La comunidad
de discípulos de Jesús de Nazaret desafiaba a la sociedad de su época; no tenía
maestros nadie ostentaba poder sobre los demás y a ninguno se le llamaba padre.
Y, muy notoriamente rompía con el patriarcado. Jesús tuvo la audacia de
integrar mujeres como discípulas. La más destacada, María Magdalena.
Sus
seguidores se sentaban en círculo, niguno por encima de los demás. A las
mujeres no se les valoraba por su pureza ni se les repudiaba por su esterilidad
-como habría sido la costumbre. Son las mujeres las que se quedaron al pie de
la cruz cuando los apóstoles huyeron despavoridos de Jerusalén, y fue a una
mujer, María Magdalena otra vez, la primera a la que el maestro anunció su
resurrección. De esa manera, la preferencia por las mujeres que había
manifestado el Jesús histórico la ratificó el Cristo resurrecto.
La narrativa
esbozada en los parrafos anteriores es la lectura que teólogos e historiadores
católicos criticos, como Hans Küng y José Antonio Pagola, ofrecen de los evangelios. De acuerdo con ellos, la
comunidad de Jesús representó una ruptura radical con las sociedades de su
tiempo, en las que las mujeres no eran consideradas sujetos, sino propiedad de
los hombres.
Al unirse al
Nazareno, dice Pagola en Jesús, Una aproximación históriaca (2007), los discípulos dejaban detrás los lazos de sangre. Ahora el
cemento social se basaba en dos principios: la igualdad y el servicio a los más
débiles. Jesús, además, nunca requirió discípulos célibes. Sus apóstoles
estaban casados cuando se unieron a él y así continuaron.
Las
comunidades cristianas primitivas, afirma Küng por su parte, mantuvieron
durante algunas décadas cierta igualdad entre hombres y mujeres. En su Epístola
a los Romanos, de los veintinueve apóstoles a los que san Pablo saluda, diez
eran mujeres. A Febe la llama diakonos- lo
cual quería decir que era líder de una comunidad-, y reconoce a Junia como
"distinguida entre los apóstoles". La célebre cita paulina de que
entre los cristianos ya no habría judíos ni gentiles, amos ni esclavos, hombres
ni mujeres, sino que todos serían uno en Cristo Jesús, le sirve a Küng como
prueba de la igualdad que subsistía en las comunidades primitivas (aunque Pablo
también es célebre por sus sentencias de que las mujeres deben someterse a los
varones).
Pero eso se
habría de terminar pronto. Los Padres de la Iglesia -un conjunto de pensadores
y líderes cristianos de las primeras comunidades- manifestaron una abierta
hostilidad a la sexualidad y a la mujer. Tertuliano dijo que la vagina era la
puerta al infierno, Orígenes se cortó el pene, Tatiano sostuvo que Adán y Eva
conocían a Dios como los ángeles pero se volvieron bestias por el sexo. Agustín
de Hipona, el más influyente de los Padres de Iglesia, sostuvo que el pecado
original se transmitía por medio del deseo y el placer sexual; así, solo el
celibato liberaba el alma de las tinieblas en que la aprisiona el cuerpo.
Küng habla
de dos grandes perdedores en la institucionalización de la Iglesia primitiva:
las mujeres y los judíos cristianos, quienes fueron repudiados como herejes (la
preeminencia la adquirieron los cristianos helenizados). A las mujeres poco a
poco se les prohibió predicar. La única alternativa de reconocimiento que les
ofreció la Iglesia institucional fue la vida de convento. Sólo por medio de una
renuncia radical a la sexualidad las religiosas podían aspirar a ser tratadas
con respecto y a liberarse del matrimonio y la crianza de niños.
La mujer se
convirtió en sinónimo de tentación y de pecado. La historiadora Elizabeth
Abbott agrega que se construyó la oposición de dos figuras: Eva y la Virgen
María. De Eva, su rebeldía y su concupiscencia eran la culpa de la caída del
paraíso. María, por el contrario, apareció como el paradigma de la castidad y
la obedicencia, y se impuso el dogma de que permaneció virgen -con el himen
intacto- aun después de parir a Jesús.
"La
gran paradoja -dice Abbott- es que los creadores del mito de María eran hombres
célibes que desconfiaban de las mujeres. Su odio por las ocupaciones normales
de la mujer -el matrimonio, el parto y la crianza de los niños- los llevaron a
transformar a María en una Reina de los Cielos, irreconocible como mujer e
incluso como ser humano", afirma en A History of Celibacy.
De la
estigmatización de la mujer al celibato obligatorio solo había un paso, aunque
la Iglesia tardó siglos en instituirlo con éxito.
En 1074, Gregorio VII llamó al laicado a
que no aceptara sacramentos de curas casados; el Segundo Concilio Laterano, de
1139, prohibió toda ordenación de casados, pero la regla quedó firmemente
establecido hasta el Concilio de Trento (1545-1563).
El celibato
apareció como un estado más perfecto que el matrimonio.
El ejercicio
de la sexualidad contaminaba al hombre, y por eso hasta hoy los laicos no pueden
tomar la comunión con las manos. La brecha entre un clero sagrado y un laicado
impuro quedó abierta hasta el día de hoy.
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Tomado del libro OVEJAS NEGRAS
de
Emiliano Ruiz Parra
Ed. Oceano
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