Cecilia Rodriguéz & Marjorie Miller
Somos dos mujeres
periodistas, una estadounidense y otra colombiana y estamos viviendo en México.
Existen muchos países de machos, pero
México hace alarde de su machismo
mediante películas de pistoleros y canciones rancheras como "Media vuelta". Los mariachis, con
sus pantalones negros remachados en plata cantan:
"Te vas porque yo quiero que te vayas
A la hora que yo quiera te detengo
Yo sé que mi cariño te hace falta
porque quieras o no, yo soy tu dueño".
Aquí la televisión constantemente
presenta a mujeres exuberantes en diminutos bikinis y los anuncios
clasificados ofrecen trabajos secretariales a "señoritas
atractivas".
En
el metro de la ciudad de México se destinan secciones exclusivamente para mujeres en las horas pico,
como una medida de protección
contra el acoso de los machos más machos.
Nosotras compartimos las experiencias de
toda mujer en este país: Hombres que hacen
proposiciones en el terreno sexual; hombres que nos ignoran frente a nuestros colegas
masculinos; meseros que no nos designan un lugar o no nos dan la cuenta.
Todo esto nos recuerda
cotidianamente que vivimos en una sociedad de hombres; somos forasteras y estamos de visita.
Y nuestras reacciones son diametralmente
distintas. Crecimos en culturas diferentes: Estados Unidos, en donde el
machismo es un término cada vez
más impopular, y Colombia, en donde
un hombre todavía se siente orgulloso de ser macho. Nos dimos cuenta de ello cuando conocimos Alyx, una fotógrafa de 28 años que reside en la ciudad de
México y que nos cuenta la historia típica de una GRINGA en MACHOLANDIA:
Luego de tres días de esconderse en su
departamento tratando de darse valor para enfrentarse a la prueba suprema que
le aguardaba, Alyx se atreve a
salir a la calle. Está
ataviada normalmente, con
unos JEANS y una blusa suelta que disimula su esbelto cuerpo.
Sin novedad la primera
cuadra. No hay agresores a
la vista. Pero en la siguiente esquina, su cabello rubio y sus ojos azules empiezan a llamar la
atención. Escucha el familiar
"psst" -que como
una bala pasa silbando por su oído-. Sigue caminando, la
cabeza baja, a través del estrecho pasillo que dejan los vendedores, hasta el semáforo, los adolescentes
en la estación del
Metro y los hombres de edad media en el vagón del
subterráneo.
Las miradas de
todos ellos traspasan su ropa, "Bonita", susurran los hombres, "Mamacita". El acoso progresa.
Alguien la roza descaradamente en el vagón repleto; ¿un accidente?
"Güerita", le dice
alguien. Ella percibe el sibilante
paso del aire entre los dientes apretados, luego la
fuente exhalación y, finalmente,
la eyaculación verbal: "Puta".
"¿Qué esperan, que me arroje a sus
brazos y los bese?", nos
pregunta Alyx. "Te dan ganas
de matar al tipo. Es
degradante y humillante.
¿Qué puede hacer al respecto? ¿Decirle algo y concederle la atención que
pretende o inclinar la cabeza e ignorarlo?".
La
pregunta tiene dos respuestas: una estadounidense y una latina.
Las hijas del movimiento feminista de
Estados Unidos responden como lo
hace Alyx, con ganas de contestar a golpes ante la
afrenta a la dignidad femenina.
Para la estadounidense, no hay diferencia entre MAMACITA y PUTA
porque ambas son una invasión de su
privacía -un territorio
privilegiado en su alma-. En donde ella creció se ponen límites al comportamiento de los
hombres y se aprueban leyes para proteger sus derechos. Las
mujeres en Estados Unidos tienen mayor independencia económica y, por lo tanto, más poder que las mujeres latinas.
Cuando una
estadounidense planea un
viaje al sur de la frontera,
los amigos le advierten acerca de los machos. Cuando
les conviene, son unos tenorios,
románticos hasta las lágrimas,
pero muy desagradables si no
consiguen lo que quieren. Piensan que la GRINGA es sexualmente
liberada y anda siempre en busca
de un amante latino. ¿Por qué otra razón viajaría sola, sin un hombre? En Latinoamérica, una mujer sola es vista como algo
patético. Debe estar desesperada y
en busca de sexo, piensa el macho, y él puede ayudarla. Para defenderse, una GRINGA que
conocemos lleva siempre consigo un
paraguas con el que mantiene
alejados a los Romeos. Otra usa zapatos muy pesados por si necesita dar un buen puntapié.
