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DEL DESIERTO AL MURO
Lorenzo Meyer
11 May. 2017
Lo que queda del nacionalismo mexicano se forjó, básicamente, en el choque con Estados Unidos.
Sin embargo, ahora se está dando un fenómeno inverso: el nacionalismo norteamericano encabezado y simbolizado por Donald Trump y su lema "América primero", al que se define como "nacionalismo de los blancos", se está forjando en buena medida como reacción a México y lo mexicano.
Se trata de una respuesta a lo que parte de la sociedad norteamericana ve como un peligro: la expansión demográfica, documentada e indocumentada, de mexicanos y centroamericanos en su país.
La relación entre México y este nacionalismo norteamericano la desarrolló hace una docena de años el politólogo de Harvard Samuel P. Huntington, en: Who Are We? The Challenges to America's National Identity (2004).
Para él, los valores centrales de Estados Unidos son los que les legó la Inglaterra protestante en la época colonial, pero que hoy están siendo amenazados por una migración masiva e inasimilable: la latinoamericana.
Esa misma idea fue retomada y reelaborada en 2012 por un periodista norteamericano, Robert D. Kaplan, en The Revenge of Geography (Random House). De acuerdo con este autor, si el sistema político del vecino del sur norteamericano no lograba controlar la creciente violencia que ya le caracterizaba, Estados Unidos iba a reaccionar contra la presencia mexicana en su geografía.
En cierto sentido, Huntington, Kaplan y otras visiones similares predijeron la aparición de algo como el trumpismo, en la medida en que esa corriente política es un tipo de nacionalismo alimentado por una percepción negativa de los mundos islámico y latinoamericano.
En el caso concreto de México, el "nacionalismo blanco" quiere poner fin al propósito económico que surgió hace 23 años con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Lo que hoy se está incubando en Washington es un anti-TLCAN. El proyecto de Trump -"Make America great again"- requiere recuperar la planta industrial norteamericana que migró a zonas de mano de obra barata, como México, y rechazar la posibilidad de que México se integre a Estados Unidos en la forma en que el TLCAN lo propuso a inicios de los 1990.
Se suele atribuir a Porfirio Díaz, aunque quizá fue de otro Presidente, Sebastián Lerdo de Tejada, esa frase que sintetizó la geopolítica deseable para México en el siglo XIX: "entre México y Estados Unidos, el desierto", pues ese gran y poco poblado norte -el septentrión- era percibido desde Mesoamérica como una amenaza (Carlos González Herrera, La frontera que vino del norte, Taurus, 2008, p. 39). El desierto como barrera entre dos sociedades con estructuras étnicas y sistemas políticos, económicos y culturales diferentes, y en buena medida antagónicos, y enmarcadas por una asimetría de poder, funcionó. Pero la pérdida de Texas, la guerra de 1846-1848, más los ferrocarriles y la expansión demográfica que se experimentó a ambos lados de la frontera México-Estados Unidos, acabaron con la separación original en el aspecto físico y económico, que no en el cultural.
Al finalizar el siglo pasado, el fracaso del modelo económico mexicano y la crisis de su sistema político llevaron a la dirigencia mexicana a aceptar como el mal menor la integración y subordinación de la economía mexicana a la norteamericana.
Sin embargo, a lo largo de los últimos años ocurrió algo imprevisto: la desindustrialización relativa de ciertas regiones norteamericanas y el surgimiento de una gran inconformidad en las zonas afectadas.
Para el trumpismo, la pérdida de la edad de oro del trabajador industrial blanco tras la segunda postguerra está asociada a una doble migración: la de plantas industriales norteamericanas a México y la de mexicanos indocumentados a Estados Unidos. Esa explicación en torno a la pérdida de empleos industriales bien pagados en el "Rust Belt" norteamericano es muy simplista, pero políticamente funcionó como un detonador del "nacionalismo blanco".
El desierto como barrera natural para aislar a Estados Unidos de México hoy se desempeña muy mal, por eso Trump propuso construir una separación física y económica que le sustituya. Por un lado, una gran muralla y, por otro, eliminar o restringir la integración económica propiciada por el libre comercio. Parafraseando a Lerdo de Tejada, Trump propone: "entre Estados Unidos y México, un gran muro físico y económico".
Es difícil decidir a estas alturas qué tan factible es construir el gran muro fronterizo: los obstáculos físicos son enormes, lo mismo que su costo, pero algo va a tener que hacer al respecto el mandatario que hizo de ese parapeto parte central de su plataforma electoral.
También es difícil saber cómo se propone Washington enfrentar el TLCAN, pues en el norte hay fuertes intereses económicos que se han beneficiado del mismo.
Sin embargo, y pase lo que pase, México, como país soberano, queda obligado a dar forma a un proyecto nacional que no dependa al grado actual de las decisiones que tome Trump o quien le suceda. Sobre todo, porque el antimexicanismo en el país vecino del norte no se explica sólo por el carácter de quien ocupe la Casa Blanca, sino que ya mostró que tiene una base social significativa. Esa fuerza y actitud son factores que deberíamos considerar no como variables sino como constantes y actuar en consecuencia.
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