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¡CUIDADO!
¡HOMBRES TRABAJANDO!
Margarita Michelena
Entre
las frases favoritas del sexo fuerte figura la de "¡Cállate! ¿Qué sabes de
eso?", dirigida, naturalmente, a una mujer y de preferencia, por supuesto,
a la propia.
Pues
bien, amigas. Es hora de que también nosotras nos demos cuenta cabal de que
podemos devolver a los señores su piropo, con las pruebas irrefutables de lo
poquísimo que saben acerca de lo que nosotras sí sabemos; es decir, acerca de
esa ingrata labor diaria de mantener la casa en marcha, llueva o truena. Labor,
a más de ingrata, complicada, y que se basa en toda una tecnología cuyos
laberintos no sospecha ni el más erudito y capaz de los varones.
¿Quién sabe freír un huevo?
Cuando
el marido trate de abrumar a su costilla mediante el viejo truco del pavo real,
o sea el sistema de desplegar las plumas e inflar el buche a propósito, por
ejemplo, del talón oro, de las causas y efectos de la inflación, de los errores
del América en su último partido, de los problemas afro-asiáticos o el lío de
Watergate, la señora agredida por semejante montaña de sabiduría puede
"matarle el gallo" al presumido mediante un procedimiento muy
sencillo: tomarlo de la mano, llevarlo a la cocina, ponerlo delante de la
estufa, entregarle un huevo y decirle: "¡Andale! ¡Ahora lo fríes!".
En
la mayor parte de los casos, el sometido a esta prueba no atinará ni a encender
el gas. Pero si logra superar dicho obstáculo, se quedará en el siguiente: ¿en
qué se fríe el huevo? Muchos señores imaginan que el problema queda resuelto si
se casca el huevo directamente encima de la llama del quemador, aunque no sin
sufrir el contratiempo de revolver clara y yema y barnizar con la mitad de esta
mezcla los mas insospechados sitios de la cocina.
Los
hay que, con más intuición culinaria, adivinan que la operación debe hacerse en
una sartén. Pero aquí tropiezan de nuevo con la espesa, muralla de su
ignorancia: ¿con qué se fríe el condenado huevo? Y una de dos: o lo ponen
directamente en la sartén -fría, naturalmente-, con lo que consiguen una
aceptable imitación del resistol, o, más inteligentes, recurren al aceite, sólo
que en cantidades tan generosas que el tantas veces mencionado y entrañable
producto de la gallina ofrece una sensacional exhibición de nado de mariposa.
Terminada
-con un fracaso- la prueba que hemos sugerido, el hombre en cuestión se
retirará más modestamente a sus propios dominios y quedará inmunizado -por una
temporadita al menos- contra su hábito de suponer que las esposas no saben nada
de nada.
Cualquier
hogar, librado un solo día a las manos de un varón, queda casi siempre como la
selva vietnamesa después de un agarrón rociado de exfoliadores. Claro que el
caso no se presenta más que de vez en vez, cuando la rectora del aludido
instituto tiene que ausentarse de sus lares por causa de fuerza mayor o cae en
cama abatida por una de esas enfermedades a las que todo el mundo tiene
derecho, excepto ella y el primer mandatario de la nación. Pero se presenta. Y
he aquí lo que acontece.
Sé
de lo que hablo. Mi marido fue un hombre maravilloso, considerado, finísimo y
con una buena voluntad a toda prueba. Poseía, para más, una extraordinaria
erudición en las cosas más increíbles. Podía, por ejemplo, mencionar por su
nombre todas las velas de un navío del siglo XVII. Era un sagacísimo crítico de
ballet clásico. Se sabrá de memoria hasta las más menudas entretelas de la
Revolución mexicana. Me enseñó que había unos extraños objetos de cerámica
llamados platos de Manises. Era capaz de distinguir perfectamente la
falsificación de un cuadro impresionista y -colmo de los colmos- leía a
Shakespeare en italiano, capricho literario que jamás pude entender, máxime que
también podía hacerlo en inglés.