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Cuando Marjorie viajó a México por
primera vez, en la década de los
setenta, sintió malestar por las miradas descaradas y un profundo
disgusto por las agresiones
verbales, a las que respondió en especie -escupiendo goma de mascar a los agresivos machos-. Los tipos no podían creerlo y la llamaron
"cochina" -lo que la enardeció todavía más. En su mente, los COCHINOS eran
ellos.
Cecilia ríe ante la anécdota. A las latinas les sorprende ver
la furia con que las gringas pelean contra algo que siempre ha estado ahí. Ellas crecieron
en un continente de hombres que no han
sido domesticados, en donde los niños son incitados por sus padres a "ser hombres, ser
machos". Los mismos padres enseñarán
a sus hijas a ser femeninas
y agradables a los hombres. Las
niñas aprenden a vestirse y a hablar para agradar a los prospectos que algún día podrán mantenerlas, una habilidad importante, en los países en
los que sólo una minoría de mujeres tiene
oportunidad de percibir
buenos salarios. Esto ha empezado a cambiar a nivel de algunas profesiones, pero no está muy extendido.
La
mujer latina no puede
recordar la primera vez que un hombre la susurró un PIROPO en la calle porque sucedió a
una edad tan temprana y después
con demasiada frecuencia. Pero no
podría siquiera soñar con caminar llevando un paraguas para defenderse, porque sabe que los hombres
que se acercaron a Alyx no
esperaban un beso. Más bien sólo querían su atención. Son los
preservadores de la pasión del macho. Ella no necesita escupir. Ella ha aprendido a responderles con una mirada
que es a un tiempo indiferente y provocativa, una mirada que dice, "me
gustas", "eres atractivo" o si no, "eres un pobre
tonto".
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Una encuesta publicada recientemente en
una revista femenina en
México, revela que las mujeres de
todas las edades en Latinoamérica
consideran los PIROPOS como halagos y
no como insultos. Los piropos les levantan el ánimo y las hacen sentir
deseadas. Para las latinas, existe
una enorme diferencia entre una observación marcadamente sexual -que es un insulto en cualquier cultura- y un
coqueteo. La latina prefiere los piropos poéticos
que la comparan con una rosa o bien las frases humorísticas
como "cómo quisiera ser bizco para mirarte dos
veces", "cuántas curvas y yo sin frenos".
Ahora Marjorie ríe. Somos buenas amigas y colegas, conversando al calor de nuestras
humeantes tazas de té. Nos fascina lo disímil de nuestras reacciones, pero
cuando llegamos a lo medular del
machismo, descubrimos que hay coincidencia. La esencia del
machismo es la dominación del hombre sobre la mujer, una forma de mantener
sojuzgada a la mujer, en un plano de desigualdad y en su casa. En la revista SIN TITULO, la psicóloga Paula Compeán escribió
que los machos son
"vanidosos, egoístas, excitables, labiosos, buscan la atención y la admiración de
todo el mundo". Eso parece
ser cierto, pero hay más: son despectivos. Los machos no aman a las mujeres, las desprecian.
Realizamos numerosas
entrevistas con mujeres latinas y
estadounidenses acerca del
machismo y cada una tenía su propia lista de quejas. Un macho quiere
ser atendido y elude el trabajo
familiar. Mantiene en secreto su
matrimonio y es infiel. Raramente usa su argolla matrimonial o admite que tiene hijos. Como la antropóloga mexicana Ana Luisa
Ligoury nos dice con su sonrisa: "Todos son solteros y sus intenciones son
serias".
