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ANÉCDOTAS DE NAPOLEÓN BONAPARTE
Los Eruditos
Napoleón Bonaparte solía rodearse de
gente erudita.
Entre
ellos se contaban:
• Gaspard
Monge, célebre matemático que, a sus cincuenta y dos años, era el miembro más
veterano del gupo de eruditos que
trabajaban con Napoleón Bonaparte.
Monge fue el
fundador de la geometría descriptiva.
Durante la
Revolución le dió por rescatar a la industria francesa del cañón. Monge ordenó fundir las campanas de las
iglesias para fabricar piezas de artillería.
• Nicolas-Jaacques
Comté fue el primer hombre de la historia que había usado globos para llevar a
cabo reconocimientos militares, concretamente en la batalla de Fleurus. Fue
también él quien inventó una nueva clase de instrumentos para escribir llamado
lápiz que no requería tintero, y lo llevaba consigo en su chaleco para dibujar
las máquinas que su inventivo cerebro no dejaba de idear.
• Déodat
Guy Silvain Tancrede Gratet de Dolomieu era un célebre geólogo.
A los
cuarenta y siete Dolomieu había llegado a ser porfesor de la escuela de minas y
descubridor del mineral llamado dolomita.
• Etienne
Louis Malus, matemático y experto en las propiedades ópticas de la luz, era
ingeniero militar.
• Jean-Batiste
Joseph Fourier era otro célebre matemático.
• Jean
-Michel de Venture, economista,
orientalista e interprete.
• Étienne
Geoffrey Saint-Hilaire, zoologo.
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Pues
bien, Napoleón Bonaparte
solía escoger algún tema y designaba a
los encargados de debatirlo y los embarcaba en interminables discusiones sobre
política, sociedad, tácticas militares y ciencia.
Algunos
debates llegaban a durar hasta tres días surgiendo, a veces, corrosivas
envidias sobre propiedad privada, discusión sobre la edad de nuestro planeta,
sobre la intepretación de los sueños y varias sobre la verdad o utilidad de la
religión.
En una de
las muchas veladas se discutió sobre religión.
Fue ahlí
donde las contradicciones internas de Napoleón se hicieron visibles; en un
momento se reía de la existencia de Dios y en el siguiente, se persignaba nerviosamente con un instinto
corso.
Nadie sabía
en qué creía, y él menos que nadie; sin embargo, Bonaparte era un firme
defensor de la utilidad de la religión para controlar a las masas.
-Si pudiera
fundar mi propia religión gobernaría Asia -les dijo.
-Me parece
que Moisés, Jesucristo y Mahoma se os adelantaron en ello, general -dijo
Tancrede secamente.
-A eso me
refería -dijo Napoleón Bonaparte-. Los judíos, los cristianos y los musulmanes remontan sus orígenes a las
mismas historias. Todos adoran al mismo Dios. Excepto por unos cuantos detalles
insignificantes acerca de qué profeta tuvo la última palabra, son más parecidos
que distintos. Si les dejamos claro a los egipcios que la Revolución reconoce
la unidad de la fe, no deberíamos tener problemas con la religión. Tanto
Alejandro como los romanos mantenían la política de tolerar las creencias de
los conquistados.
-Son los
creyentes que más se parecen los que más fervientemente combaten por las
diferencias -advirtió Comté-. No olvidéis la Guerra entre católicos y
protestantes.
-Pero ¿no
estamos en el amanecer de la razón, de la nueva era científica? -intervino
Fourier-. La humanidad quizás está punto de volverse racional.
-Ningún
pueblo sometido abraza la racionalidad a punta de pistola -respondió Venture.
-Alejandro
sometió a Egipto declarándose hijo tanto del Zeus griego como del Amón egipcio
-dijo Napoleón-. Tengo intención de tolerar tanto a Mahoma como a Jesucristo.
-Mientras os
persignáis como el Papa -le reprendió Monge-. ¿Y qué hay del ateísmo de la
Revolución?
-Una postura
condenada a fracasar, y es el
mayor error que se ha cometido. El que Dios exista o no es inmaterial.
Lo que pasa es que cuando se hace que la religión, o incluso la superstición,
entre en conflicto con la libertad, la primera siempre prevalence sobre la
última en la mente de la gente.
-Además, son
las religiónes las que evitan que
los pobres asesinen a los ricos.
