GALILEO
GALILEI
Marcos
Cárdenas
Hijo
de un músico distinguido, Galileo Galilei recibió primero una educación
humanística y por breve tiempo estudió en la facultad de Medicina.
Las
matemáticas eran su vocación auténtica.
A
los 18 años, fascinado por el centelleo de las lámparas de la catedral de Pisa,
estudió las oscilaciones contando los latidos de su pulso y acabó por descubrir
la ley del movimiento isocrónico de los péndulos, lo que hizo posible la
construcción de relojes de una precisión desconocida hasta entonces.
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Galileo
es recordado por haber inventado el telescopio y por sus estudios sobre el
movimiento de los péndulos y las leyes que gobiernan la caída de los cuerpos.
Pero
tal vez su aportación más grande fue la de sacudir el cerebro de sus
contemporáneos para hacerlos pensar de modo correcto.
A
Galileo le tocó nacer en un mundo en el que los hombres no tenían la costumbre
de elaborar sus teorías con base en la observación de los hechos, sino que, al
revés, pretendían que los hechos se ajustaran a sus elucubraciones, a las que
erigían en dogmas inviolables.
Si
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y lo hizo rey del universo,
razonaban, por lógica la Tierra tenía que ser el centro del cósmos y todo el
resto tenía que girar a su alrededor.
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Aún
es posible hallar víctimas para un acertijo que solía plantear Galileo.
Si
tomamos 2 bolas de plomo, una de 12 kilogramos de peso y otra de sólo 2
kilogramos, y las dejamos caer al mismo tiempo desde una altura de 20 metros,
¿cuál llegará al suelo primero?
Para
muchos la respuesta sigue siendo obvia:
-La de 12
libras, por supuesto.
Pero
Galileo no se conformaba con aceptar los "por supuesto", así que
fabricó las 2 bolas, se trepó a la torre de Pisa y las dejó caer al mismo
tiempo desde una misma altura.
Las
2 bolas produjeron un solo golpe al pegar sobre los adoquines, y con esto se
desencadenó la revolución científica que abriría las puertas al mundo moderno.
Todos
los cuerpos, en efecto -sin que importe su peso o tamaño, caen exactamente a la
misma velocidad y con la misma aceleración; el hecho de que las cosas livianas,
como por ejemplo las plumas, caigan con mayor lentitud es producto de la
resistencia del aire exclusivamente, pero en el vacío un trozo de plomo y una
pluma caen a la misma velocidad.
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Para
los campeones del "por supuesto", investigar experiementamente antes
de opinar constituía una costumbre repugnante.
Inclusive
los médicos recetaban sus remedios con base en cuestiones metafísicas y hacían
sus diagnósticos sacando párrafos en latín de polvorientos libracos que no
entendían, pero que habían aprendido de memoria.
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Desde
muy joven, Galileo se dejó seducir por la teoría de Copérnico, según la cual el
Sol es el centro en torno al cual giran los planetas.
Copérnico
no advirtió que las órbitas de los planetas son elípticas y no circulares, pero
en esencia su concepción era tan correcta como opuesta al dogma vigente.
Copérnico
había muerto medio siglo antes del nacimiento de Galileo, y si salió vivo de su
trance fue sólo porque dedicó sus descbrimientos al Papa y aclaró que sus ideas
eran sólo una hipótesis, no un hecho comprobable.
Entre
1609 y 1619, Kepler demostró que las órbitas de los planetas son elípticas.
Galileo
decidió observar con sus propios ojos el movimiento de los astros.
Había
oído hablar de unas combinaciones de lentes de aumento que usaban los
holandeses para ver las cosas de mayor tamaño, una especie de juguete de
sociedad que por entonces estaba de moda en los Países Bajos, y tras algunas pruebas construyó un
telescopio.
De
sus observaciones con el aparato nació un libro. El
Mensajero Celeste, en el cual el inventor revalidaba
las teorías de Copérnico y Kepler y de ribete anunciaba la existencia de las
lunas de Júpiter, las manchas del Sol y las montañas y valles de la Luna.
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¿Varias
lunas en Júpiter, siendo que la Tierra, el lugar escogido por Dios para la
Creación, sólo tiene una?
¿Montañas en
la insignificante Luna, manchas en la pureza inmaculada del Sol?
Los
sabios y teologos tradicionaleistas quedaron más que escandalizados, asqueados
ante tamaña irreverencia.
Por
encima de todo, se negaron a mirar a través del telescopio de Galileo, al que
consideraron un aparato diabólico.
-La
opinión de que la Tierra se mueve -rugió el jesuita Melchor Inchofer- es de
todas las herejías la más abominable.
La
inmovilidad de la Tierra es 3 veces sagrada.
En
las Sagradas Escrituras Josué mandó detenerse al Sol y no a la Tierra.
En
Salmos, XCIII, se dice: "Afirmó tan bien la Tierra, que no se
moverá".
No
creer en la inmortalidad del alma, en la existencia de Dios o en la Encarnación
sería más tolerable que creer que la Tierra se mueve.
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El
anciano, que ya comenzaba a quedar ciego, apenas alcanzaba a distinguir en la
penumbra a sus verdugos.
Pero
lo que realmente le importaba era decir "con sincero corazón y no fingida
fe", según le habían explicado, las palabras que por fin salieron de sus
labios:
-Abjuro,
maldigo y detesto mis errores y herejías.
Excelente.
Estaba ya en camino de salvar la vida. Y para que no se dudara de su
sinceridad, añadió con mayor firmeza:
-Juro que
nunco más en el futuro diré o afirmaré algo, de palabra o por escrito, que
pueda dar nacimiento a que se sospeche de mí.
-¿Y
juras que denunciarás a todo otro hereje que se atreva a sostener que la Tierra
se mueve? -interrogó desde las sombras un inquisidor.
-¡Sí,
sí, lo juro! -respondió el anciano. Corría 1633 y Galileo Galilei estaba por
cumplir 70 años de edad. Doblar
la cerviz ante los inquisididores le había servido para salvarse de la hoguera.
Le
quedaban 9 años de vida, que pasó confinado bajo estrecha vigilancia de la
Inquisisión en su casa de las afueras de Florencia, envuelto en perpetua oscuridad
y dictando a sus ayudantes los fundamentos de 2 nuevas ciencias: la que estudia
la resistencia de los materiales y la que estudia los cuerpos en movimiento.
Hoy
día sería una tarea demasiado ardua e inútil averiguar los nombres de los
trinfadores de aquel triste año de 1633, los inquisidores que obligaron a
Galileo a tragarse la verdad.
En
cambio todos los escolares del mundo saben que sin los descubrimientos del
genial matemático la humanidad seguiría cubierta en gran parte por las espesas
tinieblas de la Edad Media.
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Después
de la muerte de Galileo, los biógrafos inventaron la leyenda de que obligado a
humillarse y desdecirse
públicamente, el genial italiano murmuró por lo bajo:
-E pur si
mouve (y sin embargo se mueve).
Es
seguro de que de no haberlo dicho lo pensó.
Ni
falta hacía decirlo: toda la humanidad reconocería su verdad unos años después,
aunque los dogmáticos condenaran las obras de Galileo hasta la segunda mitad
del siglo pasado.
Los
inquisidores lograron deblegar la voluntad de un anciano desvalido, pero ni el
propio Galileo hubiera podido detener la marcha de los cuerpos celestes, el
embate irresistible de la realidad.
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