jueves, 13 de agosto de 2009

Dos Historias para PROVIDA

Sabina Berman

Señor Limón:
Jefe laboral de los antiabortistas:

Le cuento dos historias ciertas.
Ambas inician con dos pruebas de embarazo.
Fernanda revisa su prueba, y en otra parte de la Ciudad de México y en otro año, Hilda revisa la suya.
Y ambas separan los labios, pasmadas: están, ambas, embarazadas.
Resulta que ambas son solteras y ambas cursan el primer año de la universidad y ninguna de las dos tiene contemplado casarse en un futuro próximo.
Fernanda porque su novio es un pintor que arranca su carrera y a quien ella ni siquiera sabe si ama profundamente.
Hilda porque su muy amado novio ingeniero le ha propuesto que se casen a lo grande en un par de años.
A lo grande: en La Hacienda de los Morales, con 500 invitados, pero hasta que él termine la maestría. Ya casados ambos irán a vivir a Boston, para que él estudie en el M.I.T., uno de los mejores tecnológicos del mundo; entonces, le promete su novio, podrán pensar en tener familia.
Y aquí las dos historias empiezan a divergir.
Hilda confiesa su embarazo a un sacerdote católico y el le advierte que el aborto es pecado fatal.
Su novio está de acuerdo. Su familia también.
Su padre le dice: "Dios es quien te lo envía", y con un swing rapído golea la pelota de golf que sale volando 300 metros.
Pero entonces, precisamente cuando Hilda desiste del aborto y se somete a la voluntad divina, la sombra del pecado y la vergüenza empieza a desplegarse sobre su vida.
El novio, tan católilco como ella, se avergüenza de antemano de ese niño concebido fuera del matrimonio y al cabo de unos meses se va de México, la abandona.
Su familia le ofrece ayudarle con una mesada, pero la orilla: que viva lejos, en otra colonia, es una pecadora y su hijo un bastardo impresentable.
Fernanda le avisa a su novio que abortará y el pintor se alza de hombros.
Soy yo, quien esto escribe: Sabina, su mejor amiga, quien la acompaña a la clínica.
En un cubículo se tiende en una camilla, vestida sólo con una bata blanca: El doctor entra; el procedimiento de aspirar el contenido de su vientre dura tres minutos.
Luego vamos al museo a ver las llitografías de Vasarely -Fernanda quiere aliviarse viendo algo bello-.
Pero al poco tiempo se siente débil y el resto de ese fin de semana lo pasa tendida en la cama. Sangra varias veces, como si su regla se repitiera cada cuatro horas.
De pronto el domingo a las cinco de la mañana me despierta apanicada: sus sábanas están ensopadas de sangre.
Pero el lunes Fernanda vuelve a la universidad y en la tarde corta a su novio: su ausencia le ha confirmado por qué no es un hombre que merece su amor.
Quince años después, Hilda vive sola, desconocida de su familia y su clase social; es la madre soltera pecadora, la incasable, la infotografiable en la revista
Quién, la imposible en el Club de Golf Chapultepec.
Trabaja como loca todo el santo día en un empleo mal pagado y en la nche noche cena con el hijo que le cambió la vida.
Sí, es muy infeliz. Su hijo es "la luz" de su vida, así lo lo dice ella, pero el resto en su cotidanidad" es la desdicha"; también lo expresa así ella.
Me dice: "El mío no es un caso trágico de infelicidad, es apenas una desdicha de melodrama".
Para ahora Fernanda tiene dos hijos, los dos varones.
Cuando le pregunto si siente remordimientos, me pregunta que de qué, genuinamente curiosa. Y de inmediato ella misma reformula la pregunta:
"¿Pero tuve miedo? Poco, porque sabía que la clínica era ciento por ciento segura y que había cero riesgo para mi fertilidad".
Lo repiensa y agrega:
"Mira, lo difícil no es que un niño crezca en tu vientre. Eso está a cargo de la naturaleza o de Dios, como prefieras nombrar eso que también hace que una semilla se vuelva una planta. Tú te pones gorda y te mareas un poco y ya. Lo difícil viene después: son los 15 años de dedicación diaria a tus hijos. La dedicación de cada día para hacerlos personas, para volver los humanos, para darles los instrumentos para ser felices y buenos. Eso es la maternindad humana: lo que viene después".
La pregunto a Hilda lo mismo: "¿Sientes remordimientos?".
Me dice:
"Muchos. Lo más duro es saber que fui la víctima de los grandes hombres blancos que me hablaron en nombre de Dios Padre. Si lo escribes, prométeme que me citarás completa".
Y se suelta hablando.
"Fíjate qué coherente: Esos señores, los que prohíben el aborto, son los mismos que prohíben la anticoncepción y la educación sexual; los mismos que prohíben el matrimonio para una mujer no virgen; los mismos que discriminan a las madres solteras y avergüenzan a sus hijos; los mismos que están en contra de los sindicatos y el aumento de los salarios; los mismos que se oponen a la distribución de dinero público a los viejos y los minusválidos; los mismos que prefieren la caridad -la limosna- al gasto social -a la justicia social-; los mismos que dicen 'nuestros inditos', pero nunca 'los derechos de los indígenas'; los mismos que dicen 'la sagrada esencia femenina', pero nunca 'los derechos y las cuotas para las mujeres'; los mismos que no apoyan a las escuelas públicas gratuitas; los mismos que tienen pauperizadas a las universidades del Estado y están en los patronatos de las universidades privadas, impagables para todos, menos para sus hijos y sus nietecitos.
"Estos señores blancos y mezquinos, estos padres severos y orgullosos que hablan en nombre de un Dios Padre hecho a imagen y semejanza de ellos mismos. Un Dios cuya ocupación predilecta es prohibir. Un Dios cruel y trágico. Un Dios blanco y autoritario y que seguramente usa corbata, como ellos. Un Dios que -mira qué chistoso- tiene miedo a la libertad. Un dios de la Derecha. Un Dios cuya satisfacción más grande es ser inalcanzable."
Dios, me dice Hilda sosegándose, hablando ahora suave, "tiene que ser más amplio y más generoso que esos señores blancos, ricos y barbados: de lo contrario, no hubiera creado, nuestro mundo si siquiera existiría: porque nuestro mundo resulta de la libertad que no cesa de recrear una y otra vez al mundo".
Y termina diciendo, la voz todavía más tranquila; "El aborto, para mí, sí es un asunto teológico. Entiendo que en un Estado laico eso no es relevante; el Estado debe dejar que cada mujer tome sus decisiones, porque sólo ella vivirá sus consecuencias, y durante muchos años. Pero a esa hora, en la hora de las decisiones, para mí y para cada mujer, el aborto sí es un asunto con Dios. Si escribes de mi aborto, escríbelo así, entero".
Bueno, señor Limón, lo escribo entero, las historias de Fernanda y de Hilda, con la esperanza de que alguna noche de luna llena y acaso de ternura paternal se las cunete a sus hijas. No a sus amigos blancos y de corbata. No, señor Limón: a sus hijas.

sabinaberman@hotmail.com
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