martes, 16 de junio de 2009

Estados Unidos

Aquella fue una noche sin luna en Jarret, Virginia.
Esperé a las puertas de una cárcel, durante horas y a la intemperie, que uno de los condenados a muerte del penal fuera ejecutado.
Recién cuando una ambulancia con sus chillidos y sus luces rojas se perdió en la oscuridad, el jefe de prensa del penal anunció la muerte del preso con la sobriedad y el envaramiento de un profesional, como si hablara de un asiento contable.
Cuando todo terminó, los periodistas partimos en un auto que recorrió una ruta oscura durante un largo trecho hasta llegar a un Burger King.
Ya en el fast food, vimos entrar a tres norteamericanos gordos y rubios, vestidos con ropas informales y cómodas, como las que usa la mayoría. Cada uno pidió un licuado.
Antes de tomarlos, rezaron.

¿Habrían presenciado la ejecución y rogaban por el descanso eterno del muerto?

No pude saberlo.
Pero pensé que tanto esa ejecución ordenada y ascética de un condenado y esta apasionada plegaria frente a un vaso de plástico podían ser la más certera postal de los Estados Unidos.

Morir en Miami

Todas las sociedades tienen sus paradojas.
Son, al mismo tiempo, virtuosas y viciosas; maravillosas y miserables.
Los EE.UU. no sólo tienen la economía capitalista más creativa y hegemónica del mundo sino también un poderío militar superior al alcanzado por cualquier otro imperio en la historia de la humanidad.
En nombre de sus intereses, se libran guerras que los norteamericanos apoyan por varias razones.
Una de ellas es que no las sufren en casa y suelen mirarlas por televisión.
También piensan que las virtudes de los Estados Unidos son universales.
La Casa Blanca siempre encuentra, en esta convicción, la plataforma para cualquier gesta "civilizatoria" en cualquier rincón del planeta.
A veces, ocurre que esa violencia predestinada la dirigen contra sí mismos.
Entonces, la sociedad se torna paranoica y se arma hasta los dientes.

¿Esto se debe a que los EE.UU. son la nación con el nivel más alto de muertes por armas de fuego del mundo industrializado?

En Suiza, hay prácticamente la misma cantidad per capita de armas que en los EE.UU., pero los suizos las esconden mientras que los norteamericanos las exhiben para persuadir de su poder y por orgullo.
En los años 80, inventaron la frase going postal para referirse a quienes en un ataque de locura mataban a sus compañeros de trabajo o a quien se les cruzara en el camino.
Entonces, estos incidentes solían tener lugar en los correos, y de allí el origen de la frase.
Pero estas masacres podían ocurrir en cualquier lado.
En una escuela, como en Columbine (Colorado) o en Miami, donde hace una semana fueron acribillados dos argentinos y una brasileña porque estaban escuchando la música fuerte.
Este tipo de violencia a veces tiene como origen la locura, la marginalidad o el misticismo religioso.
Otras veces, el impulso mortal es político, como el que motivó los atentados al edificio del FBI en Oklahoma, al Unabomber o a Eric Rudolph, quien atentó contra los juegos olímpicos de Atlanta en 1997 porque odiaba a los gays, estaba en contra del aborto y sentía que debía arreglar el mundo a su manera haciéndolo saltar por el aire con una buena carga de bombas.
La democracia divina

