Guillermo
Almeyra
Desde Aristóteles, parecería que
clasificar las cosas y fenómenos equivale a dominar la realidad, que es siempre
compleja. De ahí la tendencia a apresurar el proceso de comprensión de lo
nuevo, encajándolo a fuerza en los conceptos viejos y conocidos. Esa operación
obliga a quien la practica a tomar en cuenta sólo algunas características de lo
que se pretende clasificar, dejando de lado todo lo que es contradictorio con
lo que parece ser dominante.
Lázaro Cárdenas, por ejemplo, ¿fue un nacionalista
revolucionario socializante o el fundador del corporativismo y del Estado
mexicanos?
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Fue ambas cosas a la vez, y el que vio
sólo una cara del cardenismo no entendió nada de por qué los campesinos y trabajadores
lo apoyaban, aunque no acatasen cada una de sus medidas, y por qué las clases
dominantes lo odiaban, aunque a veces se beneficiasen con sus políticas.
Por eso, tal como hace hoy la izquierda
ecuatoriana con Rafael Correa, los anarquistas y comunistas mexicanos
calificaron en su momento a Cárdenas de fascista, condenándose al aislamiento
político.
Correa, por supuesto, no es Cárdenas. Es
un economista cristiano, formado por los lassallianos, con doctorado en la
Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, con práctica social entre los
indígenas con los salesianos, que fue ministro de Economía y Finanzas del
presidente Alfredo Palacio. Es un hombre que, según la tradición
socialcristiana, cree en el papel de los misioneros y apóstoles del Progreso,
con P mayúscula, entre los que se incluye, y que el cambio depende de la
voluntad y capacidad del gobernante, quien debe ser honesto.
Por eso se presentó como candidato a
presidente, sin partido y sin candidatos para los otros puestos electivos. Por
eso también adopta solo las decisiones y cree sinceramente que los amigos que
discuten sus posiciones son traidores. De ahí su verticalismo, su
autoritarismo, su espíritu de cruzado, que
van unidos con un sincero y ardiente nacionalismo antimperialista, y con un
deseo –paternalista– de modernizar Ecuador, de promover la cultura, de crear
ciudadanía.
Aunque reprima, está lejos de ser
fascista o tirano: se ve como padre severo y autoritario de un Ecuador en
pañales. Además, su política económica no es sólo el mantenimiento de la moneda
en paridad con el dólar y del país como exportador de bananas y petróleo, y del
Estado como injusto recaudador de impuestos, sobre todo a los más pobres: es
también un intento sincero y tenaz de acabar con la corrupción, de lograr un
crecimiento económico que, sin cambiar el sistema, agrande un poco la torta de
la economía y, por consiguiente, la porción que les tocará a los más pobres.
Opuesto al derechista partido
socialcristiano, cree, sin embargo, en la doctrina socialcristiana, que se
ilusiona con reformar el capitalismo.
Los maoístas del MPD –que también creen en líderes, aparatos
y alianzas de clases– lo odian y lo califican de fascista, porque lo ven como
un competidor, ya que tiene el apoyo de la mayoría de los trabajadores y,
absurdamente, le dicen proimperialista; los “indígenas profesionales” –o sea,
los dirigentes étnicos que piensan en su propia carrera– hacen lo mismo porque
las bases indígenas votan mayoritariamente por Correa y no siguen políticamente
ni a la Conaie ni al partido Pachakutik, porque creen en el desarrollismo y el
mercado, esperan conseguir mejores precios agrícolas y salarios, mejores
condiciones sanitarias, caminos, escuelas, hospitales. La izquierda más seria,
por su parte, rechaza la política extractivista, antiecologista, desarrollista,
peligrosamente verticalista y autoritaria, y esboza elementos correctos de una
política alternativa, pero se priva de los medios y del sujeto para
concretarlos, pues no entiende las diferencias que existen entre Correa, su
aparato gubernamental y el “correísmo” de los que votan por Correa pero, si les
tocan el territorio o sus derechos, se le opondrán.
Por eso ven al correísmo tal como parte
de la izquierda argentina veía al peronismo, al que calificaba de fascista,
porque Perón prohibía las huelgas, era admirador del fascismo y reaccionario, y
fomentaba un aparato sindical burocrático-corporativo, pero sin ver que los
obreros peronistas le hacían huelga y lo votaban, eran anticlericales y lo
votaban y eran antifascistas y antiburocráticos, y libertarios en sus
sindicatos corporativizados. Esa ubicación en oposición frontal a los votantes
de Correa impide a la izquierda más seria desarrollar las contradicciones del
correísmo y actuar en común con los campesinos en defensa de los bienes comunes
y de las comunidades y escuchar a éstas, que no se identifican con los “indios
profesionales” que dicen representarlas.
Correa quiere que el país dependa menos
de la exportación de petróleo y de bananas. Debería, para ello, desarrollar el
mercado interno, modernizar Ecuador. O sea, encarar el problema agrícola,
porque la banana es sinónimo de latifundio; la cría de camarón en acuicultura
es sinónimo de degradación de los manglares y de las aguas, pero también de la
desaparición de la pesca artesanal, y el minifundio campesino impide el
desarrollo y el crecimiento. Debería crear caminos y mejorar la distribución: o
sea, lograr los fondos en Ecuador, para lo cual –como el ahorro nacional es
bajo– o hace que los ricos paguen o endeuda el país y hace pagar a los pobres.
Debería cambiar todo el sistema financiero, que es una bomba de succión de la
sangre y el sudor de los ecuatorianos.
Todo eso
todavía con la economía dolarizada y en medio de una crisis mundial. Por
consiguiente, los problemas sociales, políticos y económicos, no podrán
evitarse y tampoco una dosis de pragmatismo en el mantenimiento durante un
tiempo de la dependencia del extractivismo. La izquierda deberá aprender
entonces y urgentemente a apoyar críticamente lo que es posible apoyar y
rechazar lo que es reaccionario.
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