Enrique Semo
Primero
fue el efecto tequila, más tarde el efecto dragón y, finalmente, el efecto
vodka.
Esos
son los nombres que han dado los medios de difusión a las tres sacudidas
sísmicas que ha sufrido el sistema financiero mundial en los últimos tres años
y medio.
Los
apodos sugieren claramente que las violentas convulsiones que han hecho
desaparecer en las bolsas de valores del mundo entero miles de millones de
dólares de ganancias ficticias, se originaron en el Tercer Mundo, en países de
desarrollo capitalista imperfectos.
Según
eso, el corazón del sistema —los países desarrollados— está sano; los enfermos
son órganos secundarios y marginales que amenazan el todo, porque no acaban de
aprender las lecciones provenientes del centro de mando.
Ergo,
si algo grave nos pasa, será culpa de los subdesarrollados, o de los que
tuvieron la osadía de probar el socialismo.
Nada
más perverso que transformar a las víctimas en culpables de su propio sacrificio.
Los
medios de difusión no se cansan de repetir que la crisis mexicana estuvo a
punto de hundir a Latinoamérica, la crisis asiática se propagó a Europa, y la
crisis económica rusa produjo una carnicería en Wall Street.
Pero
eso es sólo para el consumo del lector ingenuo o incauto.
En
realidad, ni la conducta del Fondo Monetario Internacional ni las medidas que
está tomando Alan Greenspan —
presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos— ni los debates en el
encuentro del Grupo de los Siete responden a esa versión.
Y
eso es así porque ellos saben muy bien que la raíz de la crisis está en la
economía capitalista que desde el siglo XVII avanza por saltos y tumbos, y que
el origen de las inestabilidades está en el centro vital del sistema y sólo
puede mitigarse —si es que eso es posible— con medidas en los países
desarrollados.
Por
eso comienzan a hablar de regular los flujos de capital especulativo, frenar
las políticas de austeridad, bajar las tasas de interés.
Algunos
llegan incluso a sugerir que el enemigo a vencer en el futuro inmediato no es
la inflación, sino la deflación y la recesión, y todos coinciden en que la
iniciativa debe aplicarse primero a las tres grandes potencias capitalistas:
Estados Unidos, Japón y la Comunidad Europea.
Lo
cierto es que, ya desde 1929, ningún economista serio sostiene que el
capitalismo pueda desarrollarse en la estabilidad.
Todos
aceptan que los ciclos, la sucesión de periodos de auge y de crisis, son un
fenómeno inherente al sistema y, por lo tanto, inevitable.
La
diferencia entre ellos está en las explicaciones que dan a las fluctuaciones,
no en la evaluación de su inevitabilidad.
No
cada huracán financiero se convierte en crisis económica, aun cuando es
frecuente que el primero sea un anuncio de la segunda.
Sea
como fuere, ambas son inherentes al sistema y le han acompañado desde los
inicios de su historia, imprimiéndole una gran dosis de inseguridad.
La
gran crisis del 29 se inició con un crack bolsístico que liquidó en una hora
3,000 millones de dólares de ganancias que sólo existían en el
papel, 50 millones cada minuto.
Luego,
vino una década de agonía que se propagó a toda la economía y arrojó a la
miseria a millones de personas.
El
derrumbe financiero es siempre precedido por un periodo de ilusiones extremas,
cultivadas por especuladores carismáticos que en los años de éxito son objeto
de admiración sin límites, para convertirse más tarde en blanco de escarnio o
ir a parar a la cárcel.
Los
últimos quince años han sido precisamente una de esas épocas rebosantes de
ilusiones y esperanzas desbordadas.
El
fin del comunismo, la liberación de los mercados, el libre movimiento del
capital, la privatización de los sectores estatales, el abandono de las
políticas sociales que obstaculizan el libre desarrollo de las iniciativas
individuales, iban a hacer de los años noventa la gran década dorada del
capitalismo.
