martes, 5 de enero de 2021

Confesiones de Marcela (1)

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CONFESIONES DE MARCELA 1



  Con la adolescencia y la llegada del periodo se inició lo que podía llamarse mi confirmación como mujer. 


  Ya había hecho mis pinitos jugando a las muñecas, a la casita, ayudando a mi madre en las labores domésticas, haciendo la cama de mi hermano porque ésas eran cosas de mujeres y tratando de ser dulce, dócil y abnegada.


  Me había salvado de la costura, las clases de piano y de bordado porque ¡carajo ya estábamos a finales del siglo XX y ya eso hubiera sido el colmo del retraso! 


  Sin embargo, en cierta forma ya estaba entrenada para ser una buena esposa y una ejemplar ama de casa.


  Pero todavía me faltaban muchas cosas por aprender y una de ellas era el saber que no basta con haber nacido mujer, a este cuerpecito había que adornarlo para que a los hombres les gustara. 


  Ellos una vez más, no tenían que hacer absolutamente nada para lucir mejor. 


  Al fin y al cabo el refrán dice que el hombre es como el oso, entre más feo más hermoso, mientras nosotras las mujeres de este mundo no teníamos ninguna oportunidad si éramos feas. 


  Es más, aunque la naturaleza nos hubiera dado la dicha de ser agraciadas, esto no era suficiente.


  La verdad es que yo no veía la hora de entrar a jugar en las grandes ligas. 


  Sí, me moría por empezar a hacer las cosas que hacían las mujeres grandes. 


  Y decidí iniciarme quitando de mi camino lo que a mi modo de ver me hacía lucir muy poco femenina: los vellos.


  -¿Qué te pasó? -fue la expresión asustada de mi madre cuando me vio con los ojos hinchados, como si me hubieran dado dos puñetazos, y las piernas llenas de heridas.


  -Es que me saqué las cejas y me depilé las piernas.


  -Pero tú estás loca. ¿Para qué hiciste eso?


  -Porque quería verme como una mujer hecha y derecha.


  -Pero si para eso vas a tener toda la vida. ¿Para qué tanto apuro?


  -No te preocupes, mami, que te juro no lo vuelvo a hacer. Esto duele muchísimo. Es que hasta vi al diablo en pelotas cuando agarré la pinza de cejas y me empecé a sacar pelito por pelito y ni te cuento la sangre que boté cuando me pasé la navaja por las piernas. 


  -Pues lamento informarte que ya empezaste y te has sabido clavar. Esto no es de “ya no lo vuelvo a hacer”. Ahora los pelos te salen más gruesos y te vas a ver peor, así que la próxima semana vamos a que te hagan la cera para que al menos se te vayan debilitando.


  Creo que mis gritos se escuchaban por toda la ciudad. 


La cera, ese maravilloso invento que logra con el tiempo desterrar los vellos definitivamente, no es más que algo muy caliente que se adhiere a los pelos y cuando te la arrancan parece que miles de pinzas de cejas se unieron al mismo tiempo. 


  ¡Dios mío, cuánto dolía ser mujer! ¿Por qué ellos podían dejarse crecer la barba y simplemente lucir más varoniles mientras nosotras sin depilarnos quedábamos reducidas a un gigantesco pedazo de chicharrón de cerdo?


  Y pensar que esto era sólo el inicio. También debía adentrarme en el arte del maquillaje. Comprar innumerables productos de belleza con los que me tenía que pintar como indio que va a la guerra, ya que ésta era una de mis mejores armas en la conquista del ideal femenino y, por supuesto, de los hombres. 


  Tenía que aprender que mucho maquillaje daba mala impresión, que había que usar sólo lo estrictamente necesario para verme bonita sin estar enviando señales equivocadas. 


  Más tarde emprendería la ruta de las cremas contra la edad y una vez más tendría que conformarme con que una mujer que tiene arrugas es una vieja, pero un hombre que sufre del mismo mal es simplemente más maduro y por lo tanto más interesante. ¡Qué ridiculez! Viejo es viejo desde cualquier punto de vista que se le mire. Pero como éste era otro de los mitos creados en beneficio de los hombres, me tocó a su debido tiempo embarrarme la cara de cremas y teñirme el pelo para que no se notaran esas canas tan envejecedoras en una mujer y tan sexis en un hombre.


