jueves, 19 de noviembre de 2020

Leyenda (María de Magdala)

 

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                                                                                                                                      José Saramago


        Quiso el destino que, al atravesar la ciudad de Magdala, se le reventase una herida del pie que tardaba en curarse, y de tal modo que parecía que la sangre no quería parar. También quiso el destino que el peligroso accidente ocurriera a la salida de Magdala, casi enfrente de la puerta de una casa que estaba alejada de las otras, como si no quisiera aproximarse a ellas, o ellas la rechazaran. 


Viendo que la sangre no dabe muestras de restañarse, Jesús llamó, Eh, los de dentro, dijo, y acto seguido apareció una mujer en la puerta, era como si estuviera esperando que la llamasen, aunque, por un leve aire de sorpresa que se insinuó en su cara, podríamos pensar que estaba habituada a que entrasen en su casa sin llamar, lo que, si bien consideramos las cosas, tendría menos razón de ser que en cualquier otro caso, pues esta mujer es una prostituta y el respeto que debe a su profesión le manda que cierre la puerta de la casa cuando recibe a un cliente. 


        Jesús, que estaba sentado en el suelo, comprimiendo la desatada herida, echo una mirada rápida a la mujer que se acercaba.


Ayúdame, dijo, y auxiliándose de la mano que ella le tendía, consiguió ponerse de pie y dar unos pasos, cojeando. 


No estás en situación de andar, dijo ella, entra, que te curo la herida. 


Jesús no dijo ni sí ni no, el olor de la mujer lo aturdía, hasta el punto de desapareserle, de un momento a otro, el dolor que le provocara la llaga al abrirse, y ahora, con un brazo sobre los hombros de ella, sintiendo su propia cintura ceñida por otro que evidentemente no podía ser suyo, percibió el túmulo que le traspasaba el cuerpo en todas direcciones, si no es más exacto decir sentidos, porque en ellos, o en uno que tiene ese nombre, pero que no es la vista ni el oído ni el gusto ni el olfato ni el tacto, aunque pueda llevar una parte de cada uno, ahí es donde todo iba a dar, con perdón. La mujer le ayudó a entrar en el patio, cerró la puerta y lo hizo sentarse. 


Espera, dijo. Entró y volvió con una bacía de barro y un paño blanco, llenó de agua la bacía, mojó el paño y, arrodillándose a los pies de Jesús, sosteniendo en la palma de la mano izquierda el pie herido, lo lavó cuidadosamente, limpiándolo de tierra, ablandando la costra rota de la que salía, con la sangre, una material amarilla, purulenta, de mal aspecto. Dijo la mujer, No va a ser el agua lo que te cure, y Jesús dijo,


Sólo te pido que me ates la herida para poder llegar a Nazaret, allí la trataré, iba a decir.


        Mi madre me la tratará, pero se corrigió, pues no quería aparecer ante los ojos de la mujer como un chiquillo que, por un tropezón con una piedra, se echa a llorar, Mamá, mamaíta, a la espera de la caricia, un soplo suave en el dedo ofendido, un toque dulcificante de los dedos.


No es nada, hijo mío, hala, ya pasó. De aquí a Nazaret todavía tienes mucho que andar, pero si así lo quieres, espera al menos hasta que te ponga un ungüento, dijo la mujer, y entró en casa, donde tardó un poco más que antes. Jesús dio una vuelta alrededor del patio, sorprendido por que nunca había visto nada tan limpio y ordenado. Empieza a pensar que la mujer es una prostituta no porque tenga una especial habilidad para adivinar profesiones a primera vista, aún no hace muchos días él mismo podía haber sido identificado por el olor que trasudaba a ganado caprino, y ahora todos dirán.


Es pescador, se le fue aquel olor, vino otro que no trasuda menos. La mujer huele a perfume, pero Jesús, pese a su inocencia, que no es ignorancia, pues no le habían faltado ocasiones de ver cómo procedían carneros y machos cabríos, tiene sentido de sobra para considerar que el buen olor del cuerpo no es razón suficiente para afirmar que una mujer es prostituta. 


Realmente, una prostituta debería olera lo que más frecuenta, a hombre, como el cabrero huele a cabra y el pescador a pescado, aunque, tal vez, quién sabe esas mujeres se perfuman tanto justamente porque quieren esconder, disimular o incluso olvidar el olor a hombre. 


