jueves, 5 de octubre de 2017

Cofradía

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COFRADÍA 

-Emilio, ¿qué significa “cofradía”?

-La palabra cofradía tiene dos  acepciones:

1   Congregación que forman algunos devotos bajo una advocación religiosa (la Virgen, un santo, etc.), para ejercitarse en obras de piedad: la cofradía del Nazareno. 

2   Asociación de personas de un mismo oficio, para su asistencia mutua.

A continuación quiero ofrecerte la narración de una cofradía de médicos.
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Ben Hecht

-Siembre hay un aura de misterio en torno a los cónclaves médicos. Uno se pregunta a veces si el secreto con que rodean sus reuniones tiene por objeto evitar que el lego descubra cuánto saben, o evitar que descubra cuántos ignoran.

-En esta generación, pocas asambleas médicas ha habido tan misteriosas como las efectuadas en la Ciudad de Nueva York por un grupo de eminentes especialistas que dieron en llamarse Club X. 

-Durante 20 años, esta pequeña  banda de galenos se reunía cada tres meses a puerta cerrada en el Hotel Walton  y se ocupaba hasta el amanecer de una empresa desconocida.

El último encuentro impresionante del Club X se realizó una noche sombría y lluviosa. A  pesar del clima hostil, los 14 socios asistieron, pues la sesión de ese día ejercía un especial atractivo: un miembro nuevo, el decimoquinto, iba a incorporarse a la sociedad. El Dr. Samuel Warner era demasiado joven para ser un talento... un talento de prestigio. Por otra parte, jamás había recibido una distinción más formal que su elección como miembro del Club X, en tanto que los otros 14 socios eran líderes reconocidos en sus diversos campos.

Después de intercambiar saludos, el Dr. Warner se sentó en un rincón y rechazó serenamente un vaso con whisky y agua, un coctel y una copa de brandy. Tenía la cara tan tensa y el cuerpo tan recto en la silla, que más parecía estar a punto de echar a correr que de querer participar en una reunión.

A las 9, el venerable especialista en diagnósticos, Dr. William Tick, declaró abierta la sesión.

-Dr. Warner, el Club X tiene un solo propósito -empezó-. Sus integrantes nos congregamos cada tres meses para coonfesar algún homicidio cometido por cualquiera de nosotros desde la última asamblea. Me refiero, por supuesto, a homicidios médicos, aunque pudiera ser sin un alivio oír confesar una muerte realizada por pasión, y no por estupidez. Nos interesan, pues, esos casos en que el médico, por un diagnóstico erróneo o por una medicación o procedimiento quirúrgico equivocados, haya matado a un paciente que de otra manera hubiera vivido y mejorado.

-Comprendo que esta es mi primera reunión -murmuró con impaciencia el neófito, y después levantó la voz-; pero tengo algo muy importante que decir.

-¿Un homicidio? preguntó el Dr. Tick.

-Sí.

-Muy bien. Con gusto te escucharemos, pero hay dos homicidios en la lista antes que tú.

Fue en ese momento cuando varios de los asistentes cayeron en la cuenta de que había algo más que miedo en la tensión del joven cirujano. La certeza de que Sam Warner había acudido a su primera reunión con algo violento y misterioso dentro de sí, llenó el cuarto.

El Dr. Philip Kurtiff, eminente neurólogo, puso su mano sobre el brazo de Warner y susurró:

-Todos hemos cometido errores más graves que lo que tú hayas podido hacer.

-Si deseas consolar a Sam, hazlo en silencio -exigió el viejo Tick-. Esto no es un sanatorio para médicos con complejos de culpa, sino un clínica para el error. Nuestro propósito es científico. El primer caso de esta noche -agregó- lo presentará el Dr. Wendell Davis.

Ante el silencio general, el elegante gastroenterólogo se puso de pie y empezó a hablar: 

“A fines del verano pasado me llamaron para que fuera a casa de un fogonero, un tal Horowitz. El senador Bell había ofrecido un almuerzo campestre a los pobres de su distrito electoral, y en la comida los tres niños de Horowitz se habían intoxicado. El senador, que como anfitrión se sentía responsable del percance, me pidió que atendiera el caso. Encontré a dos de los chiquillos, uno de nueve y otro de once años, con fuertes vómitos. La madre me dio una lista de los alimentos que habían consumido. ¡Era asombrosa! Les administré una buena dosis de aceite de ricino. El tercer niño, de siete años, no estaba tan mal. Se veía pálido, tenía un poco de fiebre y náuseas... pero no vomitaba. Parecía intoxicado en menor grado. Para mayor seguridad le prescribí una dosis igual de aceite de ricino.

