JOHN KERRY
Como es sabido, cada nuevo turno
presidencial en los Estados Unidos despierta en algunos espíritus ingenuos la
esperanza de que “ahora sí”, América latina y el Caribe van a ocupar el lugar
que se merecen en la agenda de la Casa Blanca.
Esta tendencia está profundamente
arraigada en vastos sectores de las sociedades latinoamericanas, reforzada por
la infantil ilusión que despierta la presencia de un afrodescendiente en la
Casa Blanca.
No obstante, durante ochenta años la historia se encargó de
demostrar la absoluta vacuidad de esa retórica.
En efecto, fue Franklin D. Roosevelt quien en su discurso
inaugural (4 de marzo de 1933) anunció con bombos y platillos su “política del
buen vecino”. Poco después, en diciembre de ese mismo año, su secretario de
Estado, Cordell Hull, declaraba en una conferencia pa-namericana en Montevideo
que “ningún país tiene el derecho de intervenir en los asuntos internos o
externos de otro”. Al poco tiempo esta política del buen vecino mostraba su
verdadero rostro al bendecir la tiranía de Anastasio Somoza en Nicaragua y
convalidar el alevoso asesinato de Augusto César Sandino, el líder guerrillero
que había derrotado y provocado la retirada de las fuerzas de ocupación
norteamericanas instaladas en Nicaragua desde 1909.
Lo que siguió durante décadas fue una
sistemática política de Washington de incondicional apoyo a cuantas dictaduras
y gobiernos de derecha llegaran al poder en América latina y el Caribe,
tendencia que se profundizó a partir de la Guerra Fría y que continúa hasta
nuestros días.
El golpe seudoinstitucional en contra del presidente Mel
Zelaya en Honduras y la farsa parlamentaria con la cual se destituyó a Fernando
Lugo en Paraguay son ejemplos contundentes que demuestran la invariable
continuidad de la política del imperio hacia lo que sus estrategas e
intelectuales orgánicos consideran como las “provincias exteriores” de la Roma
americana.
Entre Somoza y Lugo aparece una abigarrada galería de
siniestros déspotas apadrinados por la Casa Blanca: el ya mencionado Somoza,
fundador de una sangrienta dinastía, Carlos Castillo Armas en Guatemala; Rafael
L. Trujillo en República Dominicana; Papa Doc Duvallier en Haití; Fulgencio
Batista en Cuba; Marcos Pérez Giménez en Venezuela; Alfredo Stroessner en
Paraguay, para nombrar apenas a algunos pocos y a los que habría que agregar,
ya en los setenta del siglo pasado, a las tenebrosas figuras de Augusto
Pinochet en Chile, Jorge Rafael Videla en la Argentina y los gorilas
brasileños, bolivianos y uruguayos que asolaron nuestros países.
Las víctimas de esta insaciable
voracidad del imperio se cuentan por millones, pero entre los gobernantes y
líderes políticos que cayeron a causa de sus maniobras están, aparte de los ya
mencionados Zelaya y Lugo, Joao Goulart, Jacobo Arbenz, Juan D. Perón, Juan
Bosch, Arturo U. Illia, Maurice Bishop y Salvador Allende –amén de Omar Torrijos
(Panamá) y Jaime Roldós (Ecuador), muertos en sospechosos accidentes aéreos–
entre tantos otros que sería largo enumerar en este breve escrito.
¿Habrá algún cambio con John Kerry al
frente del Departamento de Estado?
Si tomamos nota de lo que dijo en la
audiencia de días pasados ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado
–presidida por Bob Menéndez, un contumaz enemigo de la Revolución Cubana– la
respuesta debe ser claramente negativa.
Business as usual, como dicen en Estados
Unidos. Y como más de una vez lo advirtiera Noam Chomsky,
Obama profundiza la línea seguida por la Administración de
George W. Bush actuando de acuerdo con las enseñanzas de Theodore Roosevelt que
aconsejaba “hablar en voz baja, pero traer un gran garrote”.
Para Kerry el modelo a seguir en materia
de relaciones hemisféricas es el que la Casa Blanca cultiva con Colombia.
El hecho de que este país sea
considerado como el mayor violador serial de los derechos humanos en los
últimos tiempos debe ser un dato nimio para el sucesor de Hillary Clinton.
Tanto es así que, olvidándose del
frondoso prontuario depositado en los Archivos Nacionales de Washington, se
deshizo en elogios al narcopolítico Alvaro Uribe y su exitosa campaña de
“seguridad democrática”, construida sobre el asesinato en masa de más de tres
mil jóvenes en lo que en Colombia se conoce como el crimen de los “falsos
positivos”.
Refiriéndose a Venezuela, y a otros
países “atípicos” (así calificados porque no cooperan con los nobles esfuerzos
de Washington), el futuro secretario de Estado afirmó que “puede haber una
oportunidad para la transición allí”.
Entendámonos: cuando un alto funcionario
de Washington habla de “transición”, a lo que se refiere es a “cambio de
régimen” o, más prosaicamente, “golpe de Estado”. Y eso es lo que están
desaforadamente impulsando la NED, la CIA, la Usaid y toda la parafernalia de
(aparentemente inocentes) ONG que actúan como fachadas altruistas de los
siniestros intereses de Wa-shington. En fin, lo que dijo Kerry es que hará lo
que la Casa Blanca siempre hizo y continuará haciendo. Tal como lo planteamos
en América latina en la Geopolítica del Imperialismo y, antes, en un libro que
es una suerte de prefacio y que lleva por título El lado oscuro del imperio, la
política del imperialismo puede variar sus apariencias pero es invariante en su
esencia. Y su esencia es el saqueo, el pillaje, la superexplotación, la
opresión nacional.
Como lo recordaba la gran Violeta Parra
en “La carta”, una de sus más hermosas canciones: “Yo pido que se propague por
toda la población que el león es un sanguinario en toda generación”.
En efecto, el imperio es sanguinario en
toda generación. Pensar que puede actuar de otra manera sería incurrir en una
pasmosa ingenuidad.
Lamentable involución la de este Kerry: pasó de sus valientes
denuncias sobre los brutales crímenes perpetrados por la soldadesca yanqui en
Vietnam a esta capitulación en toda la línea. Como un mal vino, envasado en
peor barrica, el hombre envejeció mal, y un oportuno casamiento con la
multimillonaria heredera de la salsa ketchup Heinz terminó por evaporar su
juvenil radicalismo convirtiéndolo en un reaccionario que erige a Colombia, con
sus cuatro millones de desplazados por la guerra; con su narcopolítica; con sus
“falsos positivos”; con sus asesinatos de dirigentes sociales, políticos,
sindicales y sus periodistas; con su desenfreno paramilitarista y sus siete
bases militares norteamericanas en el modelo a emular por los países del área.
La verdad, Kerry envejeció muy mal. Por
suerte hay otros que ya eran buenos, pero que con el paso del tiempo se
volvieron aún mejores: Fidel, Raúl, Chomsky, González Casanova, Alfonso Sastre,
entre tantos otros. No todo está perdido.
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