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EL CRISTIANISMO Y EL SEXO
La peor
actitud de la religión cristiana es la que tiene con respecto al sexo; es una
actitud tan morbosa y antinatural que sólo se la puede comprender cuando se la
relaciona con la enfermedad del mundo civilizado en el momento en que decaía el
Imperio Romano.
A veces
oímos hablar de que el cristianismo ha mejorado la condición de las mujeres.
Ésta es una
de las mayores perversiones de la historia que es posible realizar.
Las mujeres
no pueden disfrutar una posición tolerable en la sociedad donde se considera de
la mayor importancia que no infrinjan un código moral muy rígido.
Los monjes
han mirado siempre a la mujer como la tentadora; la han considerado como la
inspiradora de deseos impuros.
La enseñanza
de la Iglesia ha sido, y sigue siendo, que la virginidad es lo mejor, pero que,
para los que hallan esto imposible, está permitido el matrimonio.
“Pues más
vale casarse que abrasarse”, como dice San Pablo brutalmente.
Haciendo
indisoluble el matrimonio y eliminando todo el conocimiento del Ars amandi, la Iglesia hizo cuanto pudo para lograr que la única forma de
sexualismo permitido supusiera poco placer y mucho dolor.
La oposición
al control de la natalidad obedece, en realidad, al mismo motivo: si una mujer
tiene un hijo por año hasta que muera agotada, no va a tener gran placer en su
matrimonio; por lo tanto hay que combatir el control de la natalidad.
El
concepto del pecado unido a la ética cristiana causa un enorme daño, ya que da
a la gente una salida a su sadismo que considera legítima e incluso noble.
Tómese, por
ejemplo la cuestión de la prevención de la sífilis.
Sabido es
que, si se toman precauciones por adelantado, el peligro de contraer la
enfermedad es muy pequeño.
Sin embargo,
los cristianos se oponen a la
difusión del conocimiento de este hecho, ya que mantienen que los pecadores
deben ser castigados.
Mantienen
esto hasta tal punto que están dispuestos a que el castigo se extienda a las
esposas y los hijos de los pecadores.
En la
actualidad, hay en el mundo muchos miles de niños que padecen sífilis
congenital y que no debrían haber nacido, de no haber sido por el deseo de los
cristianos de ver castigados a los pecadores.
No puedo
entender cómo las doctrinas conducentes a esta diabólica crueldad se pueden
considerar como beneficiosas para al moral.
No
sólo con respecto al preceder sexual, sino también con respecto al conocimiento
de los temas sexuales, la actitud de los cristianos es peligrosa para el bien
humano.
Toda persona
que se ha molestado en estudiar la cuestión sin prejuicios sabe que la
ignorancia artificial acerca de los temas sexuales que los cristianos ortodoxos
tratan de inculcar a los jóvenes es extremadamente peligrosa para la salud
física y mental, y causa en los que se informen mediante conversaciones
“indecentes”, como hacen la mayoría de los niños, la actitud de que el sexo es
en sí indecente y ridículo.
No creo que
haya quien pueda defender que el conocimiento es indeseable en forma alguna.
Yo no
pondría barreras a la adquisición de conocimientos por nadie, de ninguna edad.
Pero en el
caso particular del conocimiento del sexo, hay argumentos de mucho más peso en
su favor que en caso de la mayoría de los demás conocimientos. Una persona
probablemente actúa con menos prudencia cuando es ignorante que cuado está
instruida, y es absurdo dar a los jóvenes una sensación de pecado porque tengan
una curiosidad natural acerca de un asunto importante.
A
todos los muchachos les interesan los trenes.
Supongamos que
se les dice que el interés por los trenes es malo; supongamos que se les venden
los ojos siempre que están en un tren o en una estación de ferrocaaril;
supongamos que nunca se permita que la palabra “tren” se mencione en presencia
suya, y se mantenga un misterio impenetrable en cuanto a los medios por los
cuales se les transporta de un lugar a otro.
El resultado
no sería hacer que cesase el interés por los trenes; por el contrario, los
muchachos se interesarían más por ellos, pero tendrían una morbosa sensación de
pecado, porque este interés se les ha presentado como indecente.
Todo
muchacho con inteligencia activa, puede, por esto medio, convertirse en un
neurasténico.
Esto es
precisamente lo que se hace en material de sexo; pero, como el sexo es más
interesante que los trenes, los resultados son aun peores.
Casi todo
adulto de una comunidad cristiana tiene una enfermedad nerviosa como resultado
del tabú en el conocimiento del sexo cuando era muchacho.
Y este
sentimento de pecado, implantado artificialmente, es una de las causas de la
crueldad, timidez y estupidez en las etapas posteriores de la vida.
No hay
motivo racional de ninguna clase
para impedir que un niño se entere de un asunto que le interesa, ya sea sexual
o de otra clase.
Y no
tendremos jamás una población sana hasta que este hecho haya sido reconocido en
la primera educación, como imposible mientras las Iglesias dominen la política
educacional.
Dejando de
lado estas objeciones relativamente detalladas, es evidente que las doctrinas
fundamentales del cristianismo exigen una gran cantidad de perversión ética
antes de ser aceptads.
El mundo,
según se nos dice, fue creado por un Dios que es a la vez bueno y omnipotente.
Antes de
crear el mundo, previó todo el dolor y la miseria que iba a contener; por lo
tanto, es responsable de ellos.
Es inútil
argüir que el dolor del mundo se debe al pecado.
En primer
lugar eso no es cierto; el pecado no produce el desbordamiento de los ríos ni
las erupciones de los volcanes.
Pero aunque
esto fuera verdad, no serviría de nada.
Si yo fuera
a engendrar un hijo sabiendo que iba a ser un maniático homicida, sería
responsable de sus crímenes.
Si Dios
sabía de antemano los crímenes que el hombre iba a cometer, era claramente
responsible de todas las consecuencias de esos pecados cuando decidió crear al
hombre.
El argumento
cristiano usual es que el sufrimiento del mundo es una purificación del pecado,
y, por lo tanto, una cosa buena.
Este
argumento es, claro está, sólo una racionalización del sadismo; pero en todo
caso es un argumento pobre.
Yo invitaría
a cualquier cristiano a que me acompañase a la sala de niños de un hospital, a
que presenciase los sufrimientos que se padecen allí, y luego a insistir en la
afirmación de que esos niños están tan moralmente abandonados que merecen lo
que sufren.
Con el fin
de afirmar esto, un hombre tiene que destruir en él todo sentimiento de piedad
y compasión.
Tiene, en
resumen, que hacerse tan cruel como el Dios en quien cree.
Ningún
hombre que cree que los sufrimientos de este mundo son por nuestro bien, puede
mantener intactos sus valores éticos, ya que siempre está tratando de hallar
excusas para el dolor y la miseria.
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