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NO TODO ES CORRUPCIÓN, PERO…
Lorenzo Meyer
26 Oct. 2017
Al concluir el ciclo de la Revolución Mexicana -1910-1940- con el cardenismo, México entró en una etapa de estabilidad política relativa. Ello fue posible porque ya habían fraguado los cimientos de un contrato social más o menos efectivo que legitimó al presidencialismo autoritario. Al menos eso reflejaron la cohesión de la élite y las encuestas sobre la cultura cívica de la época (Gabriel Almond y Sidney Verba, The civic culture: political attitudes and democracy in five nations [Princeton, 1963]).
Siempre se tuvo conciencia de vivir en un entorno no democrático, pero también en un régimen que prometía "justicia social" a campesinos y trabajadores, que abría oportunidades a las clases medias y que a los grandes empresarios les ofrecía un mercado interno protegido. Y la democratización política era tema pospuesto, pero no cerrado.
Ese contrato social postrevolucionario dejó de operar en los 1980.
Hoy, la gran desigualdad social del neoliberalismo más la atmósfera de violencia e inseguridad, la mediocridad del crecimiento económico y una corrupción e impunidad rampantes, nos han dejado sin contrato alguno. Lo que queda de pegamento social sólo se ve en una orilla de la sociedad civil -la solidaridad a raíz de los sismos, por ejemplo- pero no en la opuesta, donde operan gobierno y poderes fácticos.
El entusiasmo que despertó el 2000 por las posibilidades de una "transición democrática" ya se disipó. La ausencia de un acuerdo social y de confianza en las instituciones hace que la contienda electoral por venir se vea más como una crisis que como la "fiesta democrática" que debería ser.
Y es que los signos políticos son ominosos. Las últimas elecciones del Estado de México y Coahuila oficialmente las ganó el partido del gobierno, pero sin credibilidad. En ambos casos, el INE y el TEPJF se mostraron como instituciones ya capturadas por el gobierno y su partido, y cuya función ya no es asegurar la limpieza del juego electoral sino simplemente avalar el triunfo del PRI.
Finalmente, la forma en que se pretende evitar que la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales cumpla su tarea difícilmente puede ser más obvia: cesar al fiscal justo al inicio de la campaña electoral vía la orden de un procurador interino y para obstaculizar una investigación por corrupción de carácter internacional y que en otros países ya ha avanzado mucho: el dinero ilegal que la empresa constructora brasileña Odebrecht inyectó en campañas electorales a cambio de contratos y favores.
Esa investigación, de la que no sabemos su naturaleza, debería determinar el verdadero monto de los sobornos pagados, a quién se le pagaron, aclarar si terminaron como financiamiento ilegal de la campaña presidencial de 2012 y, finalmente, qué contratos se firmaron con las empresas de Odebrecht y bajo qué condiciones (Reforma, 23/10/17).
En esta coyuntura, la explicación oficial sobre el despido del fiscal: violación al código de ética de la PGR (?) por divulgar datos que debían permanecer en la confidencialidad, simplemente no convence. En fin, con o sin fiscal, el caso Odebrecht alcanzó a la cúspide del poder y ya proyecta su sombra sobre el 2018.
El presidente Enrique Peña Nieto se ha quejado de una tendencia de la sociedad mexicana que ve en la corrupción gubernamental la causa de todos los males de la vida pública (Aristegui Noticias, 16/10/17).
Obviamente, no todos nuestros grandes problemas nacionales son producto directo y exclusivo de la corrupción, pero prácticamente en todos y cada uno de ellos ese factor está presente y en algunos casos es determinante.
Se puede hacer una enumeración de esos problemas tan corta o larga como se quiera y comprobar que, en prácticamente todos, este componente juega un papel.
Hagamos el ejercicio. Si hoy apenas el 48% de los ciudadanos dice apoyar a la democracia y el 71% de ellos está insatisfecho con la forma como opera el sistema político (Latinobarómetro 2016 y encuesta GEA-ISA, junio, 2017), ello se explica en buena medida por la percepción de su corrupción.
Si el 75% de los mexicanos dijeron que vivir en su ciudad es inseguro (INEGI, 17/07/17), tal percepción tiene en su base un elemento muy objetivo: el aumento imparable de la violencia -2017 ya es el año más violento del sexenio. El crimen organizado no cede, avanza. La impunidad, otra cara de la corrupción, coloca a México en el 4° lugar entre 69 países (Índice global de impunidad, 2017, Universidad de las Américas Puebla) y se calcula que el 98% de los actos criminales en el país quedan impunes (CEESP, 2012). Por eso es generalizada la sospecha de una relación estructural entre criminales y autoridades.
El costo económico de la corrupción en nuestro país se calculó para 2015 entre el 5% e incluso el 10% del PIB (El Financiero, 02/03/17). Los "desastres naturales" son poco naturales y mucho producto de negligencias y corrupción.
Lo mismo se puede argumentar sobre los enormes daños a la ecología (deforestación, derrame de sustancias tóxicas en ríos y mares y más). En fin, el etcétera puede ser muy largo.
El PRI anunció que su retorno a "Los Pinos" se significaría por sus "reformas estructurales", pero posiblemente pase a la historia por la acentuación de una de sus características históricas: la corrupción.
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