Alberto, un atractivo hombre de negocios de Argentina, con sus 43 años, parece ser la
excepción al afirmar desde un
principio que está felizmente casado. Pero luego
resulta que encaja perfectamente con el resto del perfil del macho latino. Nunca
admitió ante nosotras que tiene
una amante, aunque resulta
evidente que está chiflado por otra mujer. "Conquistar a una mujer con el anillo en el dedo",
ese es el verdadero macho, afirma,
al tiempo que agita frente a nosotras la mano que luce su anillo de casado. "La mujer que quiere
salir conmigo conoce las reglas
del juego".
La tensión sexual impide que Alberto
tenga amigas. Se siente protector
de las mujeres y si ellas
se le confían, se vuelve posesivo. Admite que es terriblemente celoso y no
puede imaginar que su esposa pudiera tener una aventura.
Si se atreviera, dice en tono de
broma, la mataría. Además nos asegura que su esposa lo abandonaría si descubriera sus infidelidades. Pero acepta el riesgo como buen macho, "tienes que saber cómo
hacerlo", afirma con una
mirada llena de picardía. Sin embargo admite que "a veces un hombre no
valora lo que tiene hasta que lo pierde".
Conversamos con Alberto
mientras disfrutamos un almuerzo mexicano con margaritas, camarones al ajillo
acompañados por música de guitarra. Para él, nada hay de malo
con ser un macho, aunque como
muchos, no se considera uno de ellos. Pero sus miradas y sus comentarios tienen todo el tono
machista, como eso de que
"las mujeres pueden conquistarte con una
mirada". Queremos su historia y el quiere
complacernos. Es inteligente
y trata de darnos las respuestas que cree estamos
buscando, incluso si ello implica
distorsionar la verdad. El almuerzo es una seducción.
Pero eso no nos sorprende. Conocemos el estereotipo,
-los machos seducen, los machos mienten y hacen trampa-. Por supuesto,
no todos los latinos son machos, pero todos los machos se comportan básicamente
de esta manera. Cecilia, que creció con ellos, se siente a
gusto con Alberto. Marjorie
está menos dispuesta a aceptar sus devaneos. Lo presiona: ¿Por qué engañas a tu esposa? El juega con la respuesta -se acerca, retrocede, pero nunca se compromete..
De pronto se vuelve hacia Cecilia en busca de comprensión. Es una mirada que dice "¿qué
espera esta GRINGA DE mí, quiere
que le diga que he sido infiel?". Nunca lo dirá.
El
hermano de Cecilia rompió
la regla en una ocasión. Su esposa lo confrontó acerca de una aventura y, en un momento de debilidad, confesó que se había descarriado. El protocolo
familiar lo obligó a buscar el perdón de su suegro. El patriarca acusó al esposo de su hija de
haberse equivocado -no por
engañar a su esposa, sino por admitirlo-. "Ese fue tu
error", le dijo el anciano.
El
subterfugio es una parte implícita de la mayoría de las relaciones A
LA LATINA. Normalmente la mujer
hace creer al hombre que tiene el control. Él le
dirá que todo lo que desea es
respetarla. Pero a ella su madre y
sus tías le han enseñado que
"los hombres sólo quieren una cosa". Y se
supone que ella es inocente. Todos comparten el juego de la conquista y
la subordinación.
"El hombre revolotea a su alrededor, la festeja, la canta, hace caracolear su caballo o su
imaginación", escribió el
premio Nobel Octavio Paz en su obra EL LABERITNTO DE LA SOLEDAD, su
clásico estudio del carácter del
mexicano. "Ella se ve en el
recato y la inmovilidad", con una tranquilidad hecha de esperanza y
desprecio.
Si se rinde al macho, la mujer latina
paga un precio. Pierde valor ante sus ojos. La autora feminista mexicana Marta
Lamas nos dice que las mujeres
contribuyen a este juego -incluso las
liberadas- al perpetuar una versión moderna del mito de la virginidad. "Por supuesto nadie
espera que sea una virgen desde el punto de vista técnico", dice Lamas,
"pero tendrá que decir que sólo ha tenido una o dos relaciones en su vida -nunca 20-. Es la misma virginidad, pero llevada menos al extremo".
Las gringas liberadas juegan con un
macho bajo otras reglas. Ellas son directas, frontales, se imponen y se sienten
incómodas cuando pierden el control. La gringa se siente frustrada si no se le
da trato de igual. El macho quiere besar y abrazar en público, para presumir a su mujer ante
sus amigos. Pero la gringa se siente
sofocada. Él le dice que quiere cuidarla, mientras ella
bien puede responderle: "Me puedo cuidar sola, muchas gracias".
