domingo, 29 de noviembre de 2020

Anécdotas (Jorge Ibargüengotia)

 

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ANÉCDOTAS DE JORGE IBARGÜENGOITIA



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En el Consulado Español


        Un amigo mío, que no es hispanófilo, cuenta, que una vez, en España, durante un viaje en tren, se quedó solo con otro señor en el compartimiento.


       Empezaron a platicar. Después de un preámbulo, el señor le preguntó a mi amigo:


        -¿Usted de dónde es?

 

       -De México.

       

       -¿Cuándo nos devuelven el dinero del "Vita"?

        

       Al oir esta anécdota, me pareció divertida, pero imaginaria.

  Desde que estuve en Milán, sospecho que es real.

       

       En Milán fuí al Consulado Español, que está junto a la casa de Verdi.


       Es un edificio moderno con muchas puertas que se abren para dejar el paso a hombres jóvenes con cejas que parecen postizas, que se dicen unos a otros:


        -Esto me huele a golpe de Estado.


        Yo necesitaba visa para entrar en España.


       Me mandaron a una ventanilla donde había una empleada relativamente joven, que estuvo hojeando mi pasaporte mientras duró el siguiente diálogo:


        -¿Cuándo quiere entrar en España?


        -Pasado mañana.


        -No se va a poder.


        -¿Por qué no?


        -Porque hay que escribir a nuestro representante en México quien tiene que decidir si es necesario o no un fiador; en caso de serlo, usted tendrá que nombrarlo y nuestro representante contestará si le parece aceptable. Si usted paga los cables, es cosa de quince días.


        Cuando ella acabó de hablar yo estaba furioso.


        -Bueno, pues me parece ridículo -le dije. Ella me contestó:


        -Pues sepa usted que estos requisitos son poca cosa comparados con lo que les exigen a los españoles que van a México: dos mil dólares de fianza y tienen que esperar meses, además de someterse a toda clase de humillaciones.


        -Bueno, señorita, pero yo no tengo la culpa. Yo no hice la ley.


        -Pues se tiene que sujetar a lo que dispone la ley española.


        -¿Que me tengo que sujetar a qué? Si ni ganas tengo de entrar en España.


        Si la ventanilla no hubiera tenido barrotes, nos damos de bofetadas. Ella me aventó el pasaporte y yo salí de allí muy colorado.


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        Pero yo sí quería entrar en España.


       Un país desértico y barato -en Italia los dólares se van como agua-.


       Además, mi mujer y yo habíamos decidido seguir los pasos de Jack Nicholson en El Pasajero -recorrer España y llegar a Almería-, sin llegar al final de la película -morir confundidos por otros-.


        En los días que siguieron recorrí varias veces mentalmente el diálogo que había tenido con la señorita de la ventanilla.


       Comprendí que había metido la pata al contestarle que yo no había hecho la ley, debí haberle explicado que era muy distinto mi caso -el de un señor que va a España a no hacer nada- al de los baturros que van a México a encargarse de panaderías -y a quitarles el pan de la boca a los mexicanos-. Este argumento hubiera sido igual de ineficaz, pero hubiera tenido la ventaja de reventarle el hígado a la señorita de la ventanilla.


        Decidí probar suerte en otro consulado.  


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        Hice bien, lo que salva a todas las naciones es que no todos sus individuos son iguales.


       En el consulado de Hendaya me atendió un viejo muy simpático que al ver mi pasaporte me dijo:


        -No se preocupe. El único problema que hay es la diferencia de horarios. Hay que hablar por teléfono a México, pero esta tarde tendrá su visa, a menos que sea aniversario de la independencia de México o algo y estén cerradas las oficinas.


        Y en efecto, con un telefonazo que hizo arregló mi problema. Después me dijo que los mexicanos célebres que hemos sacado visa española en Hendaya somos una Miss México y yo.


        Luego pronosticó que mi familia venía de Vizcaya, cosa que ya me habían dicho otros. Arrimó el directorio telefónico de Bilbao y lo abrió en la "I". Contamos siete Ibargüengoitias en la lista. No tantos como en la ciudad de México, pero más que en Guanajuato y en Zacatecas, lugares en donde en una época proliferaron.


        Uno de los Ibargüengoitias bilbaínos, el más interesante a primera vista, es dueño de un bar que está en la calle de Somera número 12. En mi próximo viaje a España iré a visitarlo.


       No sé si me atreveré a decirle que somos tocayos.

