Hace muchos años
se le encargó a un célebre pintor, para la catedral de una ciudad de Sicilia,
un fresco cuyo asunto había de tomarse de la vida de Cristo.
Por espacio de
varios años el artista trabajó en su obra hasta casi terminarla. Faltábanle
sólo las dos figuras más importantes: el Niño Jesús y Judas Iscariote.
Buscó
afanosamente sendos modelos para ambos personajes sin encontrarlos, hasta que
un día, al caminar por un barrio apartado de la ciudad, tropezó con unos niños
que jugaban en la calle.
Habían
entre ellos un niño como de doce años, cuyo rostro hizo dar un vuelco al
corazón del pintor. Aquel semblante era el de un serafín. Tenía las facciones
que tanto había buscado.
Llevóse
el artista consigo al niño, y logró que se sentara pacientemente horas y horas,
por espacio de varios días, hasta que, de su pincel salió, angélico y perfecto,
el rostro del Niño Jesús.
Pero transcurrió varios años sin que el
artista lograra encontrar el modelo para el retrato de Judas. Parecía que
tendría que dejar inconclusa su obra maestra.
Divulgóse
por todos los ámbitos del país la noticia, y acudieron de todas partes muchos
hombres que creían tener aspecto de fealdad necesaria.
Pero en ninguna
de aquellas feas y repelentes caras descubrió el artista la expresión que él
deseaba de su soñado Judas: el aire indescriptible de un hombre en cuyo corazón
la codicia y el ansia de poder van destilando, hasta hacerlo rebosar en obras
infernales, de la envidia y el veneno del mal.
Y
sucedió un día que en la taberna en que se hallaba paladeando vaso de buen
vino, penetró, tambaleándose, un hombre andrajoso y apenas atravesó el umbral,
dio de bruces en el suelo a tiempo que pedía con ronca voz: "¡vino!...
¡vino!"
Alzó
el pintor al caído y, al verle el rostro, se estremeció de pies a cabeza.
En aquella cara
habían dejado su huella siniestra todos los pecados.
Presa
de gran agitación, ayudó el pintor al borracho a ponerse en pie.
-Ven
conmigo- le dijo- y te daré, todo el vino que quieras... y comida... y ropa...
Había encontrado, por fin, el modelo para su Judas.
Durante
muchas horas trabajó el pintor para concluir su obra maestra.
Y
a medida que avanzaba el trabajo, el indigente ponía una extraña y tensa
atención. Clavaba los ojos en su propia efigie con una especie de creciente
horror.
Un
día, como advirtiese la emoción de su modelo, no pudo el pintor menos que
preguntarle:
-Hijo
mí, ¿qué te ocurre?.. ¿con qué puedo calmar tu sobresalto?
El
modelo rompió en sollozos, y ocultó el rostro entre las manos. Al cabo de un
rato, levantó los ojos implorantes al anciano maestro, y le dijo:
-¿No os acordáis de mí?... Yo soy aquél
que, hace años, os serví de para vuestro Niño Jesús...
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