Pero
con todo, aquel varón en cuyo cerebro se alojaba una prodigiosa cantidad de
datos curiosos, de minucias decorativas y masas de conocimientos históricos,
sufrió una derrota semejante a la de Napoleón en Waterloo el día en que esta
servidora de ustedes cayó fulminada por una desdichada gripe, con cuarenta
grados de fiebre y un demoledor sufrimiento en los huesos.
Por
variar, no había sirvienta y sobre eso vivíamos en un caserón con más trazas de
museo que de morada normal. Pero el hombre decidió, heroicamente, hacerse cargo
de la situación. Por primera providencias, regó el jardín. Y lo hizo tan a
conciencia, que lo dejó convertido en una sucursal del Mediterráneo, según se
supo por la inmediata protesta de los vecinos, temerosos de que la inundación
aquélla les derrumbara sus bardas. Acto seguido, planeó la "operación
interior", con las catastróficas consecuencias que enseguida se verán.
La rebelión de las cobijas.
Mi
sabio esposo, evidentemente, no poseía el modelo de cerebro adecuado para
alojar cierta conveniente dosis de sentido común, cuando menos en lo tocante al
arreglo de una casa. Desde el lecho del dolor lo veía yo, consternada, sacudir
con esmero sus antigüedades para, inmediatamente, levantar una tolvanera con la
escoba. Como todos los hombres cuando no pueden vencer una contrariedad, el mío
empezó a renegar contra el gobierno, en aquella ocasión por no impedir que hubiera polvo o, cuando menos,
por no hacer algo para que lo hubiera en menor cantidad.
Por
fin, persuadido de que no era vana la relación entre las escobas y las brujas y
como abrumado por un mágico poder superior, dejó pendiente la tarea de barrer y
canalizó todas sus energías a la de tender las camas. Estos muebles,
manipulados por el laborioso varón, parecieron cobrar súbitamente vida propia.
¿Han visto ustedes esa célebre escultura que representa a Laocoonte y a sus
hijos enredados por unas serpientes de bastante mala intención? Pues imagínese
a mi marido en parecido trance a causa de las sábanas, cobertores y colchas que
jamás, pese a sus tenaces esfuerzos, pudo poner en su lugar, tras luchas
denodadamente por desasirse de su abrazo estrangulador. Sus constantes repasos
a la historia de la Grecia antigua deben haberle traído a las mientes el triste
y alabado caso de Leónidas, caído por terco en las Termópilas ante el poderío
de los persas, porque el pobrecito me dirigió una sonrisa, mezcla de amor
propio y dimisión, y me dijo:
-Después
me ocuparé de esto. Ahora voy a hacerte la comida. Aunque no lo creas, sé
preparar un salmón delicioso. Tú quédate tranquila.
Por
supuesto que no me quedé como me lo pedía. El conocido rechinar de dientes que
produce el pánico se me mezcló a los estremecimientos de la fiebre. Pero, en
fin, aquéllas no eran horas de lastimar la dignidad y el entusiasmo de un
esposo tan bien dispuesto a suprimir, siquiera por un día, la división del
trabajo, que es una de las banderas de combate del feminismo. De modo que lo
dejé partir rumbo a la cocina, convertida, por una sola vez, en resignada
mujercita.
El salmón inexplicable.
En
México solemos decir, para significar que algo ofrece dificultades, eso de
"no son enchiladas". ¡Cómo si hacer enchiladas fuera tan fácil!
Oblíguese a cualquier varón a prepararlas y éste verá a las primeras de cambio
que dicho antojito nacional tiene más bemoles que un nocturno de Chopin.
Algo
semejante debe haber pensado mi amoroso cónyuge cuando emprendió la batalla con
su lata de salmón.