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La carrera de los borrachos


Cuando yo era niño, un borracho era un señor dormido en la banqueta.


Si estorbaba el paso, nuestras madres aconsejaban cruzar la calle y seguir por la otra acera.


Si el borracho estaba exactamente en la puerta de la casa: pasar sobre él con mucho cuidado, procurando no despertarlo.


Borracho también era el de la lotería: desfajado, pendenciero, levantando el puño con un cuchillo en la mano, y... pobre.


Esta era característica general de los borrachos: eran "gente humilde”, hombres, también.


Las borrachas eran desconocidas. En realidad la mujer entraba en la vida del borracho sólo para esperarlo en la puerta de la cantina y ser golpeada.


El siguiente paso en el conocimiento de los borrachos consistió en descubrir -con cierta trepidación- que los borrachos podían ser gente decente, hasta miembros de la familia.


El señor que apestaba, que tenía las manos temblorosas, que me explicó un día tres veces cómo se jugaba el mismo juego, fue explicado por mi madre: "es que es muy borracho”.


Era un caso muy triste: siempre estaba en un rincón tronándose las coyunturas.


Había otro borracho que estaba regenerándose.


Ese llegaba a la casa con un traje negro brilloso y una maleta,

que vendía jamocillos.


El otro borracho decente de aquella época, lo vi en una excursión a La Venta.


Se fue de bruces junto a mí, y ya no se levantó.


Se quedó dormido un rato.


Fue el mismo día en que detuvieron cerca de nosotros unos camiones de redilas, y los que venían arriba, con carteles, gritaron:


-¡Viva el general Cárdenas!


Una tía contestó, con mucha presencia de ánimo:


-Viva quien sea, pero váyanse.


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Pero los borrachos seguían siendo gente aparte, que se caía al piso, que vendía jamoncillos, que era infeliz.


No había relación alguna entre ellos y los cócteles que hacían en mi casa con granadina, jugo de limón, ginebra y hielo. Mis mayores se los tomaban y nunca se caían al piso.


Un día, el médico le recetó a mi abuelo que tomara cerveza con la comida todos los días, porque estaba perdiendo peso en forma alarmante.


Llevaron un cartón a la casa, él destapó una botella, sirvió en un vasito y me dio a probar.


Me supo amarguísima, pero me sentí tan honrado de que me dieran una bebida de gente grande, que dije que me parecía muy sabrosa.


Quedé "enganchado".


Ahora comprendo que fue uno de los momentos culminantes de la vida.


Mi abuelo, que tenía setenta años y yo, que tenía siete, éramos los únicos que bebíamos cerveza en la casa.


Las mujeres, mi abuela, mi madre y mis tías, no podían ni probarla.


Tenían traumas, cuando eran chicas, acostumbraban darles cerveza con aceite de ricino.


Por consiguiente, beber cerveza, aunque amarga, era para mí doblemente apetecible: era bebida de hombres, y de gente grande.


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El siguiente paso en mi carrera de bebedor lo di en el "Seps" de Tamaulipas.


Iba allí con mis compañeros scouts, cosa, escandalosa para nuestro jefe de grupo, el profesor Nicodemus.


Los tarros de negra costaban setenta centavos y de ribete le daban a uno un platito con cebollas en vinagre.


En esa época, la cerveza ya no era un símbolo, sino un gusto.


Mejor dicho, varios gustos: bebíamos dos tarros, platicábamos dos horas, y salíamos al atardecer, muertos de hambre, a comer hamburguesas de Biarritz.


Hasta este punto en mi vida no había ninguna conexión entre yo y un borracho. La cosa cambió la tarde que el scout Siete Leguas nos invitó a una fiesta en casa de unos parientes suyos.


Llegamos a la fiesta y, como de costumbre, nos quedamos en un rincón platicando, porque nos hallábamos muy mal y no nos atrevíamos a sacar a las muchachas, que estaban en otro rincón, platicando también.


No recuerdo qué bebí, pero me he de haber estado tambalendo, porque el scout Siete Leguas se acercó a mi y me dijo con un rictus:


-Nos estás poniendo en evidencia.


Una niña chiquita estaba parada frente a mí, mirándome asombrada.


Al verla allí, como recordatorio de mi inocencia perdida, comprendí lo que me pasaba, y dije para mis adentros:


-¡Estoy borracho!


Creo que nunca he estado tan escandalizado.

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1928 - 1983)



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