jueves, 14 de abril de 2016

Anécdotas (Papa Inocencio III y San Francisco de Asis)


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 ANÉCDOTAS DEL 
PAPA INOCENCIO III 
(Y SAN FRANCISCO DE ASIS)



Pese al desorden, el papa Inocencio III prefirió que la reunión con Francisco tuviera lugar ahí, en el salón de los Espejo del Palazzo Lateranes, para no ser interrumpido.

En el salón aún quedan copas llenas de vino, sillas tiradas bajo la mesa. Algunos asistentes al Concilio habían proseguido los debates después de que éste quedó clausurado. Aquella tarde, el salón daba una idea del tono que había caracterizado la discusión. Pese al desorden, Inocencio prefirió que la reunion con Francisco tuviera lugar ahí  para no ser interrumpido.
    
   -El Señor te dé la paz -musitó Francisco sin despegar la cara del suelo.
Resignado con la tosudez del joven, el papa Inocencio levantó una de las sillas y se sentó frente a él.

-Nos gustaría saber por qué elegiste la vida que llevas -dijo-. Cuando, hace algún tiempo, hicimos la mima pregunta a Domigo de Guzmán, repondió que esperaba una recompensa en el Cielo. ¿Lo misimo esperas tú?
         
          Francico tardó antes de responder. Al fin reunió fuerzas.
         
   -El hermano Domingo tendrá que perdonarme, pero qué respuesta tan deafortunada dio al señor Papa. La vida se volvería amarga si todos trabajáramos en pos de una recompensa. Más que amarga, triste. Vivir es, en sí, una recompensa, como lo es el canto de un ave y un atardecer.
      
      -Tú eres hijo de una familia adinerada -prosiguió el pontífice.
Podías haber optado por otro destino, por una vida… cómo decirlo… más grata que el canto de un ave y los atardeceres. No negamos el placer que esto entraña, pero ¿qué nos dices de las comodidades, del lujo?

      -La pregunta es complicada -admitió Il Poverello, sin dejar de mirar al suelo-, pero creo que tengo la respuesta: Dios está en todas partes. En el ave y en los atardeceres, tanto como en la comodidad y el lujo, en los árboles y los palacios de los reyes. Lo importante es que uno logre encontrarlo. Quien lo halla en un riachuelo es tan feliz como quien lo halla en un anillo y piedra preciosa. Quien no lo decubre en la sonrisa de un niño es tan desdichado como el que no lo decubre en un carruaje y un manto de seda bordado con hilo de oro.

      -Quisiéramos entender -volvió el papa Inocencio- por qué no te conformaste con una vida más cómoda.

      -Quizá -repondió Francisco depués de otro rato- lo que hice fue, preciamente, conformarme con la vida más cómoda. Mendigar el pan es más fácil que pensar a quién debo matar para que un negocio no vaya a arruinar lo mío. Opté por esta vida porque me fatigaba competir. El señor Papa sabe que, en un principio, busqué la gloria militar. La lucha es extenuante, ¿sabe? necesitaba encontrar un sentido a mi vida y decubrí que lo mismo podia hallarlo en la riqueza y los honores que en la vista de un amanecer o el perfume de las flores.

      -El Papa se mordió el labio. En su pecho sintió la tau. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que él se había hecho aquella misma reflexión? ¿Quién disfrutaba más la excistencia? ¿Él, que dictaba normas de conducta a la cristiandad entera, o Francisco, que entonaba himnos a la lluvia?
         
   -¿Por qué, entonces, predicas la castidad? ¿No hay encanto en besar los labios de una mujer, en sentir sus senos palpitante? Dios está ahí también, según lo enseñas.
   
      -La lujuria puede llegar a ser grande, señor Papa; tanto, que puede devorarlo todo. Puede impedirnos ver la luz del sol. Es como el vino. Embriaga. Uno disfruta la embriaguez al principio pero, luego, ya no puede difrutar nada más. Así es la lujuria. Además, resulta más corto que los placeres simples: incluso, si uno tiene que trabajar duro para mantener esposa e hijos. 

-¿Puedo hacer una confesión al señor Papa? La sola idea de tener una familia me causa horror. Cuando, en ocasiones, la concupicencia se ha apoderado de mí, pienso en las dificultades que implicaría mantener a una esposa y a unos hijos glotones. La idea me domeña, me hace olvidar la carne. Esto, desde luego, no hace que yo deprecie a quien contraen matrimonio. Pero la vida sencilla tiene sus ventajas. Por eso también predico pobreza y castidad. Por eso añado ceniza a mi alimento: para que el paladar no me impida difrutar otro goce más grande. Para que no me ditraiga ni me engañe. Por eso enseño la moderación y la obediencia al señor Papa.

