Hace
ya mucho tiempo, viajaba por el estado mexicano de Morelos con el dramaturgo
neoyorquino Jack Gelber y su esposa.
Nos
perdimos en el laberinto de montañas, arrozales y cañaverales.
Nos
detuvimos para pedirle a un anciano campesino el nombre de la aldea donde nos
hallábamos.
—Depende
—contestó el viejo—. El pueblo se llama Santa María en tiempos de paz. Se llama
Zapata en tiempos de guerra.
Ese
viejo campesino sabía algo que «nuestro tiempo» parece haber olvidado y es que
hay más de un tiempo en el mundo.
Existen
otros tiempos, en plural, al lado, por encima o por debajo del tiempo lineal de
los calendarios de Occidente.
Un
viejo que podría vivir, «dependiendo», en el tiempo de Zapata o en el tiempo de
Santa María, era heredero vivo de una cultura compleja, de múltiples estratos.
Ese
hombre, no sólo nos es indispensable. Nos es fraternal. Nos recuerda que tiene
un hermano en la India para el cual el pasado nunca es pasado sino presente
eterno, perpetuamente enriquecido por lo que en Occidente se llama «pasado»
muerto.
Sospecho
que tiene un mellizo en China que concibe el tiempo como una proposición
puramente dinástica y un sobrino, quizás, en Marruecos, para el cual el tiempo,
lejos de desarrollarse horizontalmente del pasado al presente y al futuro, es
concebido como un ascenso vertical y paralelo de Dios y del Hombre.
Me
imagino, incluso, que tiene un joven nieto viviendo en Madagascar entre los
imerima que rehúsan exiliar los tiempos antiguos en beneficio de los nuevos.
Uno y otro, en vez de desterrarse mutuamente, se suman entre sí en una especie
de acreción continua.
Todo
está vivo, todo es y está presente. Los imerima resumen toda posible historia
en dos declives de la realidad: La herencia de los oídos y la memoria de los
labios.
Oídos
y labios nos dicen, entrando al siglo XXI, que debemos darle al tiempo un cauce
más amplio a fin de dar vida y cabida a las múltiples culturas de un mundo que
corre el peligro de la uniformidad global pero también el de la dispersión
local.
Ello
requiere una crítica del tiempo dentro del patrón occidental que es el nuestro,
que a su vez implica una crítica de la historia como orientación hacia el
futuro, una crítica del progreso como ascenso lineal inevitable hacia la perfección
y, finalmente, una crítica cultural de la hegemonía y la servidumbre
internacionales en el siglo XXI.
Además, el mundo nos ofrece hoy la
posibilidad de un tiempo sin tiempo, un tiempo que puede ser el fin del tiempo
si, como es posible, logramos asesinar a la naturaleza al tiempo que
nos
suicidamos.
La
defensa del tiempo es por todo ello defensa de la cultura y de la manera de
vivirla en la historia. Esa defensa tiene un sitio. Se llama el presente, aquí
y ahora.
Porque
el pasado ocurre hoy, cuando recordamos. Y el futuro ocurre también hoy, cuando
deseamos.
No
puede haber presente vivo con pasado muerto. Cuando expulsamos al pasado por la
ventana, no tarda en regresar por la puerta principal, disfrazado de las más
extrañas maneras.
Las
guerras contra la memoria son perdidas, al cabo, por quienes las emprenden.
Tenemos que hacer presente el pasado para comprender a las culturas
reemergentes, insatisfechas con la carrera de cabeza hacia un futuro sin
cabeza, así como la tensión interna, dentro de las propias culturas, entre las
exigencias técnicas y supranacionales de la aldea global y la afirmación de las
diferencias locales, los regionalismos, las microculturas y los ritmos
temporales que les son propios.
Todas
estas tensiones suponen una reelaboración de los conceptos de la temporalidad y
del papel del lenguaje y de la imaginación en una redistribución del reparto de
las civilizaciones de acuerdo con tradiciones más profundas y menos efímeras
que las nuestras.
México
es un país mestizo e hispanoparlante, pero sigue siendo, también, un país
indio. Un repertorio de posibilidades que hemos olvidado o aplazado o expulsado
de nuestros conceptos del tiempo progresista nos aguarda calladamente en el
mundo indígena, reserva de todo lo que hemos olvidado y despreciado, la
intensidad ritual, la sabiduría atávica, la imaginación mítica, la relación con
la muerte, la manera de contar el tiempo —narración y suma— no sólo como
calendario solar sino como calendario del destino, el tonopuhali de ciclos de
veinte días, cada uno con su secuela particular de trece días, hasta integrar
un verdadero mándala del tiempo más pleno, más abarcante, más orientado que
nuestras simples concepciones lineales.
El
tiempo siempre ha sido un problema. Desde el principio del tiempo. Un problema
redundante, puesto que el problema del tiempo es el tiempo mismo.
En
la raíz del problema, hay dos maneras de concebir al tiempo. Para unos, la
realidad es cambio incesante. El mundo está en llamas. La ley de los opuestos es
cruenta. Todo tiende a convertirse en su contrario y es esto lo que crea el
cambio. La historia es la historia de la violencia. El tiempo es lucha. El
devenir y el flujo son la única realidad temporal. La permanencia es ilusoria.
Si el movimiento cesa, el universo se colapsa y el tiempo termina.
Para
otros, sólo lo que permanece y dura es real. El flujo, el movimiento y el
cambio son meras apariencias.
Platón
concilia ambas corrientes pero privilegia a la segunda. Si el cambio es real,
la permanencia es irreal. Si el cambio es irreal, la permanencia es real. El
dualismo de Platón nos dice que existe un mundo de formas, real y permanente,
fuera del tiempo y liberado del cambio: un mundo eterno. Pero hay otro mundo de
objetos sensoriales, basado en la apariencia y el cambio, que ejemplifica al
mundo de las formas en otro mundo de tiempos cambiantes.