La mujer reapareció con un tarrito y venía sonriendo como si alguien, dentro de la casa, le hubiera contado una historia divertida. Jesús la veía acercarse, pero, si no lo engañaban sus ojos, ella venía muy lentamente, como ocurre a veces en sueños, la túnica se movía, ondeaba, modelando al andar el balanceo rítmico de los muslos, y el cabello negro de la mujer, suelto, danzaba sobre sus hombros como el viento hace que dancen las espigas en el trigal. No había duda, la túnica, incluso para un lego, era de prostituta, el cuerpo de bailarina, la risa de mujer liviana. Jesús, en estado de aflicción, pidió a su memoria que lo socorriese con alguna de las apropiadas máximas de su célebre homónimo y autor, Jesús, hijo de Sira, y la memoria le respondió, susurrándole discretamente, desde el otro lado del oído, Huye del encuentro con una mujer liviana para no caer en sus celadas, y después, No andes mucho con una bailarina, no sea que perezcas en sus encantos, y finalmente, Nunca te entregues a las prostitutas si no quieres perder tus haberes y perderte tú mismo, que se pierda este Jesús de ahora bien pudiera acontecer, siendo hombre y tan joven, pero, en cuanto a haberes, ésos ya sabemos que no corren peligro porque no los tiene, por lo que él mismo se hallará a salvo, llegada la hora, cuando la mujer, antes de cerrar el trato, le pregunta.


Cuánto tienes. Preparado para todo está Jesús por eso no le sorprende la pregunta que ella la hace mientras, colocado ahora el pie de él sobre la rodilla de ella, le cubría de ugüento la herida.


Cómo te llamas, Jesús, fue la respuesta, y no dijo de Nazart porque antes ya lo había declarado, como ella, por ser aquí donde vivía, no dijo de Magdala, cuando, al preguntarle él a su vez su nombre, respondió que María. Con tan tantos movimientos y observaciones, acabó María de Magdala de vendar el dolorido pie de Jesús, rematando con una sólida y pertinente atadura.


Ya está, dijo ella, Cómo puedo agradecértelo, preguntó Jesús, y por primera vez sus ojos tocaron los ojos de ella, negros, brillantes como azabache, de donde fluía, como agua que sobre agua corriera, una especie de voluptuosa veladura que alcanzó de lleno el cuerpo secreto de Jesús. La mujer no respondió de inmediato, lo miraba, a su vez, como valorándo, comprobando qué clase de hombre era, que de dineros ya se veía que no andaba bien provisto el pobre mozo, al fin dijo, 


Guárdame en tu recuerdo, nada más, y Jesús, No olvidaré tu bondad, y luego, llenándose de ánimo, No te olvidaré.


Porqué, sonrió la mujer, Porque eres hermosa. Pues no me conociste en los tiempos de mi belleza, Te conozco en la belleza de ahora. Se apagó la sonrisa de ella, Sabes quién soy, qué hago, de qué vivo, Lo sé, Sólo tuviste que mirarme ya lo supiste todo, No sé nada, Que soy prostituta, Eso sí lo se, Que me acuesto con los hombres por dinero, Sí, Eso es lo que te decía, que lo sabes todo de mí, Sólo sé eso. La mujer se sentó a su lado, le pasó suavemente la mano por la cabeza le tocó la boca con la punta de los dedos, Si quieres agradecérmelo, quédate este día conmigo.


No puedo, Porqué, No tengo con qué pagarte, Gran novedad ésa, No te rías de mí, Tal vez no lo creas, pero más fácilmente me reiría de un hombre que llevara bien llena la bolsa, No es solo cuestión de dinero.


Qué es, entonces. Jesús se calló y volvió la cara hacia el otro lada. Ello no lo ayudó, podia haberle preguntado, Eres virgen, pero se mantuvo callada, a la espera. Se hizo un silencio tan denso y profundo que parecía que sólo los dos corazones sonaban, más fuerte y rápido el de él, el de ella inquieto con su propia agitación.


