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EL TIBURÓN AZUL
Jacques-Yves Cousteau y
Philippe Cousteau
Toda su forma es fluida y ondulante. Tiene la piel estriada por miles de surcos sedosos que hacen resaltar la potencia de cada increible músculo. Al avanzar por el agua mueve la cabeza lentamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, en rítmico ademán acompasado con la velocidad.
Solamente los ojos están fijos en mí, a fin de no perder de vista ni un momento su presa, o acaso su enemigo.
Hay algo de milagroso en lo repentino de su aparición, como también en su infinita gracia; la superficie del mar está mucho más arriba, y su lejanía contribuye a intensificar la magia del momento. Describe círculos silenciosos, como en un ballet. No amenaza, no hace movimientos agresivos, y sin embargo infunde miedo. Matar es la verdadera función de esa forma ideal, de ese camuflaje azul de hielo y de esa cola enorme y poderosa.
A casi 35 metros de profundidad, en el agua clara del océano Índico, el gran tiburón azul se acerca de la misma manera que lo han hecho los individuos de su raza desde que existe. Es en realidad un animal soberbio, de más de dos metros de largo, y yo sé, por haberlo visto a menudo antes, que su mandíbula posee siete filas de dientes tan afiladados como la mejor navaja.
Puede nadar a una velocidad mayor de 30 nudos, pero ahora gira lentamente en torno a mí mientras comienzo a ascender hacia la superficie. Sé que los círculos se estrechan inexorablemente y que, si bien lograré probablemente repeler su primer ataque, esto no lo desanimará.
Sus arremetidas se volverán cada vez más frecuentes, acabará venciendo mi débil defensa y sus mandíbulas arrancarán el primer pedazo de mi carne. Atraídos por señales invisibles, aparecerán entonces otros tiburones procedentes del mar abierto, y sobrevendrá un frenesí de hambre, de fortaleza sangrienta e irresistible, y de horror. Pues así es como proceden los grandes tiburones del océano.
Subo a nuestro bote de reconocimiento después de echar una última ojeada a la impecable silueta y a los grandes ojos fijos, maldiciendo mi debilidad y al mismo tiempo agradecido de mi temor. Miro a los otros compañeros de buceo, quienes me devuelven la mirada y comprenden: hay un tiburón debajo de nosotros.
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El hombre ha logrdo eliminar de la superficie de la Tierra la mayoría de los mamíferos, reptiles e insectos que podrían poner en peligro su vida. El tiburón no tiene por qué temer tal suerte. Todas sus especies están perfectamente adaptadas a su modo de vida, y su enorme número hace sumamente difícil su exterminio, si no imposible. Esto significa que el tiburón, una de las fieras más peligrosas, aún no ha sido dominado.
Cualquier hombre que se aventure en la superficie del mar o se sumerja en él tiene posibilidades de encontrarlo, tanto en los océanos glaciales como en las grandes profundidades y hasta en los estuarios de los ríos. Casi todas las especies, y aun los individuos muy pequeños que apenas miden medio metro, pueden ser temibles y mortíferos.
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Hace unos 400 millones de años que los primeros tiburones aparecieron en la Tierra, pero todavía no existe, para protegerse contra ellos, un dispositivo eficaz que pueda trasportar fácilmente un hombre solo.
El tiburón es una máquina de matar. Nosotros hemos observado a menudo, protegidos dentro de una jaula sumergible de acero y a una distancia de pocos metros, el terrible método que usa para morder su presa. Tiene la mandíbula colocada mucho más atrás de su prolongado hocico, pero eso no le impide hincar directamente los dientes en la carne. Cuando abre la boca, el maxilar inferior avanza mientras el hocico retrocede y sube hasta ponerse casi en ángulo recto con el eje de su cuerpo. en ese momento la boca se encuentra delante de la cabeza, ya no detrás de ella. Parece un gran cepo para lobos, equipado con numerosos dientes agudos y centellantes.
El tiburón clava este mecanismo en el cuerpo de su víctima y utiliza el peso del suyo propio para efectuar una serie de furiosas convulsiones mediante las cuales trasforma en sierras los dientes de la mandíbula. La potencia de este efecto de aserrar es tal que en un instante arranca un gran pedazo de carne. Y cuando se aleja, en el cuerpo de la víctima queda un agujero profundo y perfectamente delineado. Es una operación aterradora, y presenciarla da náusea.
