crítica a la sexualidad católica oficial, el exsacerdote y sociólogo estadunidense Richard A. Schoenherr afirma que la exclusividad masculina sobre el sacerdocio tiene una implicación simbólica más allá de la Iglesia: al prohibirse su ordenación como ministras de culto, las mujeres aparecen como no aptas para representar a Dios ni administrar los sacramentos, y de paso, incapacitadas para funciones de gobierno.
La prohibición católica al sacerdocio femenino, dice el estudioso, es un tema relevante para la civilización occidental en su conjunto, porque refuerza el prejuicio contra las mujeres y su discriminación en la vida pública y privada en Occidente.
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Las normas de la Iglesia tienen un efecto más allá de la Iglesia misma y penetran la vida social, simbólica y política de nuestra civilización.
Por eso los debates que se den dentro de ella son de interés de todos. Y esos debates, a veces soterrados, a veces convertidos en escándalos, le plantean a la Iglesia retos a que no se había enfrentado en sus varios siglos de existencia: hemorragia de feligreses en los países desarrollados,
          escasez de sacerdotes;
          una creciente homosexualidad en las filas de sus funcionarios -que no tendría nada de censurable si la institución no sostuviera un discurso homofóbico- y
          un gobierno monárquico y opaco cada vez más alejado de los anhelos democráticos de las sociedades modernas.
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       Un caso emblemático del desfase entre la Iglesia católica y la sociedad contemporánea se observó en el escándalo del abuso sexual de sacerdotes a menores de edad.
Al abuso de cientos de menores, sobre todo en Estados Unidos, se sumó el crimen del encubrimiento de la pederastia clerical.
Frente a las denuncias de las víctimas, la respuesta de la Iglesia fue premoderna: asumió,
          que los delitos de los sacerdotes no eran crímenes graves que ameritaban castigos severos sino pecados menores que se expiarían con la oración y de esa manera alentó a que se siguieran comentiendo y
          en lugar de entregar a los abusadores a las autoridades civiles, los ayudó a escapar transfiriéndolos de parroquia en parroquia, a veces de país en país.
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Tomado de OVEJAS NEGRAS
Emiliano Ruiz Parra
Ed. Oceano
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