Jesús dijo, Tus cabellos son como un rebaño de cabras bajando por las laderas de las montañas de Galad. La mujer sonrió y permaneció callada. Después Jesús dijo, Tus ojos son como las Fuentes de Hesebon, junto a la puerta de Bat-Rabín. La mujer sonrió de nuevo, pero no habló. Entonces volvió Jesús lentamente el rostro hacia ella y le dijo, No conozco mujer. 


María le tomó las manos, Así tenemos que empezar todos, hombres que no conocían mujer, mujeres que no conocían hombre, un día el que sabía enseñó, el que no sabía aprendió, Quieres enseñarme tú para que tengas otro motivo de gratitud, Así nunca acaberé de agradecerte, Y yo nunca acabaré de enseñarte. María se levantó, fue a cerrar la puerta del patio, pero primero colgó cualquier cosa por ella de fuera, señal que sería de entendimiento para los clientes que vinieran por ella, de que había cerrado su puerta porque llegó la hora de cantar, Levántate, viento del norte, ven tú, viento del mediodía, sopla en mi jardín para que se dispersen sus aromas, entre mi amado en su jardín y coma de sus deliciosos frutos. Luego, juntos, Jesús amparado, como antes hiciera, en el hombro de María prostituta de Magdala que lo curó y lo va a recibir en su cama, entraron en la casa, en la penumbra propicia de un cuarto fresco y limpio. La cama no es aquella rústica estera tendida en el suelo, con un cobertor pardo encima que Jesús si le previo en casa de sus padres mientras allí vivió, éste es un verdadero lecho como aquel del que alguien dijo, Adorné mi cama con cobertores, con colchas bordadas de lino de Egipto, perfume mi lecho con mirra, aloes y cinamomo. María de Magdala llevó a Jesús hasta un lugar junto al horno, donde era el suelo de ladrillo, y allí, rechazando el auxilio de él, con sus manos lo desnudó y lavó, a veces tocándole el cuerpo, aquí y aquí, y aquí, con las punta de los dedos, besándolo levemente en el pecho y en los muslos, de un lado y del otro. Estos roces delicados hacían estremecer a Jesús, las uñas de la mujer le causaban escalofríos cuando le recorrían la piel, No tengas miedo, dijo María de Magdala. Lo secó y lo llevó de la mano hasta la cama, Acuéstate, vuelvo en seguida. Hizo correr un paño en una cuerda, nuevos rumores de agua se oyeron, después una pausa, el aire de repente apareció perfumado y María de Magdala apareció, desnuda. Desnudo estaba también Jesús, como ella lo dejó, el muchacho pensó que así era justo, tapar el cuerpo que ella descubriera habría sido como una ofensa. María se detuvo al lado de la cama, lo miró con una expresión que era, al mismo tiempo, ardiente y suave, y dijo.


Eres hermoso, pero para ser perfecto te tienes que abrir los ojos. Dudando los abrió Jesús, e inmediatamente los cerró, deslumbrado, volvió a abrirlos y en ese instante supo lo que en verdad querían decir aquella palabras del rey Salomón, Las curvas de tus caderas son como joyas, tu ombligo es una copa redondeada llena de vino perfumado, tu vientre es un monte de trigo cercado de lirios, tus dos senos son como dos hijos gemelos de una gacela, pero lo supo aún mejor, definitivamente, cuando María se acostó a su lado y tomándole las manos, acercándoselas, las pasó lentamente por todo su cuerpo, cabellos y rostro, el cuello, los hombros, los senos, que dulcemente comprimió, el vientre, el ombligo, el pubis, donde se demoró, enredando y desenredando los dedos, la redondez de los muslos suaves, y mientras esto hacía, iba diciendo en voz baja, casi en un susurro, Aprende, aprende mi cuerpo. Jesús miraba sus propias manos, que María sostenía, y deseaba tenerlas sueltas para que pudieran ir a buscar, libres, cada una de aquellas partes, pero ella continuaba, una vez más, aún, y decía.


Aprende mi cuerpo, aprende mi cuerpo, Jesús respiraba precipitadamente, pero hubo un momento en que pareció sofocarse, eso fue cuando las manos de ella, la izquierda colocada sobre la frente, la derecha en los tobillos, iniciaron una lenta caricia, una en dirección a la otra, ambas atraidas hacia el mismo punto central, donde, una vez llegadas, no se detuvieron más que un instante, para regresar con la misma lentitud al punto de partida, desde donde iniciaron de nuevo el movimiento. No has aprendido nada, vete, dijo Pastor, y quizá quisiese decir que no aprendió a defender la vida. 


