sábado, 6 de febrero de 2010

Rabdomancia

Noel Perrin

La vieja casa que adquirimos necesitaba un pozo nuevo y, como yo mismo me iba a encargar de la excavación, me interesaba saber dónde convenía empezar a trabajar.
La casa se encontraba en Therford Center, en el estado de Vermont, y los lugareños nos informaron que, en cuestión de pozos, la persona a la que había que consultar era Milford Preston, granjero ya jubilado.
Me aseguraron que con su varita mágica era capaz de localizar sin vacilaciones cualquier corriente de agua subterránea.
¿Varita mágica?
¡Claro! De esas varas ahorquilladas que emplean los buscadores de agua, me explicaron.
Milford Preston era un rabdomante.
A mi esposa y a mí nos pareció un tanto absurda la idea de contratar los servicios de un rabdomante. Éramos gente culta, producto de la vida urbana.
Más aún, en ese momento yo era catedrático en una universidad cercana.
Para nosotros, el agua era algo que ponían a nuestro alcance los ingenieros, no los granjeros retirados.
Con todo, yo necesitaba una razón para excavar en un sitio y no en otro, así que acudimos a consultar al señor Preston.
Nuestro personaje era tuerto y cojeaba al andar.
Calculo que tendría unos 70 años.
Nos contó que en su familia había muchos rabdomantes, y que él careció de este don hasta que lo alcanzó un rayo.
Ese rayo, nos explicó, alteró su magnetismo.
Desde entonces no podía usar relojes, pues su organismo los magnetizaba y los averiaba.
Pero, eso sí, jamás se equivocaba al buscar agua con su vara.
El señor Preston tardó 20 minutos en localizar un punto donde, según dijo, convergían dos venas de agua, a dos metros de profundidad.
Mientras por tercera vez pasaba su varita de sauce por encima del sitio, solamente para estar seguro de la profundidad.
En eso que un camión de la compañía de luz se detuvo frente a nuestro jardín.
De él salió un empleado joven que venía a cambiar de lugar el medidor.
Como vivía en la localidad, de inmediato se percató de lo que estaba ocurriendo.
-¡Vaya, Milford! -exclamó- ¿Otra vez divirtiéndose?
No obstante su tono amable, la ironía era evidente.
-Esto funciona -respondió hoscamente el señor Preston.
-¡Por supuesto que funciona! -replicó el joven-. En Vermont siempre encuentra uno agua, dondequiera que excave. Y con mayor razón en este pueblo.
El señor Preston no contestó de inmediato. En vez de ello, se encaminó hacia el granero, donde había un montón de arena.
Mi esposa, el empleado de la compañía de luz y yo le seguimos.
-Muy bien -dijo al joven-. Me iré detrás del granero. Desde ahí no podré ver este montón de arena.
El señor -añadió al tiempo que me señalaba con la cabeza- puede acompañarme para cerciorarse de que no hago trampa. Entonces, usted formará tres montoncitos con esta arena y ocultará una moneda en uno de ellos. Si adivino dónde está, me quedo con ella.
-¡Trato hecho! -respondió el instalador.
Nos fuimos detrás del granero.
Pocos minutos después el muchacho nos gritó que volviéramos.
Cuando llegamos, mi esposa y él nos miraban con cara de satisfacción.
No habían hecho tres, sino cinco montoncitos de arena, a unos 50 centímetros uno de otro.
El señor Preston pasó la vara sobre el primer montón.
No hubo el menor movimiento.
Pasó al segundo, y el pie de la horquilla se inclinó con fuerza, tal como había sucedido cuando el rabdomante descubrió las dos venas de agua.
Sin perder el aplomo, el señor Preston se inclinó, hurgó con la mano en la arena, encontró la moneda y se la echó al bolsillo.
Luego -supongo que para no dejar las cosas a medias-, pasó al tercer montón.
La vara no se movió. Después, al cuarto.
Nada.
En el último, la vara volvió a inclinarse.
El señor Preston pareció sorprendido, mas no hizo ningún comentario.
Sólo se inclinó, sacó la segunda moneda y se la llevó al bolsillo.
Entonces miró al joven.
-No es usted tan listo como creía -le dijo.
En ese momento dejé de dudar, y no me sorprendí días después cuando, al excavar en el lugar indicado por el señor Preston, encontré agua en abundancia a poco menos de dos metros de profundidad.
Transcurridos algunos meses, le hablé de él a un insigne miembro del
departamento de física de la universidad.
Le relaté el incidente de los montoncitos de arena y le expuse la teoría del señor Preston de que un rayo había alterado su magnetismo.
-Yo sí le creo -le confesé-. Sin embargo, eso se explica porque soy un profesor de literatura sumamente crédulo. ¿Apuesta usted 50 dólares a que el señor Preston no puede volver a hacerlo?
El físico ni siquiera se sintió tentado a aceptar la apuesta.
-No, gracias -respondió-. La física aún guarda muchos secretos para nosotros.
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