-A medianoche el padre me llamó, alarmado por la condición del pequeño (los otros dos habían mejorado mucho). Le dije que no se preocupara, que el chiquillo había desarrollado más lentamente la intoxicación, pero que sin duda alguna estaría mejor en la mañana. Cuando colgué el teléfono me sentía satisfecho de haberle recetado profilácticamente el aceite de ricino. Al día siguiente encontre a los dos chicos mayores casi recuperados, a diferencia del de siete años, que iba de mal en peor: estaba deshidrado, tenía  más de 40°C. de temperatura, los ojos hundidos, un semblante de dolor, las ventanas de la nariz dilatadas, los labios azules debido a la falta de oxìgeno en la sangre, y la piel fría y gelatinosa.

Aprovechando una pausa en el relato, el Dr. Milton Morris, prestigioso neumólogo, pregunto: 

-¿Falleció en pocas horas?

Davis afirmó con un movimiento de cabeza.

-Bueno. Quizá sufría de una apendicitis aguda cuando lo viste por primera vez y el aceite de ricino provocó que estallara el apéndice. En tu segunda visita, ya le había empezado la peritonitis.

-Sí -reconoció, pesaroso, el gastroenterólogo-, exactamente eso sucedió.

-Muerte a causa de aceite de ricino -concluyó con  un risa temblona el viejo Tick-. Ahora tomará la palabra el Dr. Kenneth Wood.

El cirujano escocés se levantó.
-Bueno -miró a su colega del hospital, el nuevo socio-, Sam, ni sabes cómo es esto de las vesículas biliares. Ya entrada la noche, mi paciente se internó con un intenso dolor en el cuadrante superior derecho del abdomen. Se extendía hacia la espalda y el hombro, completamente característico de la vesícula. Le di un medicamento para disminuirle el dolor, pero a la mañana siguiente este era intensísimo. Sin temor a equivocarme, juzgué que la vesícula se había perforado, así que  procedí a operar, mas no encontré una sola anomalía en su maldita vesícula. La mujer falleció una hora más tarde.

-¿Se aclaró algo en la autopsia? -indagó el Dr. Weeney.

-Un momento -intervino el Dr. Wood-; se supone que tú debes deducirlo.

-¿Le hiciste su historia clínico, -inquirió el Dr. Kurtiff después de una pausa.

-No; era un caso de urgencia.

-¡Ajá! -resopló Tick-. Ahí está. La mataste por haber mal interpretado el origen del dolor. Además de la vesícula, ¿qué puede producir el dolor que Wood describió?

-El corazón -respondió rápidamente el Dr. Morris.

-Te estás acercando -observó Wood-. En la autopsia se apreció un infartación de la rama descendente de la arteria coronaria derecha.

-Muerta por un principiante -gruñó el viejo Tick-. Caballeros, de estos homicidios infantiles no hemos aprendido nada más que la ciencia y la estupidez van cogidas de la mano. Sin embargo, ahora nos acompaña un joven y diestro esgrimidor de los instrumentos médicos. Les aseguro que si él ha cometido un homicidio, este será inusitado y notable. Véanlo: tan nervioso como un verdadero homicida, sudando su culpa y su deseo de confesarlo todo. ¡Colegas, ahora les dejo con nuestro nuevo delincuente, el Dr. Samuel Warner!

El Dr. Warner se limpió el cuello con el pañuelo, ya húmedo.

-El paciente era un joven de 17 años, sorprendentemente talentoso. Escribía poesía. Estuvo enfermo durante dos semanas antes de que me llamaran. Nada más verlo, ordené que lo llevaran sin demora al hospital. El padecimiento había empezado con un dolor agudo en el lado derecho del abdomen. Me iba a telefonear, pero la molestia se calmó después de tres días, así que pensó que ya estaba bien. Después de dos días le repitió, y empezó a tener temperatura y diarrea. Había  pus y sangre pero no amibas o bacterias patógenas, cuando por fin me lllamó. Después de leer los reportes patológicos le diagnóstique colitis ulcerativa. Los  síntomas parecían no tener nada que ver con el apéndice. Puse al paciente bajo un tratamiento de sulfaguanidina y líquidos depurados. Sin embargo, empeoró. Presentaba un ablandamiento abdominal generalizado. Después de dos semanas de cuidadoso tratamiento, murió.

-¿Y la autopsia mostró que te habías equivocado? -preguntó el Dr. Wood.