Ahora María de Magdala le enseñaba, Aprende mi cuerpo, y repetía, pero de otra manera, cambiandole una palabra. Aprende tu cuerpo, y él lo tenía ahí, su cuerpo, tenso, duro, erecto, y sobre él estaba, desnuda y magnifica, María de Magdala, que decía: Calma, no te preocupes, no te muevas, déjame a mí, entonces sintió que una parte de su cuerpo, ésa, se había hundido en el cuerpo de ella, que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un estremecimiento lo sacudía por dentro, como un pez agitándose, y que de súbito se escapaba gritando, imposible, no puede ser, los peces no gritan, él, sí, era él quien gritaba, al mismo tiempo que María, gimiendo, dejaba caer su cuerpo sobre el de él, yendo a beberle en la boca el grito, en un ávido y ansioso beso que desencadenó en el cuerpo de Jesús un segundo e interminable estremecimiento.


Durante todo el día nadie llamó a la puerta de María de Magdala. Durante todo el día, María de Magdala sirvió y enseñó al muchacho de Nazaret que, sin conocerla ni para bien ni para mal, llegó hasta su puerta pidiéndole que lo aliviara de los dolores y curase de las llagas que, pero eso no lo sabía ella, nacieron de otro encuentro, en el desierto, con Dios. Dios le dijo a Jesús, A partir de hoy me perteneces por la sangre. El Demonio, si lo era, lo despreció, No aprendiste nada, vete, y María de Magdala, con los senos cubiertos de sudor, el pelo suelto que parecía echar humo, la boca túmida, ojos como de agua negra. No te unirás a mí por lo que te enseñé, pero quédate esta noche conmigo. Y Jesús, sobre ella, respondío.


Lo que me enseña no es prisión, es libertad. Durmieron juntos, pero no solo aquella noche. Cuando despertaron alta ya la mañana, y después de que, una vez más, sus cuerpos se buscaran y se hallaran, María miró la herida del pie de Jesús, Tiene mejor aspecto, pero todavía no deberías irte a tu tierra, te va a dañar el camino con ese polvo, No puedo quedarme, y si tú misma dices que estoy mejor, 

Puedes quedarte, el caso es que quieras, en cuanto a la puerta del patio, va a estar cerrada todo el tiempo que lo deseemos, Tu vida, Mi vida, ahora, eres tú, por qué, Te responderé con palabras del rey Salomón, mi amado metió su mano en la abertura de la puerta y mi corazón se estremeció, Y cómo puedo ser y tu amado si no me conoces, si soy solo alguien que vino a pedirte ayuda y de quien tuviste pena, pena de mis dolores y de mi ignorancia, Por eso te amo, porque te he ayudado y te he enseñado, pero tú no podrás amarme a mí, pues no me enseñaste ni me ayudaste, No tienes ninguna herida, La encontrarás si la buscas, Qué herida es:


Esa puerta abierta por donde entraban otros y mi amado no, Dijiste que soy tu amado, Pero eso se cerró la puerta después de que tú entraras, No sé qué pudo enseñarte, a no ser lo que de ti he aprendido, Enséñame también eso, para saber cómo aprenderlo de ti, No Podemos vivir juntos:


Quieres decir que no puedes vivir con una prostituta. Sí, Mientras estés conmigo, no sere una prostituta, no lo soy desde que aquí entraste, en tus manos está el que siga siéndolo o no, Me pides demasiado. Nada que no puedas darme por un día, dos días, el tiempo que tu pie tarde en curarse, pero que después se abra otra vez mi herida, He tardado dieciocho años en llegar aquí, Algunos días más no te harán diferente, eres joven aún, Tú también eres joven, Mayor que tú, más joven que tu madre, Conoces a mi madre, No, Entonces por qué lo has dicho. Por que yo no podría tener un hijo que tuviera hoy tu edad. Qué estúpido soy. No eres estúpido, solo inocente. Ya no soy inocente. Por haber conocido mujer. No lo era ya cuando me acosté contigo. Háblame de tu vida, pero ahora no, ahora sólo quiero que tu mano izquierda descanse sobre mi cabeza y tu derecha me abrace.