Era la clase
de juicio político cínicamente perceptivo que a Bonaparte le gustaba emitir
para no perder estatura intelectual ante la erudición de los científicos. Le
encantaba provocarlos.
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La fortuna es mi ángel
Le preguntó
a Napoleón Bonaparte:
-Sois
un hombre muy seguro de sí mismo.
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-Soy
un visionario. Mis generales me tachan de soñador. Pero mido mis sueños con los
calibradores de la razón. He calculado cuántos dromedarios harían falta para
cruzar el desierto hasta la India. Tengo imprentas con caracteres arábigos para
poder explicar que vengo en una misión de reforma. ¿Sabéis que Egipto nuna ha
visto una iprenta? He ordenado a mis oficales que estudien el Corán; y a mis
tropas, que no se presten al saqueo o molesten a las mujeres árabes. Cuando los
egipcios entiendan que estamos aquí para liberarlos, y no para oprimirlos, se
unirán a nosotros contra los mamelucos.
-Pero mandáis un
ejército que no dispone de agua.
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-Hay un
centenar de cosas de las que carezco, pero confiaré en Egipto para que me las
suministre. Eso fue lo que hicimos cuando invadimos Italia. Eso fue lo que hizo
Hernán Cortés cuando quemó sus naves tras desembarcar en México. Nuestra falta
de cantimploras deja claro a nuestros hombres que nuestro ataque debe triunfar.
-¿Cómo podéis
estar tan seguro, general? Con lo que a mi me cuesta estar seguro de nada.
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-Porque
aprendí en Italia que la historia está de mi lado.
Hizo una
pausa, como para sopesar si debía hacerme más confidencias, si podía añadirme a
su seducción política.
-Durante
años me sentí condenado a llevar una existencia corriente. Yo también vivía
presa de la incertidumbre. Era un corso sin dinero, hijo de una realeza que
vivía sumida en la miseria y el atraso, un isleño colonial con un marcado
acento cuya infancia había transcurrido bajo las burlas y los desdenes de una
escuela militar francesa. Las matemáticas eran mi único aliado. Entonces llegó
la Revolución, surgieron las oportunidades y yo saqué el máximo provecho
posible de ellas. Me impuse en el sitio de Tolón. París reparó en mi. Se me
concedió el mando de un precario ejército que no lograba salir vencedor en el
norte de Italia. Al menos ahora parecía que podía haber un futuro, aunque todo
pudiera perderse de nuevo en una sola derrota. Pero fue en la batalla de
Arcola, mientras combatía contra los austriacos para liberar Italia, cuando el
mundo realmente me abrió sus puertas. Teniamos que atravesar un puente por un
camino traicionero, y una carga tras otra se malogró hasta que los accesos
quedaron alfombrados de cadáveres. Finalmente supe que la única forma de
alzarse con la victoria era encabezando una última carga yo mismo. He oído
decir que vos jugaís a las cartas, pero no existe apuesta como ésa: balas como
avispas, todos los dados arrojados en una sola tirada para ganarse la gloria,
los hombrs que vitorean, los estandartes que chasquean al viento, los soldados
que caen. Atravesamos el puente y salimos vencedores, no sufrí ni un solo
arañazo, y no hay orgasmo comparable a la exultación de ver huir un ejército
enemigo. Regimientos franceses enteros se aglomeraron a mi alrededor después,
para vitorear al muchacho que antaño había sido un paleto corso; en ese
instante vi que todo era posible (¡todo!) con sólo atreverme. No me preguntéis
por que pienso que la fortuna es mi ángel, simplemente sé que lo es. Ahora me
ha traído a Egipto, y aquí, quizá, pueda emular a Alejandro como vosotros los
sabios emuláis a Aristóteles.
Me apretó el
hombro con la mano, la mirada abrazadora de sus ojos grises clavada en mi bajo
la pálida luz que precede al alba
-lCreedme!
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Los tres matemáticos
En 1811 el
Imperio de Napoleón resplandecía deslumbradoramente sobre Europa.
En la corte,
las damas estaban cubiertas de
joyas, y los ministros brillaban
con condecoraciones ofrecidas por el emperador victorioso quien vigilaba desde
el trono a la nueva aristocracia que él había creado, así como a la vieja
aristocracia que el esplendor de su corte había vuelto a traer del exilio.