En
el Timeo, el Creador explica cómo transformó el Caos original en Orden
universal. La inmensidad de Dios no depende del espacio. La eternidad de Dios
no depende del tiempo. Pero en cuanto tiempo y espacio son ocupados por cosas y
por eventos, cosas y eventos coexisten en el espacio y se suceden en el
tiempo.
Lessing
dividió las artes en formas que coexisten en el espacio (en pintura y
escultura, artes de la impresión total e inmediata) y artes que suceden en el
tiempo (música y literatura).
La
gran cuestión de la literatura moderna ha sido: ¿Por qué se ve obligada la
escritura a la sucesión en vez de a la coexistencia?
Porque
el lenguaje consiste de unidades sucesivas y discretas. La revolución de la
novela moderna ha consistido, en alto grado, en rebelarse contra la fatalidad
discreta y sucesiva.
Pero
lo mismo ha sucedido en la música, en la física y en la poesía. Es la
aspiración imposible a la simultaneidad que, rebelándose contra la sucesión, no
la derrota, pero la transforma: Picasso, Pound y Eliot, Apollinaire, Joyce,
Faulkner, Virginia Woolf... Su grandeza es su propósito, pero su genio es el
fracaso del propósito, la medida del cambio logrado por la rebelión... La
literatura es el gran laboratorio del tiempo.
Otorgarle
directamente la eternidad al universo fue imposible, dice Platón.
Pero
el Creador «resolvió concedernos una imagen de la eternidad en movimiento... y
esto es lo que llamamos
tiempo».
El
tiempo es la imagen de la eternidad cuando se mueve. La eternidad en movimiento
es el tiempo. No ceso de maravillarme ante esta idea que es imagen. Pero
admirado, consolado o inspirado por ella, no me libero de la conflictiva
relación con el tiempo que es la mía —la de todos— porque sigo persiguiendo al
tiempo, arañándolo sin asirlo. Nacido, crecido, amado y siendo amado, deseando,
envejeciendo y al cabo, muriendo en el tiempo, nunca sabré lo que yo era cuando
aún no era —el pasado sin mí— o lo que seré cuando ya no sea —el futuro sin
mí. Pues por más que
racionalicemos al tiempo, su reino —el original y el fatal— es el misterio.
Me
pregunto por la sabiduría común de Dios y el Diablo y digo que es una relación
con el tiempo.
Dice
la Cábala: Nada desaparece por completo, todo se transforma, lo que creíamos
muerto sólo ha cambiado de lugar. Permanecen los lugares. No les vemos cambiar
de lugar.
Mas,
¿qué es el tiempo sino medida, invención, imaginación nuestra?
Cuanto
es, es pensado. Cuanto es pensado, es. Los tiempos mudan de espacio, se juntan
o superponen y luego se separan. Podemos viajar de un tiempo a otro sin mudar
de espacio. Pero el que viaja de un tiempo a otro y no regresa a tiempo al
presente, pierde la memoria del pasado (si de él llegó) o la memoria del futuro
(si allí tuvo su origen). Lo captura el presente. El presente es su vida. Y
todos, sin excepción, regresamos tarde a nuestro presente. El tiempo no se
detiene a esperarnos mientras viajamos al pasado o al futuro. Siempre llegamos
tarde. Un minuto o un siglo; da igual.
Ya no podemos
recordar que también estamos viviendo antes o después del presente.
Quizás
nuestro pacto con el tiempo es vivir en el presente sin memoria de nuestro
pasado o de nuestro porvenir, los más lejanos, no los más próximos, si de ellos
llegamos a nuestro hoy.
A
veces cruzamos miradas incomprensibles, en una calle, en un aeropuerto, en un
barco, en un almacén, en una escalera, en un ascensor, en una iglesia, en un
teatro, en un cementerio, que nos dicen: ¿Quién fuiste, dónde viviste antes,
dónde moriste antes? ¿Nos conocemos?
Si yo quisiera
descargarme de la memoria algo atrozmente triste, mi pacto con Dios o con el
Diablo sería éste: —Quítame mi memoria y te regalo mi alma. Pero ni siquiera
Dios puede deshacer lo hecho. El Diablo, en cambio, afirma que él sí puede
convertir lo que fue en lo que no fue.
Así
desafía y tienta Dios al hombre. Pero al olvidar un hecho atroz, ¿no corremos
el riesgo de olvidar también lo mejor de nuestras vidas, el tiempo del amor de
nuestros padres, de la belleza de una mujer, de la pasión de un hombre, del
orgullo de un hijo, de la alegría de una amistad, de todo?
La
cláusula diabólica es: Olvidarlo todo o no olvidar nada.
Veo
a un niño y me digo que cada hombre que nace posiblemente reencarna a cada
hombre que muere. Si quiero conocer la cara que dentro de cuarenta años tendrá
ese niño, me basta ir directamente al lugar donde será bautizado: nombrado.
Allí lo encontraré. Allí veré la cara que tendrá el niño. Allí me diré que
nadie puede terminar su propia vida. A nadie le es dado vivir completamente su
tiempo posible.
¿Quiénes
son, entonces, los inmortales?
Hay
seres que no nos hablan, pero nos miran. No nos ven, pero nos recuerdan. No nos
recuerdan, pero nos imaginan.
¿Quiénes
son los inmortales?
Los
que vivieron mucho tiempo, los que reaparecen de tiempo en tiempo, los que
tuvieron más vida que su propia muerte, pero menos tiempo que su propia vida.
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