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Uno de los misterios de la Naturaleza que más estimula la imaginación es el de cómo se comunican los animales. Los habitantes del mar poseen la capacidad única de avanzar en su medio líquido sin producir ningún sonido audible. Sin embargo tienen la facultad de presentir el paso o el ataque absolutamente silencioso de otros que comparten su ambiente. La razón es que, al moverse en un elemento líquido, los cuerpos generan una onda de presión semejante a la ráfaga de viento producida por un automóvil. El tiburón tiene un sistema sensorial en ambos costados, en forma de banda estrecha que va desde los ojos hasta la cola, especialmente adaptado para percibir e interpretar esas presiones. Yo he visto aparecer tiburones de pronto, atraídos evidentemente por un movimiento brusco de las manos, hecho con el objeto de producir fuertes ondas.
Aunque resulta difícil imaginar que puedan percibirse olores en el agua (ciertamente el más neutro de los elementos), asomobra comprobar que los tiburones son capaces de seguir su rastro a lo largo de kilómetros y de llegar con precisión al lugar de donde procede el olor. Un buzo cazador que saetee un pez, enganche su cuerpo sangriento en su cinturón y prosiga pescando, se convierte en presa natural del escualo. Yo he visto tiburones que seguían una pista olorosa exactamente como una jauría de perros, y esto me hizo recordar el nombre que les dieron los griegos: “sabuesos del mar”.
Uno de los mitos más tenaces -y peligrosos- es la de que los escualos tienen mala vista. Por el contrario, están perfectamente equipados para ver a distancia y distinguir entre varias formas. Me convencí sin duda alguna de ello un día que entré en el agua frente a la costa de África. Descubrí uno a considerable distancia mientras yo flotaba a muy poca profundidad y sin hacer movimiento alguno, a fin de que el rumor de las burbujas de mi respirador pudiera confundirse con el ligero chapoteo de las olas contra un arrecife. Aparté la vista un momento para observar el simétrico diseño de una raya gigantesca que se encontraba justamente debajo de mí. De pronto, no sé si por instinto o por la percepción de un movimiento, me volví bruscamente hacia el tiburón. Inmediatamente todos los músculos de mi cuerpo se pusieron tensos. Estaba apenas a diez metros de distancia y se lanzaba hacia mí, rápido y seguro como un torpedo.
El espectáculo de un tiburón que se nos viene encima es extraño; evidentemente, visto desde ese ángulo parece más formidable. La hendidura de la boca entreabierta y las tres aletas regularmente espaciadas le dan la apariencia de un símbolo maligno y aterrador imaginado por algún mago azteca. Cuando le llegó a medio metro de las aletas de caucho que yo le había arrojado en un vano esfuerzo protector, viró súbitamente y se sumergió a mayor profundidad. En este caso no había habido sonido ni olor alguno; me parece indudable que sólo la vista le hizo acercarse.
Tampoco puede caber duda de que los tiburones oyen perfectamente, y la experiencia demuestra que reaccionan ante golpes dados bajo el agua, ante el sonido de una campana o ante los ruidos que hace un buzo al trabajar. En general su reacción es de gran interés, y algunos consejos que se dan a veces, como “Si ve usted un tiburón acercarse, bata el agua con las manos”, o como la famosa advertencia hecha a los principiantes que bucean: ”Para alejarlo, grite”, son casi criminales. A menudo he ensayado ambos métodos y en la mayor parte de los casos la consecuencia fue un ataque inmediato.
Yo creo que es la irracionalidad y la furia de los escualos lo que más me afecta. Me hacen sentirme en completa impotencia. Las locas arremetidas de hordas de tiburones contra el lugar preciso donde uno de su especie ha devorado parte de un pez, son un espectáculo aterrador. Estas bestias dan la impresión de ser absolutamente incontenibles, inexorables y totalmente absurdas.