Jesús se quedó una semana en casa de María de Magdala, el tiempo necesario para que bajo la costra de la herida se formara una nueva piel. La puerta del patio estuvo siempre cerrada. 


Algunos hombres impacientes, picados de celo o de despecho, llamaron, ignorando deliberadamente la señal que debería mantenerlos apartados. Querían saber quién era ese que se demoraba tanto, y alguno más gracioso soltó un zurriagazo, O sera porque no puede, o sera porque no sabe, ábreme, María, que le explicara ése cómo se hace, y María de Magdala salió al patio a responder, Quienquiera que seas, lo que pudiste no volverá a poder, lo que hiciste no volverás a hacerlo jamás.


Maldita mujer. Vete, que bien equivocado vas, no encontrarás en el mundo mujer más bendita de lo que yo soy. 


Fuese por este incidente, o porque así tenía que ser, a nadie más llama a su puerta, en todo caso lo más probable es que ninguno de aquellos hombres, moradores de Magdala o transeúntes informados, hubiera querido arriesgarse a que una maldición los condenara a la impotencia, pues es general convicción que las prostitutas, sobre todo las de alto coturno, diplomadas o de amplio curriculum, sabiéndo todo de las artes de alegrar el sexo de un hombre, también son muy competantes para reducirlo a una soturnidad irremediable, cabizbajo, sin ánimo ni apetitos. Gozaron, pues, María y Jesús de tranquilidad durante aquellos ocho días, durante los cuales las lecciones dadas y recibidas acabaron por ser un discurso solo, compuesto de gestos, descubrimientos, sorpresas, murmullos, invenciones, como un mosaico de teselas que no son nada una por una y todo acaban siendo después de juntas y puestas en sus lugares. Más de una vez, María de Magdala quiso volver a aquella curiosidad de saber de la vida del amado, pero Jesús cambiaba de charla, respondía, por ejemplo: Entro en mi jardín, hermana mía, esposa, a coger de mi mirra y de mi bálsamo, a comer la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche, y, habiendo dicho todo esto con tanta pasión, pasaba en seguido de la recitación del versiculo al acto poético, en verdad, en verdad te digo, querido Jesús, así no se puede conversar. Pero un día decidió Jesús hablar de su padre carpintero y de su madre cardadora de lana, de sus ocho hermanos y que, según costumbre, comenzó aprendiendo el oficio paterno, pero después fue pastor durante cuatro años, que estaba ahora de regreso a casa, anduvo unos días con pescaderes, pero no el tiempo suficiente para aprender de ellos su arte. Cuando Jesús contó esto, era la caída de la tarde, estaban en el patio comiendo, de vez en cuando alzaban la cabeza para ver el rápido vuelo de las golondrinas que pasaban soltando sus gritos estridentes, el silencio que se hizo entre los dos parecía indicar que todo estaba dicho, el hombre se había confesado a la mujer, pero la mujer, como si nada fuese aquello, preguntó: Sólo eso, él hizo una señal afirmativa, Sí, solo esto. El silencio ahora era completo, los círculos de las golondrinas rodaban sobre otros parajes, y Jesús dijo: Mi padre fue crucificado hace cuartro años en Séforis, se llamaba José, Si no me eqivoco, eres el primogénito, Sí, soy el primogénito, Entonces no entiendo cómo no te has quedado con tu familia, era tu deber, Hubo diferencias entre nosotros, no me preguntes más, Nada sobre tu familia, pero esos años de pastor, háblame de ese tiempo. No hay nada que decir, siempre es lo mismo, son las cabras, son las ovejs, son los cabritos, son los borregos, y la leche, mucha leche, leche por todas partes. Te gustaba ser pastor, Me gustaba, sí, Y por qué lo dejaste, Me aburría, tenía nostalgia de la familia, Nostalgia, qué es eso, Pena de estar lejos, Estás mintiendo, Por qué dices que estoy mintiendo. Porque he visto miedo y remordimiento en tus ojos, Jesús no respondió. Se levantó, dio una vuelta por el patio, después se detuvo ante María. Un día, cuando volvamos a encontrarnos, tal vez te cuente el resto, si entonces me prometes que no lo dirás nada a nadie, Ahorrabas tiempo si me lo dijeras ahora, Te lo diré, sí, pero solo si nos volvemos a encontrar. Piensas que entonces ya no sere prostituta, que no puedes tener ahora confianza en mí, piensas que sería capaz de vender tus secreto por dinero o dárselos a cualquiera que llegase, por diversión, a cambio de una noche de amor más gloriosa que las que yo te di y tú me has dado. No es ésa la razón por la que prefiero callarme. Pues yo te digo que María de Magdala estará junto a ti, prostituta o no, cuando la necesites, Quién soy yo para merecer esto. Tú no sabes quién eres. 