En
primer lugar, el abrelatas se le levantó en armas y fui objeto de una consulta
de urgencia para sofocar semejante rebelión. Bien. Una vez que descifró el
mecanismo del mencionado artefacto, empezó a cocinar. Tuve de ello noticia por
el estruendo de sartenes, cacerolas, cucharones y cuchillos que me sobrecogió
cual bombardeo en la inmovilidad forzada de mi cama. Como contrapunto de
aquellos alarmantes sonidos -y quizá con la dulce esperanza de disfrazarlos con
un manto de optimismo- el improvisado "chef" se puso a silbar el
corrido de Lucio Blanco, cuya melodía se vio muy pronto salpicada de un
abundante surtido de interjecciones e interrumpida definitivamente por una
carrera al botiquín, en busca de algo con qué curar una cortada misteriosamente
sobrevenida, ya que para hacer salmón en lata nadie ha necesitado jamás un
cuchillo.
Las
percusiones de la cocina continuaron por largo rato. Para ignorarlas, traté de
leer una novela policíaca. Pero aquel truco de evasión no me resultó porque, al
final, creí entender que el asesino no era el mayordomo, sin duda un error de
mi parte al cual me indujo mi explicable falta de concentración en la
apasionante lectura.
Por
fin, apareció triunfalmente el famoso plato de salmón. Hubiera yo querido
desafiar a cualquier novelista del siglo pasado -de ésos expertísimos en largas
descripciones- a que ejerciera tal habilidad respecto de mi salmón. Yo, con mi
evidente deficiencia en tales terrenos, sólo puedo decir que aquello parecía un
pedazo de cemento sin fraguar, nadando en agua de chinampa. Del olor, "no
comments". Sólo dejo establecido el hecho de que invadió toda la casa y
permaneció días y días agarrado a las cortinas con la tenacidad de una liana
tropical.
Como
es natural, tuve que comerme aquella aterradora creación de mi "chef"
que, orgullosísimo de su proeza, vigilaba la consumación de mi acto heroico con
la certeza de que me había ofrecido algo superior a la ambrosía de los dioses.
Pero
aquel tormento no fue lo peor de la jornada. ¡Qué va! En esas, sobrevino una de
mis cuñadas, quien al pasar por la cocina pegó un grito como el de Madame
Butterfly cuando se hace el harakiri. Oírla yo y saltar
de la cama presa del terror fue todo uno. Y ambas, con los ojos desorbitados,
nos enfrentamos a un increíble desastre: todos -absolutamente
todos-
los trastos disponibles en la cocina estaban embarrados de salmón, de
jitomate, de huevo y leche y arbitraria aunque graciosamente distribuidos en
los aparadores, el piso, la estufa y el lavadero. La despensa era una imagen de
Berlín tras un bombardeo. El piso -que yo había dejado la víspera como un
espejo- invitaba, al menor descuido, a una exhibición de patinaje. La ollas "express"
-¿para qué habría usado ese bienaventurado utensilio en la preparación de un
salmón en lata?- había explotado como una miniatómica y estampado su
indescifrable contenido sobre el techo y las paredes, en caprichoso diseño
abstracto. El refrigerador atestiguaba un delirante saqueo..., etcétera. (En
este etcétera puede incluirse cuanto de demencial desorden se quiera imaginar.)
No
exagero si digo que, en aquel momento, se me cortó la fiebre. Ante tal clase de
acontecimientos es de rigor quedarse helado. Y así, aullando como las furias
que, según se cuenta, corretearon a Orestes, inicié una dolorosa tarea de
salvamento que me tuvo ocupada hasta media noche y que el otro día me indujo,
aún víctima de una bárbara congestión pulmonar, a conservar la suficiente
lucidez para rogar al fracasado cocinero que se fuera al Torino a comprar la
comida hecha.
Experiencia,
caballos trotones. Ante ese tipo de iniciativas masculinas hay que recordar de
qué está pavimentado el infierno.
Provechosa conclusión
Amigas
mías, no se dejen achicar por la sapiencia de su cónyuge acerca de las
fluctuaciones de la bolsa de valores, los partidos de futbol o la política
agraria. También las mujeres sabemos
muchísimas cosas, absolutamente fuera de la comprensión de los maridos.
Y si su compañero, con la intención de dar jaque mate a este argumento, les arguye que hay hombres
que saben cocinar muy bien, contraataquen con este razonamiento incontestable:
ésos no se casan.
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