A pesar de todo, los norteamericanos están convencidos de que viven en la "tierra de la leche y la miel", el sitio prometido por Dios para hacer negocios y prosperar.
No es Jerusalén; es una nueva Jerusalén.
"Seremos como la Ciudad en la colina", dijo John Winthrop en 1630, antes de desembarcar en Massachusetts, y convertirse en su primer gobernador.
"Los ojos de todos los pueblos estarán puestos sobre nosotros", agregó.
El sermón se repitió tanto a lo largo de los siglos que fue como una profecía autocumplida.
Los norteamericanos sienten que la historia les dio la razón.
"No ha habido una generación desde 1630 que no haya entendido que los norteamericanos son de una forma u otra un pueblo elegido", escribió recientemente el sociólogo Robert Bellah.
En Democracia en los Estados Unidos, el filósofo francés Alexis de Tocqueville observó la íntima relación entre la religión y las libertades individuales en el establecimiento de los primeros colonos puritanos en Massachusetts, que huían de la represión estatal contra el calvinismo en Inglaterra.
Las instituciones democráticas, en la visión de Tocqueville, son un producto derivado de esta relación entre el sujeto que reza a Dios, su vida cotidiana y la manera en que toma sus decisiones.
Pero, Bellah, el autor del clásico Habits of the heart (Hábitos del corazón), observa que el cristianismo disidente de la Reforma, al revés de la Iglesia Católica, no trató de cobijar bajo su égida a virtuosos y pecadores sino tan solo a los primeros. Sin embargo, algunos "débiles" pueden regresar al seno de su iglesia: estos hijos pródigos abundan en los EE.UU.
Son conocidos como new born cristians, que cuenta con varios exponente, entre ellos, el presidente George W. Bush.
No es extraño que el presidente, que dijo descubrir a Cristo a los 39, tras haber sido un alcóholico empedernido, suela desplegar un pensamiento binario entre el bien y el mal, tan arraigado en todas las religiones y, por ende, en la suya, la evangelista protestante.
Por tanto, para Bush es lógico decir que si el mundo "no está con nosotros, está contra nosotros".
Los republicanos como Bush tienen muchos ejemplos de binarismo religioso aplicado a la estrategia nacional.
En su primera campaña presidencial, Ronald Reagan le agregó al sermón del pastor Winthrop un pequeño detalle.
Para Reagan, su país era una "brillante Ciudad en la colina".
Con esta idea, el actor que se convirtió a la política en los terribles años del macartismo logró devolverle el "optimismo" a los norteamericanos, quebrantado en las décadas previas.
Al asesinato de John F. Kennedy y la rebeldía de los años 60, le siguió la resistencia popular a la guerra de Vietnam y una humillante derrota militar.
El escándalo de Watergate (el espionaje en el Partido Demócrata ordenado por el presidente Richard Nixon) dañó la confianza en el Estado.
La inflación, las largas colas para comprar gasolina, y la toma de rehenes en la embajada de Teherán, terminaron con la presidencia de Jimmy Carter.
La gente de esa generación no creció con la misma idea grandilocuente de patria como la que vino después de la caída del muro de Berlín.
Para la derecha republicana, la década del 50 es la época de oro, a pesar de que entonces empezaban las luchas civiles contra la segregación racial.
Entonces, los EE.UU. habían regresado de la Segunda Guerra con una fuerza económica increíble y comenzó a transformarse vertiginosamente, con una ilimitada expansión de los suburbios no sólo internos sino también externos, en particular hacia América latina.
El american way of life adquirió, de esa forma, un nuevo y vigoroso significado.

El sueño americano

Hay un objeto, que no es ni un crucifijo ni un muñeco de Mickey Mouse, que podría simbolizar perfectamente la vida cotidiana en los Estados Unidos: la cortadora de pasto.
El ruido de las máquinas cortando prolijamente el césped es parte de la música del país.
Obviamente, las hay en todos los modelos.
Los norteamericanos aman el verde parejo, como el fieltro de la mesa de póker, alrededor de sus casas.
Y por eso, pasan todos los fines de semana durante la época estival peinando sus céspedes, como si fueran los peluqueros de un maniático vanidoso.
Este paisaje se repite de Este a Oeste, en todos los suburbios, de manera constante e inexorable como la ley de gravedad.
A pesar de la monotonía del paisaje, para la clase media tener la propiedad de una casa en un suburbio es la meta de la vida: the american dream.
La casa, varios autos, el perro, los niños, la felicidad.
Hay suburbios más ostentosos y otros más pobres, pero todos comparten el mismo principio, que es el del espacio rodeado de verde, con un gran garaje para guardar uno o dos autos, las herramientas, y todo lo que se compra arrebatadamente en las ofertas de las grandes tiendas y que nunca se usa.
En los suburbios no hay veredas y, por lo tanto, tampoco hay gente caminando en ellos.
Cada casa es una isla privada, donde el individuo es rey, aunque esté metido en un mundo homogéneo, de similitudes aplastantes.
La gente sólo se mezcla en los eventos comunitarios, como los partidos de fútbol de la nena o el nene, en los enormes shoppings a lo largo de la ruta, que son los mismos en todo el país. OfficeMax, Target, WallMart, K-Mart, Home Depot. Desde Main a California, los restaurantes también son cadenas, como Chili''s, Deny''s, Olive Garden o Outback Cantina, International House of Pancakes. Sino fuera por el cambio de geografía, uno no tendría la impresión de estar viajando por una ruta intercontinental, sino de andar perpetuamente con un auto sobre la cinta de un gimnasio.

¿Por qué los norteamericanos, cultores del individualismo metodológico, tienen una vida cotidiana apabullantemente homogénea?