Aquella noche regresó la Antigua pesadilla, después de haber sido, en los últimos tiempos, solo una angustia vaga que se infiltraba en los intersticios de los sueños comunes, al fin habitual y soportable. Pero esta noche, quizá por ser la última que Jesús dormía en aquella cama, quizá porque él había hablado de Séforis y de los crucificados, la pesadilla, como una serpiente gigantesca que estuviera despertando de la hibernación, empezó a desenrollar lentamente sus anillos, a levantar su horrible cabeza, y Jesús despertó entre gritos, cubierto de sudores fríos. Qué te pasa, qué te pasa, le preguntaba María, afligida, Un sueño, solo un sueño, se defendió él, Cuéntamelo, y esta simple palabra dicha con tanto amor, con tanta ternura, que Jesús no pudo contener las lágrimas y, después de las lágrimas, las palabras que había querido esconder. Sueño que viene mi padre a matarme, Tu padre está muerto, tú estás vivo, aquí. Yo soy un niño, estoy en Belén de Judea y mi padre viene a matarme. Porqué en Belén. Porque allí nací, Quizá pienses que tu padre no quería que hubieses nacido eso es lo que el sueño está diciendo. Tú no sabes nada. No, no sé nada, hubo niños de Belén que murieron por culpa de mi padre. Los mató él, Los mató porque no los salvo, no fue su mano la que manejó el puñal, Y en tu sueño, eres uno de esos niños, He muerto mil muertes, Pobre de tí, pobre Jesús. Por esto me fui de casa. Al fin comprendó. Crees que comprendes. Qué más falta. Lo que aún no te puedo decir. Lo que me dirás cuando volvamos a encontrarnos. 


Sí, Jesús se quedó dormido con la cabeza en el hombro de María, respirando sobre su seno. Ella permaneció despierta todo lo que quedaba de noche. Le dolía el corazón porque la mañana no iba a tardar en separarlos, pero su alma estaba serena. El hombre que descansaba a su lado era, lo sabía, aquel por quien había esperado toda la vida, el cuerpo que le pertenecía y a quien su cuerpo pertenecía, virgen el de él, usado y manchado el suyo, pero hay que tener en cuenta que el mundo comenzó, lo que se dice comenzar, hace apenas ocho días, y solo esta noche se hallo confirmado, ocho días no es nada si lo comparamos con un futuro intacto, por decirlo de alguna manera, además, siendo tan joven este Jesús que apareció ante mí, y yo, Maria de Magdala, yo estoy aquí, acostada con un hombre, como tantas veces, pero ahora perdida de amor y sin edad.


Gastaron la mañana preparando el viaje, que parecía que el muchacho fuera al fin del mundo, cuando ni dos cientos estadios va a en tener que andar, nada que un hombre de constitución normal no pueda hacer entre el sol del mediodía y el crepúsculo de la tarde, incluso teniendo en cuenta que de Magdala a Nazaret no todo es camino llano, por allí no faltan cuestas escarpadas y descampados pedregosos. 