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A
diferencia de la latina, la gringa tiene la libertad de
admitir no sólo que ha tenido
relaciones sexuales sino que las disfruta y que tiene derecho a
practicar el sexo sin ataduras de
ninguna clase. Los hombres y mujeres latinos,
dice Pilar -una amiga mexicana- suelen interpretar esas libertades como promiscuidad y se sienten
disgustados ante las gringas. Nos cuenta Pilar
que cuando estaba en la
secundaria, los muchachos bien consideraban
a las jóvenes mexicanas como "buenas para tomarlas de
la mano e ir al cine,
mientras que las gringas eran buenas para ir a Acapulco y a al cama". Los muchachos cortejaban
a las gringas, se acostaban con ellas, hacían alarde
de la conquista -una por la RAZA- y luego se burlaban de las
extranjeras. "Uno de mis amigos le dijo a una gringa que su nombre era
Fernando Pemex (por la empresa petrolera mexicana): Por
cualquier parte ella veía estaciones de gasolina de Pemex y creía que el papá de mi amigo era sumamente rico".
Estas son las burlas, las jugarretas que confunden tanto a las gringas. Quizá su español no es
tan bueno como para descifrar los acertijos y los dobles sentidos que gustan
tanto a los mexicanos. Luego de una noche de juego, la gringa
suele preguntarse si ha sido halagada o burlada, si la broma
era para que ella se divirtiera o
era a sus costillas. Que es justamente lo que el macho quiere. Si no puede dominar a una
mujer, se va a reír de ella -otro tipo de control-. "El humor del macho es un acto de venganza", escribió Paz en su LABERINTO... "El
atributo esencial del macho -el
poder- suele revelarse como la capacidad de herir, humillar, aniquilar". ¿Por qué el mexicano
necesita de la venganza? ¿Por qué tiene que conquistar y rebajar a la mujer? Una explicación reside en la historia de México, una
historia de sumisión y
derrota. La conquista española fue cruel y sangrienta. Los
españoles arrebataron a los indios todo lo que tenían,
incluyendo a sus mujeres, quienes
gestaron al nuevo mexicano de
sangre mezclada, al mestizo. Los españoles rechazaban a sus hijos mestizos. Como resultado, han escrito Paz y otros autores, el
mestizo considera a su madre india como un símbolo de sumisión y humillación y a su padre español como
el representante del poder y la
dominación. En México, la expresión VALE MADRE quiere decir algo sin valor, mientras QUÉ PADRE es un elogio.
Pero México no es el único país de
machos ni el machismo es sólo venganza. Cuestionamos a algunos de los
machos que conocemos, en busca de otras explicaciones. Ellos
nos recordaron que cuando no se consiguen mujeres
"buenas", los latinos suelen recurrir a las prostitutas para su primera experiencia sexual. Esto también define la relación del macho con una
mujer. Para él, las mujeres son objetos de placer. Un reflejo de su voluntad.
Todas las mujeres latinas con las que
conversamos resultaron culpables
de reproducir el machismo. Las madres dejan sueltos a sus GALLOS, mientras mantienen a las gallinas en casa.
Educan a sus hijas para que sean madres y traten a
sus hijos como reyes.
"Papi", les dicen, elevándolos a la categoría del padre. Más
tarde, la madre se vuelve cómplice
de las aventuras sexuales de
su hijo. La madre de Cecilia, por ejemplo, en una ocasión permitió a su hijo casado usar el teléfono a
pesar de que sabía que llamaría a
una novia.
Empero, culpar a las madres por
perpetuar el machismo resultó ofensivo para las
estadounidenses que entrevistamos. Dijeron que los padres ausentes o insensibles
son los que daban el mal ejemplo.
Las madres latinas crían a sus hijos lo mejor que pueden.
