viernes, 19 de marzo de 2010

Yidish: una Lengua Prohibida

Chicago Tribune

Mi generación aprendió idish porque nuestros padres no querían que lo hiciéramos.
Para ellos, era una lengua apropiada para guardar secretos familiares.
Lo usaban como una especie de salvavidas en aquellas ocasiones en que los chicos estábamos presentes cuando surgía una conversación que les parecía inadecuada para nuestros oídos infantiles.
Sha! decía uno de los padres. («¡Silencio!»)
Shpeter, veln raidn mir respondía el otro. («Después hablamos»).
Mis padres preferían el inglés pues, para ellos, era el camino lingüístico hacia el sueño americano.
Era el idioma que se hablaba en los campus de las facultades, en selectos estudios jurídicos y en los consultorios médicos, un mundo al que ellos llegaban desde otra parte.
Así como Moisés vio la Tierra Prometida pero no pudo entrar a ella, la torre de marfil y las profesiones universitarias estaban cerradas para ellos.
Mis padres habían abandonado sus estudios universitarios para traer comida a la mesa familiar, y estaban resueltos a que nosotros pudiéramos contar con las oportunidades que a ellos les fueron negadas.
Años más tarde, cuando tuve la oportunidad de tomar el té con Abba Eban, un político israelí que hablaba inglés con una dulce entonación oxfordiana le expresé mi agradecimiento en nombre de los incontables niños judíos que gracias a él habían logrado elevarse por encima de sus orígenes.
Cuando representó a Israel en las Naciones Unidas, nuestras madres se sentaban ante la televisión cautivadas por su habla elegante.
«Deberían aprender a hablar como él, un inglés hermoso», nos recomendaba.
A pesar de las tentativas de mantener el idish dentro de sus límites, lo aprendimos.
¿Qué mejor incentivo para hacerlo que la posibilidad de descifrar jugosos escándalos?
Es verdad que nunca aprendimos un idish literario.
Nuestro vocabulario estaba repleto de reproches e invectivas.
Para mí hasta hoy es más fácil terminar una oración con un signo de exclamación o de interrogación, como Mach nit kein narishkayt! («¡Paren con esas tonterías!») o «¿Far dos, zainen gegangen mir tsu Amerike»? («¿Para esto vinimos a América?»).
Esta última expresión solía ser de nuestros abuelos, comentando la ingratitud de la generación más joven, un mal comportamiento, o una falta de ética.
Vivir entre dos idiomas es un denominador común en la experiencia de los inmigrantes.
Se trata de un proceso semejante al que tuvo lugar en familias del sur de la frontera, produciendo una variedad que muchos llaman «spanglish».
Tal es el ciclo del lenguaje perdido, del lenguaje recuperado y del lenguaje reiventado.
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