Ya en 1957, el escritor John Keats escribió en The crack in the picture window una ácida crítica a los suburbios: "por casi nada, usted puede encontrar una caja propia en una de esos villorrios al aire libre que estamos construyendo en los bordes de las ciudades norteamericanas... Están habitadas por gente cuya edad, ingreso, número de hijos, problemas, hábitos, conversaciones, vestidos, posesiones, y quizás grupo sanguíneo, son precisamente como el suyo".
Para entender por qué los suburbios son infinitos laberintos de calles idénticas, sin cultura, sin negocios, donde hasta para ir a comprar leche hay que subirse al automóvil, hay que regresar a sus orígenes.
Los norteamericanos volvieron muy contentos de la Segunda Guerra Mundial, tanto que procrearon como nunca.
Las familias crecieron tanto que hubo que buscar nuevos espacios.
Fue cuando el gobierno sancionó la ley que se conoció como la GI Bill para los que venían de la guerra.
Entre otras cosas, les ofrecían créditos muy baratos para comprar casas que se estaban construyendo a todo vapor en predios que habían sido anteriormente dedicados a la agricultura.
Las casas eran (y aún lo son) de materiales que a los argentinos les parecerían inaceptables, como la madera aglomerada.
Se construían en serie como salchichas, y se vendían como pan caliente, a veces de a 100 por hora.
Si no hubiera sido por el GI Bill, o sea, sin la intervención del Estado, tal vez no hubiera habido suburbio.
Otra paradoja del país del "individuo".
Los norteamericanos no sólo necesitan el auto para ir de compras o al trabajo.
Lo necesitan para exhibirse y sentirse fuertes y felices.
En la década del 90, el SUV
(Suburban Utility Vehicle) se puso de moda, era un pequeño camión con forma de auto. El SUV se convirtió en el otro símbolo moderno del american dream.
El SUV dice soy fuerte, soy grande, soy más alto que tú, y estoy orgulloso de que sea así.
Manda un mensaje de autoconfianza.
Es una expresión fantástica de la cultura norteamericana", afirmó en una entrevista Clotaire Rapaille, un antropólogo al que Fortune Magazine bautizó como el "psicoanalista de Detroit", esa capital de la industria automotriz de los EE.UU..
Ultimamente se puso de moda el Hummer, la versión de General Motors del Humvie, el vehículo militar que se estrenó en la primera Guerra del Golfo. Quienes lo manejan se sienten como si fueran al combate, en vez de ir al shopping.
No llevarán tropas en sus asientos, sino a un par de niños revoltosos.
Aun en el mundo monótono del suburbio, sus dueños pueden sentirse como generales con tres estrellas.
En la puerta de Shonneys, en el centro de Dayton, Ohio, la gente se agolpa con cara de gula.
Es domingo, aún es temprano para ir a la Iglesia pero no para desayunar.
Dentro del restaurante hay un gigantesco buffet que ofrece papas hechas a la plancha, huevos cocinados de varias manera (revueltos, en omelet, fritos), cereales, frutas, tocino, salchichas, panqueques, crema, melaza de roble, jugos, avena, confituras, panes y montañas de manteca.
Mientras todo el mundo espera ansiosamente con un gran plato en la mano su turno para servirse de las fuentes, que se mantienen calientes gracias a poderosas lámparas, las ganas de comer aumentan y aumentan.
Esta escena es común en un país donde oficialmente el 31% de la población es obesa.
Se calcula que si los norteamericanos siguen comiendo a este ritmo, en el próximo lustro la proporción de gordos, muchos de ellos severamente gordos, aumentará al 40%.
Los índices de obesidad en los niños son alarmantes, y vienen acompañados de enfermedades como la diabetes, que las criaturas no tendrían que tener.
En los comedores escolares muchas veces el menú está compuesto por hamburguesas, papas fritas, tacos o sándwichs.
Hay expendedores automáticos de gaseosas en todos ellos.
Además, bajo la administración de Ronald Reagan se calificó al ketchup como un vegetal, en vez de un aderezo, creando la impresión entre los chicos de que poniéndole más de esa salsa roja y dulce a las papas fritas tenían una mejor dieta.
La gordura es una enfermedad social en los Estados Unidos.
Los más pobres son los más gordos porque en los guetos no hay ni siquiera supermercados y la gente sólo come en Mc Donald's.
La obesidad también es un problema en los suburbios, donde no sólo hay que subirse al auto para ir a comprar tomates sino que la gente usa el coche para cruzar su propio jardín y recoger el correo de su buzón.