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Napoleón era
mezquino, arrogante, deshonesto con los demás y aún más deshonesto consigo
mismo pues era incapaz de autocriticarse.
Pero, fue el primero de los gobernantes
que comprendió la verdad de que la ciencia no es un lujo. Estaba convencido de
que la ciencia gana también guerras. Quería que la Escuelal Politécnica,
orgullo de su Imperio, creciera y floreciera.
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En aquel
entonces existía en Francia una tradición matemática creada por Lagrange,
Laplace y Monge. Fueron ellos los que influyeron sobre las futuras generaciones
de matemáticos no solo en Francia sino en todo el mundo.
-¿Cuál fue la
aportación de esos tres hombres al mundo de la ciencia?
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La
celebrada obra de Lagrange "Mecánique
Analytique" corona la mecánica clásica de
Newton, la erige formalmente en una estructura tan bella y rigurosa como la
geometría.
Lagrange dijo que Newton no solo fue el
más grande sino el más afortunado de los sabios porque solo cabe crear una vez
la ciencia de nuestro mundo y ¡Newton la creo!
La también
celebre obra de Laplace "Mecánique
Céleste" es el testimonio de la grandeza
de su autor.
Laplace,
hijo de un campesino, tenía sesenta y dos años en 1811 y se había convertido en
el conde Pierre Simon de Laplace. La Gran Revolución le había dado distinciones
y honores, el Consulado lo había hecho Ministro de Interiro el Imperio lo había
hecho conde, la Restauración había de hacero marquez, Laplace, el hombre
pequeño y el gran snob, era un sabio ilustre.
Por otro
lado, Monge, fue el inventor de la Geometria Descriptiva.
En varias
ocasiones Napoleón había hojeado la "Mecánique
Céleste" de Laplace, y queriendo exponer
sus propias opiniones sobre el Universo esperó una ocasión que se le presentó
en un baile en las Tullerías. Al ver Napoleón a Laplace en un circulo de
personas se le acerco y le dijo:
-Señor conde
de Laplace, acabo de echar otra ojeada a sus volumenes sobre el Universo. Hay
algo que se echa de menos en su imporatante obra. Olvidó mencionar al hacedor
del Universo..
Laplace se
inclinó y por su rostro pusó una disimulada sonrisa.
-Señor, no
necesite utilizar esa hipótesis.
Napoleón
volvió su mirada hacia el vecino de Laplace que era el anciano Lagrange.
-Y usted,
¿qué dice a eso?
-Es una
buena hipótesis explica muchísimas cosas,
Napoleónse
volvió hacia Monge quien, sin esperar pregunta alguna, repuso:
-El Universo
de Laplace es tan preciso y eficiente como un buen reloj. Si discutimos sobre
relojes, no necesitamos discutir sobre los relojeros especialmente porque nada
sabemos sobree ellos.
Napoleón
miró a quien había hablado y lo miró como si quisiera desaparecerlo y le dijo:
-Ah, señor
Monge debería saber que usted no se contiene cuando se trata de religiión. De
modo, señor Monge, que usted piensa que el relojero no debe ser mencionado.
Infortunadamente, estoy seguro de que muchos de sus estudiantes de mi Escuela
Politécnica estarán de acuerdo con su amado maestro.
Apartando
los ojos del inventor de la Geometría Descriptiva les dijo:
-Yo, como
cabeza del Gran Imperio deseo que ustedes, caballeros, que gozan de mi estima y
amistad, dejen de una vez por todas de lado su pasado ateo, que no todos
ustedes parecen haber olvidado. La época de la Revolución ha quedado atrás. He
restaurado a los sacerdotes, sin bien no al Clero, quiero que ellos enseñen la
palabra de Dios de modo tal que no se la olvide. Tengan la bondad de recordar
que una religión moderada tiene y tendrá un lugar en mi Imperio.
Sin esperar
respuesta alguna Napoleón se apartó bruscamente para ir a departir con el resto
de sus invitados.
Los
tres científicos solían escuchar a Napoleón con sonrisas medio amistosas y
medio irónicas. Sabian que los gobernantes del mundo raras veces tienen dudas,
que trinfan solo porque su ignorancia esta mezclada con una arrogancia aún
mayor. Sus propias vidas les habían enseñado que, contrariamente a un rey, un matemático solo triunfa si
tiene dudas, si procuran humilde e incesantemente disminuir la inmensa
extensión de lo desconocido.
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