-No se la practiqué. Sus padres y él mismo me tenían mucha fe. Y sabían que yo hacía todo lo posible por salvarle la vida.

-Entonces -intervino el Dr. Hume-, ¿cómo sabes que te equivocaste en el diagnóstico?

-Por el simple hecho -respondió Warner, algo molesto- de que el paciente murió en vez de curarse. Lo maté por un diagnósitio errónoeo.

-Una conclusión lógica -apuntó el Dr. Sweetney.

-Bueno, caballeros -interumpió el viejo Tick-, no cabe duda que nuestro talentoso amigo liquidó a un gran poeta. Pueden empezar analizar su diagnóstico.

-¿Cuánto hace que murió el paciente? -quiso saber el Dr. Rosson.

-El miércoles pasado. ¿Por qué? 

-Dijiste que sus padres confiaban en  ti -comentó Kurtiff- y, curiosamente, se te ve preocupado. ¿Ha hecho alguna investigación la policía?

-No. Cometí el homicidio perfecto. Ni ustedes mismos podrán desaprobar mi diagnóstico.

El reto molestó a varios de los asistentes.

-¡Aquí hay truco! -insinuó Wood, y sus ojos intentaron penetrar en Warner.

-El único truco es la complejidad del caso. Ya entiendo que ustedes caballeros, prefieren un descuido profesional más simple, como los que escuché hace rato.

Sweeney opinó:

-El caso del Dr. Warner es un buen ejemplo de diagnóstico mal investigado. Los síntomas que expuso podrían referirse a muchas enfermedades.

Warner se sonrojó.

-¿Te importaría respaldar tus insultos con un poco de ciencia?

-Hablaste de ablandamiento general del abdomen como de uno de los últimos síntomas -observó el Dr. Davis-. Eso es una peritonitis.

-Y una perforación diferente de  úlcera -apoyó Sweeney.

Sam volvió a secarse la cara con el pañuelo húmedo.

-Nunca pensé en una perforación a causa de un cuerpo extraño -reconoció.

-Debiste hacerlo -sonrió el Dr. Kurtiff.

-Vamos, vamos -interrumpió el viejo Tick-. No se trata de adivinar. ¿Qué causó perforación?

-Tenía 17 años -respondió Kurtiff-, demasiada edad para tragarse alfileres.

-Tampoco pudo haber sido un hueso de pollo pues se le hubiera encajado en el esófago -dijo el Dr. Wood.

-¡Magnifico, Warner! -saltó el viejo Tick-. Ya hemos delimitado. La propagación del ablandamiento se debió a que la infección se extendiá. El curso tomado por la enfermedad hace pensar en una perforación, más que en una úlcera. Y solamente un objeto tragado pudo hacer una perforación de ese tipo. Ya descartamos los alfileres y los huesos de pollo; sólo queda otra conjutura obvia.

-Una espina de pescado -insinuó el Dr. Sweeney.

-¡Exacto! -exclamó Tick.

Warner se acercó rápidamente al armario y tomó su sombrero y su abrigo.

-¿A dónde vas? -le  preguntó el Dr. Wood-. Apenas empezamos la reunión.

Warner sonrió.

-No me queda mucho tiempo. Tenían razón al sospechar que había truco en el caso: mi paciente aún vive. Llevo dos semanas tratándolo como si padeciera de una colitis ulcerativa, y esta tarde me convencí de que había diagnosticado erróneamente el caso y de que el muchacho moriría en un lapso de 24 horas a menos que yo averiguara lo que realmente le ocurría. Muchas gracias a todos por su diagnóstico. Ahora podoré salvar la vida de mi paciente.

Media hora más tarde los socios del Club X se hallaban en el Hospital Saint Michael’s viendo operar a Warner. Nadie hablaba. Los minutos corrían. En silencio las enfermeras le pasaban los instrumentos al cirujano. La sangre salpicaba sus manos.

Catorce grandes especialistas miraban llenos de esperanza la cara inconsciente y agobiada del joven que se había tragado una espina de pescado. Nunca un rey o un papa  tuvieron en su enfermedad más médicos de esa talla conteniendo la respiración en torno suyo.

De repente el Dr. Samuel Warner, sudoroso, levantó algo entre sus dedos enguantados y se le lo pasó a una enfermera.

-Lleve esto y enséñeselo a los caballeros.

El viejo Tick se adelantó a tomar aquel objeto de la mano de la enfermera.

-Una espina de pescado... -comentó.

El Club X se congregó a su alrededor como si se tratara de un tesoro fantástico. Tres semanas después el joven paciente se recuperó por completo.

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