Algunas veces huyen de un buzo desnudo e inerme, y otras veces se arrojan contra una jaula de acero y muerden furiosamente los barrotes. Yo sé que mis acciones o reacciones influirán en cualquier otro animal, desde el perro hasta el cuervo, y afectarán directamente sus reacciones, pero el tiburón pasa por mi universo como un títere cuyas cuerdas estén manipuladas por un poder diferente del que mueve las mías; parece provenir de otro planeta. En realidad pertenece a otra era, pues ha evolucionado poco desde sus comienzos. Está perfectamente adaptado a su medio, pero nadie puede predecir lo que hará.
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Nosotros ignoramos si los tiburones emigran de una región a otra, pero sabemos que en su mayoría nadan constantemente, día y noche. Existen dos motivos para esto: no poseen vejiga natatoria (órgano capaz de inflarse que permite a casi todos los peces estabilizarse a diferentes profundidades); si dejan de nadar, se hunden. Además, gran número de especies carecen de mecanismos de bombeo (como por ejemplo una boca en continuo movimiento) o para que el agua circule por sus branquias y el oxígeno pase al torrente circulatorio. Por tanto, esos escualos deben avanzar, sin detenerse nunca, para poder respirar.
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De nuestro estudio parece deducirse que los tiburones del mar Rojo se reservan -por lo menos durante parte del año- cierta zona de un arrecife particular. Al sumergirnos cada día en el mismo lugar vimos los mismos tiburones, que en general reconocíamos por sus cicatrices. La posesión de un territorio no significa que el animal eche de allí a todos los demás. Le basta con saber que es el dueño. Un gran ejemplar permitirá que otros entren en sus dominios a condición de que coman en su presencia y sólo cuando les deja unos residuos, o cuando la presa es tan grande que él está ocupado devorándola de un lado y no puede vigilarlos. Si no se respetan esas reglas, se produce inmediatamente un combate.
El tiburón hambriento muerde cualquier cosa, ya sea una tabla, las hélices de un motor fuera de borda u otro escualo. (Sólo el olor de sus congéneres muertos lo repele eficazmente, según prueban los experimentos.) Pero se sacia rápidamente si consigue peces, y una comida abundante probablemente le permite alimentarse durante varias semanas. Parece tener la increíble propiedad de digerir cada vez sólo una pequeña parte del contenido de su estómago, mientras el resto permanece intacto para futuras necesidades.
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La mejor protección del buceador consiste en nadar tranquila y lentamente, evitando cambios bruscos de posición. Si se adelanta hacia él un tiburón, no debe dejarse dominar por el pánico, sino hacerle frente con calma, empuñando algún objeto sólido, como una lanza, fusil submarino o cámara cinematográfica para impedirle que se acerque demasiado. Pero todavía ignoramos qué puede, fuera de la sangre, provocarle uno de esos súbitos ataques de furia que lo hacen tan peligroso.
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Es natural que animales tan fabulosos como son los tiburones hayan inspirado toda suerte de leyendas y costumbres entre los pueblos primitivos que habitan las costas. Lo que parece menos razonable es que en la mayoría de esos cuentos el tiburón asuma la personalidad de un bienhechor. Nunca, en todas mis visitas a colectividades marítimas remotas, he oído hablar de él como de una fiera tradicionalmente mala. Sólo en la mente del hombre moderno y civilizado se ha convertido en un monstruo abominable que inspire disgusto y miedo irracional.
Ambas actitudes parecen injustificadas. Si ponen en peligro la existencia, tanto la adoración como el temor son emociones desastrosas, y esto es particularmente cierto en relación con un animal tan formidable. Pienso en la sabiduría de unos naturales de Polinesia que enseñan a sus hijos a no adorar ciegamente ni temer sin razón al tiburón, pero sí a comprender cabalmente la amenaza que representa, a fin de que puedan evitarlo, y destruirlo si es necesario.
Nosotros pensamos lo mismo. Los tiburones pertenecen al medio submarino. Figuran entre los seres más perfectos y hermosos que ha desarrollado la Naturaleza. Esperamos encontrarlos cerca de los arrecifes de coral o en el mar abierto, si bien siempre con algún temor. Cuando sus formidables siluetas se deslizan a lo largo de los bancos coralíferos, los peces no ceden al pánico; se apartan sin prisa de su camino y lo observan. Así hacemos también nosotros.
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