      -¿Qué tiene que ver la obediencia al Papa con la felicidad?

       -Obedecer es más simple que mandar. Para aquellos que mandan, es más difícil vivir en armonía. El señor Papa, manda. Yo obedezco. El señor Papa goza al provocar la vorágine; yo gozo al evadirla. si  ambos gozamos, como grato es al ojo del señor. sólo quien no difruta su Creación merece nuestra condena. La diferencia es que yo no despierto a media noche, angustiado por los problemas que tengo que resolver, ni la comida se me hace agria dentro de mi estómago. El señor Papa decide, elige. Yo no. No soy responable de nada. Obedezco y callo.

      El papa Inocencio se frotó el mentón. Franciasco era mucho más sofiticado de lo que él había imaginado. Podía estarse o no de acuerdo con él, pero el joven tenía una idea clara de adónde iba. Detrás de aquel hábito raído, había una forma de entender la existencia. Una forma que, en gran medida, también era la suya, aunque el camino se antojara tan distinto.

      -Era imbatible -admitió el papa Inocencio-. En todo va un paso delante de nosotros. A ver, levántate.

      -Su Santidad…

      -Levántate -insitió el pontífice-. Te lo ordena el santo Padre, a quien has jurado obediencia. Queremos ver tus ojos.

      Como si aquello resultara superior a sus fuerzas, Francisco comenzó a respirar con dificultad. Sus músculos se tensaron. Con enorme dificultad comenzó, por fin, a incorporarse, pero al tratar de encontrar la mirada del vicario de Cristo con la suya, ocurrió algo que él nunca hubiera esperado: apenas le miró. el papa Inocencio se levantó  violentamente. Retrocedió espantado. La silla cayó al suelo.

      -No puede ser -balbuceó el Papa.

      Francisico volvió a bajar la cabeza, espantado. Aquel encuentro de miradas, seguramente, había provocado la ira del Papa. ¿Qué había hecho? Le avergonzó su insolencia, pero ¿no había sido el mismo quien se lo había ordenado?

      -Su Santidad perdonará. Yo…

      -No puede ser -repitió el papa Inocencio confundido.

       Estaba pálido y su mandíbula había comenzado a temblar.

      -Su Santidad, yo…

      -De pie -ordenó-. Queremos verte.

      Sin saber lo que ocurría, Francisco se incorporó. El papa Inocencio avanzó hacia él y tomó el rostro del joven entre sus manos, que también temblaban.

      -Su Santidad…

      -Calla.

      De no ser por la barba, la facciones de Francisco, cada una de ella, le era familiar: las pestañas enormes, los ojos negros, la sonrisa cándida y los diente perfectos, la tonsura… Era como si Angelo hubiera vuelto a nacer.

      "Y ahí estaré, siempre, para denunciar tus errores y tus abusos. Ocurra lo que ocurra, lo hare. No te librarás fácilmente de mi Lotario. Lo juro".

      -No, no puede ser… -gimió el papa Inocencio-. Dime que esto es un sueño. ¿Qué estás haciendo aquí? En qué nos hemos equivocado? ¿Qué errores has venido a denunciar? Nos hemos esmerado en unir a los hombres ¿porqué, entonces, has regresado? ¿Qué es lo que quieres decirnos y no entendemos?

      Francisco estaba perplejo. Cada vez más asustado. ¿Que era lo que había visto el Papa en él?

Francisco tuvo la idea de huir, de escapar de ahí corriendo.
            
-El que no entiende una palabra soy yo. si he ofendido…
      
El corazón del papa Inocencio latía violentamente. La tau se convirtió de pronto, en una carga insoportable. A partir de ese momento, él se volvió indigno de llevarla. Como cabeza de la Iglesia Católica, había hecho lo posible por unir a la cristiandad, pero había olvidado la sencillez. Había ignorado los costos de la  unidad. Dominando el temblor de su mano, haciendo un esfuerzo por controlar su respiración, se quitó la tau del cuello y la colocó alrededor del de Francisco.

-Perdónanos… Vivir en Cristo es lo que tú haces, lo que tú has hecho siempre; no lo que hacemos nosotros.
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GERARDO LAVEAGA

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