  La cosa se puso peor cuando llegó la época de los tacones. 


  ¡Qué masoquismo! Encaramarse en esos dos palitos es un acto cercano al malabarismo y aprender a manejarlos todo un suplicio. 


  Otro invento que, estoy segura, se lo debemos a los hombres porque con el tiempo descubrí el poder que puede tener un par de piernas balanceándose en estos pequeños simulacros de zancos. Y me monté en ellos, como se montaron las demás mujeres mientras ellos caminan felices por la vida sin problemas de callos, ni de deformaciones creadas por la altura de los tacones. 


  Y después tienen el descaro de quejarse de lo mucho que demoramos las mujeres para arreglarnos. 


  Como si lograr que el pelo luzca maravilloso sin que se note la laca, como le gusta a ellos, maquillarse sin que se nos pase la mano, elegir el vestido adecuado para la ocasión y montarse en los dos palitos fuera igual de fácil que afeitarse, bañarse y ponerse lo mismo de siempre: una camisa y un pantalón.


  Pero ¡ay que una salga con la cara lavada y sin ningún tipo de arreglo! Enseguida te miran como si te faltar algo. Como si fueras un florero sin flores o una panera sin pan.


  -Cuando te termines de arreglar me avisas para yo entrar a bañarme.


  -No, si ya estoy lista.


  -¡Cómo que lista! ¡No pensarías ir así!


  -Bueno, es que hoy no tengo ganas de arreglarme. Qué aburrimiento tener que ponerme rollos en el pelo, maquillarme. No, hoy no estoy para esos trotes, así que voy con el "look" natural.


  -No puedes estar hablando en serio. Tienes que hacerte algo.


  -¿Por qué? ¿No te gusto así?


  -Sí, claro, pero van a ir otras personas y no quiero que te vean desarreglada. ¿Te imaginas cómo te vas a ver al lado de las otras mujeres? Nadie va a pensar en lo de tu "look" natural, van a decir que tengo una mujer que no se ve bien.


  -O sea que piensas que no me veo bien.


  -Sí te ves bien, pero para estar aquí. Vamos a salir y te tienes que arreglar. No discutamos más; es tan simple como que mujer que no se arregla no es mujer.


  Y somos mujeres, así que no nos queda más remedio que embarcarnos en la lucha por lucir bien y después que lo hayamos conseguido hacer hasta lo imposible para mantenernos. 


  No hay dieta en el mundo que no hagamos. Nos matamos de hambre toda la vida para poder vernos como las modelos de las revistas y se nos cae el mundo encima cuando no entramos en nuestros pantalones favoritos. 


  ¿Cuándo se ha visto a un hombre dar alaridos y deprimirse porque sus pantalones vaqueros no le entraron? 


  Nunca. 


  Porque al fin y al cabo a ellos nadie les ha vendido la idea de que tienen que lucir como Richard Gere o Sylvester Stallone. 


  ¿Qué hombre aprieta sus nalgas como si tuviera entre ellas una moneda de cincuenta mientras maneja, porque alguien le dijo que eso endurecía el trasero? 


  ¿Cuándo se ha visto que uno de ellos vaya en un ascensor contrayendo los músculos estomacales para lograr una barriga plana? 


  Ninguno. 


  Mientras nosotras vamos por el mundo con nuestra moneda imaginaria entre las nalgas, apretando y soltando todos los músculos de nuestro cuerpo, comprando todas las cremas que existen para la celulitis y las estrías y pensando que los hombres no tienen ese tipo de preocupaciones. 


  Ellos, aunque sufran del mismo mal, ni lo comentan. Nunca se les escucha hablando sobre las últimas cremas, el cepillo que mejor disuelve la piel de naranja y mucho menos de la necesidad de abolir la coca cola, el café y la grasa de sus dietas. 