Y
nadie iba a quedarse fuera del paraíso recobrado: los países desarrollados,
tanto como los del Tercer Mundo.
¿Quién
no recuerda los días en que los clasemedieros mexicanos vendían casas y coches
para invertir en una bolsa que subía... subía... subía... para finalmente
arrojarlos a la ruina?
¿Hemos
olvidado ya la euforia producida por la firma del TLC, de la recuperación
económica postiza de Salinas de Gortari, uno de esos especuladores carismáticos
que llevó a millones a concertar préstamos... sólo para terminar en la cruda de
diciembre de 1994 y la deuda eterna, creciente, incontrolable?
La
revolución conservadora anglosajona de principios de los años ochenta liberó la
esfera financiera, que ha acabado por someter la economía real, la productiva,
a su lógica.
La
disociación del mundo monetario del productivo nunca fue tan grande en el siglo
XX como ahora, y en un universo financiero caracterizado por el caos monetario
y los movimientos masivos de capital especulativo se repiten las crisis
financieras que se difunden en cadena, dejando a su paso economías devastadas y
destinos rotos.
El
caso que relata Ignacio Ramonet en su reciente libro, Geopolitique du chaos,
comienza a ser el destino de millones de hombres y mujeres que invirtieron los
ahorros de su vida o el dinero de
su pensión en la bolsa de valores.
Los
numerosos ejércitos de desocupados comienzan ahora a engrosarse con masas de
pequeños ahorradores y deudores en quiebra.
"Arruinado
por el cataclismo de 1987 (año en que se produjo una violenta caída en Wall
Street seguida por las bolsas del resto del mundo), un pequeño accionista —nos
relata Ramonet— se ahorcó en Madrid, en un parque.
Para
explicar su gesto, el desesperado dejó una carta en la que denunciaba 'los
abusos y el canibalismo de los agentes de cambio de la Bolsa hacia los pequeños
ahorradores'.
"También
contaba cómo, después de tomar la decisión de suicidarse, se había concedido un
último plazo y había escogido someterse al juicio de Dios: 'Tuve como la
revelación de que Dios existía y que quizás mi destino no era el suicidio'.
Consagró
entonces el resto de sus ahorros a comprar billetes de lotería, 'para ver si
Dios ponía de su parte y me ayudaba a salir de ésta'.
Pero
el cielo permaneció desesperadamente silencioso, la suerte finalmente no le
sonrió y el hombre se ahorcó."
Y
en lugar del paraíso prometido, el siglo se va en medio de convulsiones y
crisis financieras que amenazan, sobre todo, las perspectivas económicas de los
países que algún siniestro bromista ha llamado "países en
crecimiento".
El
actual sismo financiero, provocado por las retiradas masivas de capitales especulativos
de los "mercados emergentes", es ya el más grave desde 1982, cuando
México se vio obligado a declarar una moratoria unilateral en el pago de la
deuda externa.
Un
buen ejemplo de lo que está sucediendo es el caso actual del país que ha estado
tomando con una fe sin límites todas las medicinas recetadas por el FMI.
En
el brevísimo lapso que va del 1º de agosto al 11 de septiembre del presente
año, y pese a las increíbles tasas de interés vigentes, México ha visto
retirarse 1,221 millones de dólares que estaban invertidos en valores
gubernamentales.
Esa
suma representa 40% de la inversión extranjera en ese rubro, y las medidas de
austeridad adoptadas para frenar el proceso están a punto de desencadenar otra
recesión.
Las
ilusiones se esfuman y la razón regresa.
La
fe ciega en los paradigmas del neoliberalismo se desvanece y, en el umbral del
nuevo siglo, las mayorías comienzan penosamente a buscar alternativas que
sometan a las finanzas y a la economía a las verdaderas necesidades de la sociedad.
Está
sucediendo en toda Europa; puede también suceder en el año 2000 en México.
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