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La
doble pauta puede darse originalmente en el hogar, pero se refuerza en la
escuela. Vietnika, una mexicana de
26 años, recuerda un incidente cuando cursaba el quinto
año de primaria: un niño le jaló
la falda para dejar al descubierto su ropa interior frente a la clase. Turbada y furiosa, se desquitó
lanzándole su bolígrafo. El chico
gritó y ella fue expulsada.. "La
maestra nunca me dio la oportunidad de decirle lo
que había sucedido, nunca me escuchó. El niño era la víctima", dice Vietnika. La
lección: ella debió someterse al abuso.
Pero las lecciones no terminan ahí.
Como adultos, los machos insisten en que
los hombres tienen derecho a
las aventuras sexuales. Una mujer
mexicana-estadounidense recuerda un almuerzo con un político mexicano. Al
terminar de comer, él le preguntó abiertamente si iba a acostarse con él.
"¿Qué pasa con tu esposa?", le preguntó ella sorprendida. "¿Qué
tiene que ver con esto?", le prenguntó él a su vez, con genuina sorpresa.
A pesar de que esa actitud enoja a
muchas mujeres estadounidenses,
otras deciden disfrutar del sexo que se les ofrece.
Jennifer, una mujer de negocios de 32 años que
sale con hombres casados nos dice:
"Nunca lo haría en mi país, pero mi
moral es diferente aquí.
Todos los hombres en México tienen
amantes. Una de las primeras frases que aprendí en español fue CASA CHICA (la casa de la amante). Además,
todos los de mi edad están
casados. El tiene 35 años, me interesa. Le conté a una amiga mexicana acerca de este hombre y me
dijo que no lo hiciera porque nunca se casaría conmigo. Pero eso no era
importante para mi".
Aquí nos topamos con la complicidad
gringa hacia el machismo; muchas cambian sus principios cuando cruzan la frontera, haciendo lo que no harían en casa. Algunas estadounidenses
de clase media que no se atreverían a mirar dos veces a un conductor
de trailers en Texas, se enamoran
de un lanchero analfabeto de Acapulco.
Y no son las únicas contradicciones.
Mientras las estadounidenses resienten el hecho de no poder sentarse solas en
un café a leer un libro o salir
solas a dar un paseo sin ser acosadas
por los hombres, muchas también disfrutan de la atención que reciben de la forma en que los machos las hacen
sentir. Los machos se fijan en su belleza no en sus defectos.
En casa, una gringa puede sentirse
gorda, pero en México la
misma mujer escucha que tiene
bonitos ojos. Los gringos tienen mucho cuidado de lo que dicen a las mujeres, no sólo en público sino en privado, no así los latinos. A muchas gringas les gusta la emoción burda
de los latinos -la misma emoción,
quizá, que permite a los
machos gritar sus canciones rancheras y sus piropos que tanto odian las
gringas.
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Nuestro trabajo de varias semanas está
llegando a su fin en un
restaurante llamado, ¿de qué otra manera?:
Macho. Aunque
comenzamos con puntos de vista tan
disímiles, encontramos cada vez más aspectos en los que coincidimos. Marjorie se sorprendió al descubrir
tanto complicidad femenina
con el machismo -de
estadounidenses y de latinas por igual-. Ahora lo entiende. Ahora podrá enseñar a su hija de un año tres meses
a pelear mejor sus batallas de lo que lo hizo su madre, a ser firme
en el combate contra el machismo, pero tal vez sin tanta rabia.
Cecilia, quien se sorprendió tanto por la intensidad de la furia de las estadounidenses, se
percata ahora de lo delicada que es
la línea entre lo inofensivo y lo opresivo. Nunca volverá a decir a sus dos pequeños hijos "no sean como
niñas", cuando
empiecen a llorar.
Ambas
queremos que nuestros hijos entiendan
que el mundo debe ser justo para la mujer y que ellos deben contribuir a que sea de esa
forma.
Mientras esperamos la cuenta, miramos a
nuestro alrededor y nos percatamos de que somos las únicas mujeres que no estamos acompañadas por un hombre. Afuera, sobre el elegante
Paseo de la Reforma, vemos que la
vasta mayoría de personas que van y
vienen del trabajo está conformada por hombres. Y
recordamos por qué empezamos esta conversación: porque estamos de visita en MACHOLANDIA, un mundo que pertenece a los hombres y es manejado por ellos.
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