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Han pasado veinte años. Es ya 1947, el
hombre los tres niños caminan por avenida Chapultepec.
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-Tío, ¿verdad que estuviste muerto?
Aquí mis amigos no me lo creen. Cuéntales por favor.
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-Claro que estuve muerto. Me fusilaron
los pelones. Porque así como me ven trabajando en Sears Roebuck, soy militar:
coronel en el ejército de Cristo Rey que tarde o temprano reanudará la guerra
contra los ladrones del gobierno.
-Me llevaron al paredón cerca de
Arandas. Miren, -se abrió la camisa-, no miento. Por aquí entraron las balas. Y
esta en sedal, -inclinó su cabeza hacia los niños-, es el tiro de gracia.
Muerto y bien muerto me dejaron los malditos guachos. La Santísima Vírgen de
Guadalupe me hizo el milagro de resucitarme porque jamás, óiganlo bien, jamás
he dejado de rezar mis tres avesmarias antes de acostarme.
-¿Y qué se siente estar muerto?
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-Ah, no me lo van a creer, es una
sensación muy agradable, como meterse bajo las frazadas, hagan de cuenta. Un
alivio, un descanso. Pero en vez de dormirme caminé por un túnel. No estaba
oscuro sino lleno de luz y al final había un resplandor más fuerte. Se
acercaron a mí varias figuras: mis padres que en paz descansen, los abuelitos
de este niño, y una muchacha muy guapa con la que iba a casarme, pero murió en
1918 durante la epidemia española.
-Me saludaron como si regresara de un
viaje muy largo. Empezaba a conversar con ellos cuando sentí un sacudimiento y
escuché una voz: "Todavía respira. Vamos a ver si es posible curarlo ahora
que ya se largaron los federales".
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