  Éstas son cosas de mujeres, ya que la celulitis y las estrías no son antiestéticas cuando se trata del cuerpo masculino. 


  Es más, Dios les dio la inmensa fortuna de que ese cuerpo estuviera compuesto de menos grasa. Y a nosotras que nos llevara el diablo y pasáramos la mitad de la vida luchando contra la vejez y la ley de la gravedad. Y como esta tarea no es nada fácil, no nos queda más remedio que recurrir a lo que sea y hasta un bisturí se convierte en nuestro mejor aliado en contra de los errores que cometió la naturaleza. 


  Nos quitamos, nos ponemos, nos estiramos, nos sacamos y nos esculpimos para lograr parecernos a la mujer ideal. 


  ¿A qué hombre se le ha ocurrido ir al cirujano para que le ponga un implante de silicón porque a nosotras nos gustan más grandes? 


  No creo que a muchos. 


  Nosotras nos tenemos que conformar con lo que ellos traigan porque nos han vendido el cuento de que el tamaño y el grosor no hacen la diferencia. En cambio, un busto más voluptuoso y un trasero más grande sí juegan un papel importante en el mundo de los deseos sexuales. Y como nos enseñaron a complacerlos, pues ahí vamos a buscar los implantes que nos harían más deseables, la forma y el tamaño que más demanda tengan en el mercado masculino. 


  No creo que exista una mujer a la que se le haya ocurrido decirle a su hombre que se lo agrande y ni soñar con que algún día podrían ir juntos a la consulta del cirujano para escoger la prótesis que a ella le produciría más placer. 


  ¡Ni pensarlo siquiera!


  Eso sería entrar en terreno prohibido porque decirles a ellos que el objeto que tanto orgullo les causa a nosotras nos parece que podría soportar una que otra mejoría pondría en entredicho su hombría. 


  A nosotras, un busto más grande o más pequeño no nos hace más o menos mejores, pero, por alguna razón que desconozco, para ellos el ser hombres no tiene nada que ver con su esencia. Su hombría no está en la cabeza, sino en lo que les cuelga. Y aparentemente eso es lo único que ellos necesitan para ser hombres. 


  Nosotras tenemos que ir más allá y después de haber logrado lo más cercano a la belleza con lo mucho o poco que Dios nos dio, tenemos que conseguir que esa belleza sea lo suficientemente tentadora para que ellos no se aburran. 


  Es increíble pero ni el maquillaje, ni las dietas, ni los ejercicios, ni las cirugías, ni todas las artimañas a las que podamos recurrir son suficientes porque después de que ya hemos logrado nuestro cometido como mujeres nos tenemos que enfrentar al mágico mundo de ser sexis. Y ahí vamos otra vez a comprar pijamas tentadoras, pantoloncitos y brasieres que los hagan derretirse de deseo cuando nos vean y hasta nos convertimos, de acuerdo con lo que usemos, en seres virginales o en mujeres fatales dependiendo de la facilidad que tengamos para poder desdoblarnos en lo que en psiquiatría sería catalogado como un caso de personalidad-múltiple.


  Ellos, por supuesto, no tienen que recurrir a este tipo de desdoblamientos. La comodidad priva en sus vidas y nosotras nos conformamos con las mismas pijamas de siempre, con los calzoncitos matapasiones porque los otros les aprietan los testículos y con el mismo hombre porque esa personalidad tiene que ser suficiente. Y todo por una sencilla y llana razón. 

Como Dios es hombre, decidió que ellos se excitan visualmente y nosotras somos las encargadas de darles todo el material visual que requieran. 


  En cambio, las mujeres nos excitamos emocionalmente y para eso ellos no tienen que hacer nada, nosotras simplemente echamos mano de la imaginación.


  Y con ese cuentecito de que somos más emocionales, más románticas y más sentimentales vamos por la vida. Como si eso nos sirviera de algo. Al fin y al cabo todas estas cualidades sólo tienen sentido si se aplican al amor, y tampoco en este terreno nosotras llevamos la batuta. 


  Cuando se trata de conquistar, de enamorar y de lograr llegar al corazón de alguien el papel principal también se lo llevan los hombres.

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