Ten cuidado, que por ahí andan bandas de guerra alzadas contra los romanos, dijo María. Todavía, preguntó Jesús, Has vivido lejos, esto es Galilea, Y yo soy Galileo, no me harían mal, No eres Galileo si naciste en Belén de Judea, Mis padres me concibieron en Nazaret, y, realmente, ni en Belén nací, nací en una cueva, en el interior de la tierra, y ahora me parece que he vuelto a nacer aquí en Magdala. De una prostituta. Para mí no eres prostituta, dijo Jesús con violencia. Es lo que fui. Hubo un largo silencio después de estas palabras, María a la espera de que Jesús hablase, Jesús dándole vueltas a una inquietud que no lograba dominar. Al fin preguntó: Aquello que colgaste en la puerta para que ningún hombre entrase, vas a retirarlo, María de Magdala lo miró con expresión seria, luego sonrió con malicia. No podría tener dentro de casa dos hombres al mismo tiempo. Qué quiere decir eso. Que tú te vas, pero continúas aquí. Hizo una pausa, terminó, La señal que está colgada en la puerta continuará allí, Pensaran que estás con un hombre, Si lo piensan, pensarán bien, porque estaré contigo, Nadie más entrará aquí, Tú lo has dicho, esta mujer a quien llaman María de Magdala dejó de ser prostituta cuando aquí entraste, De qué vas a vivir, Sólo los lirios del campo crecen sin trabajar y sin hilar, Jesús tomó sus manos y dijo, Nazaret no está lejos de Magdala, uno de estos días vendré a verte, Si me buscas, aquí me encontrarás, Mi deseo sera encontrarte siempre, Me encontrarías incluso después de morir. Quieres decir que voy a morir antes que tú, Soy mayor, seguro que moriré primero, pero, si lo hicieras tú antes que yo, seguiría viviendo para que me puedas encontrar, Y si eres tú la primera en morir. Bendito sea quien te trajo a este cuando yo estaba todavía en él. 


Después de esto, María de Magdala sirvió de comer a Jesús, y él no necesitó decirle: Siéntate conmigo, porque desde el primer día, en la casa cerrada, este hombre y esta mujer habían dividido y multiplicado entre sí los sentimientos y los gestos, los espacios y las sensaciones, sin excesivos respetos de regla, norma o ley. Cierto es que no sabrían cómo respondernos si ahora les preguntásemos de qué modo se comportarían si no se encontraran protegidos y libres entre estas cuatro paredes, entre las cuales pudieron, por unos días, tallar un mundo a la simple imagen y semejanza de hombre y la mujer, más a la de ella que a la de él, digámoslo de paso, pero, habiendo sido ambos tan perentorios en cuanto a sus futuros encuentros, basta que tengamos la paciencia de esperar el lugar y la hora en que, juntos, se enfrenten con el mundo de fuera de la puerta, ese que ya se pregunta con inquietud.


  Qué pasa ahí dentro, no es en jadeos de alcoba y cama en lo que piensan. Después de haber comido, María le calzó las sandalias a Jesús y dijo: Tienes que irte si quieres llegar a Nazaret antes de que anochezca, Adiós, dijo Jesús, y tomando la alforja y el cayado, salió al patio. El cielo estaba nublado por igual, como un forro de lana sucia, al Señor no le sería fácil ver, desde lo alto, lo que estaban haciendo sus ovejas, Jesús y María de Magdala se despidieron con un abrazo que parecía no tener fin, también se besaron, pero con menos demora, nada raro si tenemos encuenta que ésa no era costumbre de aquellos tiempos.

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Vocabulario

aloe 1. Planta perenne de la familia delas Liliáceas, con hojas alargadas y carnosas de las que se extrae un líquido denso y amargo, que tiene aplicaciones medicinales.

2. Jugo que se extrae de esta planta.


bacía 1. Vasija para líquidos o alimentos.

2. Jofaina de borde ancho y con una abertura semicircular que se usaba para remojar la barba.

jofaina

Recipiente de boca amplia y poca profundidad, que se usa para lavare las manos y la cara.

cayado Palo o bastón con el extremo superior arqueado que usan los pastores para guiar a las obejas.

cinamomo Árbol de la familia de las Laurácias, de Madera dura aromatica, hojas alternas, flores de colorlila y semilla esferica con las que se hacen cuentas de rosaries , del fruto se extrae un aceite que se usa en la industria y en la medicina.


coturno Calzado de suela de corcho gruesa que usaban en la tragedia griega los actores, para estar más altos.

soturnidad 

tesela Cada una de las piezas de marmol o piedra con que se forman los mosaicos.

zurriagazo Golpe dado con un zarriago, o con un látigo o con otra cosa flexible.

Zurriago Látigo con que se castiga o zurra, suele ser de cuero o de otro material semejante.

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