El turbocapitalismo

Después de comer, a los norteamericanos sólo les importa comprar.
Desde muy temprano, miles de personas se agolpan frente a las grandes tiendas como Macy's y Wall-Mart, y esperan con voracidad la oportunidad de poder arrasar todos los estantes donde haya cartelitos indicando ofertas.
En eso, suenan unos timbres, las puertas vidriadas se abren, y multitudes corren entre gritos de excitación para comenzar a navegar en un inmenso mar de mercadería.
Este evento, tiene lugar cada año, el tercer viernes de noviembre, es el más importante de la economía doméstica de los EE.UU. porque es cuando se hacen las compras de Navidad.
Todos los norteamericanos consumen mucho.
Pero el consumismo no es sólo la columna vertebral de la economía sino un complejo fenómeno social.
"Para pagar por sus hábitos consumistas, los norteamericanos tienen que trabajar más horas cada año que ninguna otra población de un país avanzado", observa Edward Luttwak en Turbocapitalism.
"Los norteamericanos no eligen trabajar para comprar, pero tienen que trabajar para pagar los intereses y pagar el principal de lo que ya han comprado", señala.
El autor, investigador del Centro de Estudios Estratégicos de Washington, hace dos reflexiones interesantes.
Una, es que de todas las restricciones calvinistas que están instaladas en esta sociedad como paradigma de virtud y moralidad, la de ahorrar dinero y acumular capital quedó convenientemente olvidada.
En cambio, otras formas represivas, que van desde abstencionismo del alcohol, del tabaco y del sexo hasta la pena de muerte, se perpeturaron de una forma o la otra desde la llegada de los primeros colonos puritanos.
Pero Luttwak también señala que ir de compras llena el vacío dejado por la falta de lazos familiares, de un clan.
"En contra de lo que es el comportamiento humano normal, la mayoría de los norteamericanos son indigentes emocionales, tan pobres en sus conexiones familiares como los afganos y los sudaneses lo son con el dinero".
La sociedad norteamericana es la más endeudada del mundo.
La gente no sólo gasta superfluamente.
Tiene que hipotecar varias veces su casa para pagar sus tarjetas además de hacer frente a los créditos que contrae para vivir y para estudiar.
Los pobres no son quienes tienen deudas más pesadas sino la clase media, que no tiene siempre garantizado el trabajo.
Una economía tan dinámica como la estadounidense se puede expandir rápido o contraerse al mismo ritmo.
Entonces, las empresas despiden gente por miles.
Por eso, ahora la economía es la preocupación primera, antes incluso que la guerra.

Meritocracia y exclusión social

En una entrevista con la revista The Atlantic Monthly, Ted Halstead, el CEO del think-tank New America Foundation, reflexionó:
"Desde siempre, el objetivo de los EE.UU. ha sido construir una sociedad basada en la oportunidad y la meritocracia. La manera en que se suponen que funcionan las cosas es: Usted trabaja fuerte, juega de acuerdo a las reglas, sale adelante. Ese es el sueño. La movilidad hacia arriba para todos y una sociedad con una clase media masiva. Pero lo preocupante es que desde 1970 la clase media se ha ido achicando. Tenemos crecientes niveles de desigualdad y alarmantes niveles de pobreza en el país más rico del mundo".
Justamente porque esta es una sociedad meritocrática que piensa que le da las mismas oportunidades a todo el mundo, los pobres son despreciados.
Ellos son el lado oscuro del sueño americano, los que supuestamente nunca supieron aprovechar las bondades de los EE.UU. Desde la era Reagan hubo un sistemático ataque contra los pobres y se han recortado programas de ayuda social. Aún en los años de Bill Clinton, cuando el país literalmente tiraba manteca al techo, el discurso político estuvo centrado en eliminar el estado de bienestar, una herencia dejada por Roosevelt y luego por Kennedy y Lyndon Johnson.
Cuando fue ejecutada Karla Faye Tucker, en 1998, sus carceleros se emborracharon con whisky para poder dormir.
La que había sido bautizada como "la asesina del pico" se había transformado en "una buena cristiana" pero su conversión religiosa no la pudo salvar de la inyección letal.
Este caso conmovió a los EE.UU. pero no por ello disminuyó el apoyo de 7 de cada 10 estadounidenses a la pena de muerte.
Lo que sí está cambiando es la percepción de la forma en que funciona la justicia, en donde el racismo siempre juega un papel.
Gracias a los análisis genéticos, cada vez se descubren más casos de gente que fue sentenciada con la pena capital a pesar de ser inocente.
Pero no hay piedad para los que recibieron la máxima sentencia a pesar de haber cometido el crimen antes de los 18 años.
Ellos son niños y deberían estar protegidos por las convenciones internacionales.
Pero en los EE.UU. no se aplican.
Un mujer llamada Katy Barbour, una rubia que abría sus ojos como si viviera en perpetuo asombro, explicó —durante la campaña electoral de una congresista republicana— su peculiar visión del mundo.
"Apenas llegó al poder, Hitler le confiscó las armas a los judíos. Si los judíos hubieran tenido armas, no hubiera habido Holocausto", dijo.
Ocurrió en Boise, la capital de Idaho, un estado del noroeste conocido por su naturaleza grandiosa y sus paisajes solitarios, allí es donde se refugian las llamadas milicias.
Y Katy las apoyaba con todo su corazón.
Algunas milicias son intimidantes.
Otras, son grupos de libertarios, que viven de acuerdo a lo que predican, una ideología que se ubica en la extrema derecha del Partido Republicano.

Mesianismo way of life

Estos norteamericanos creen que la historia es un circulo vicioso que se repite y que, por lo tanto, pueden reencarnar la saga de George Washington y de los ejércitos que lucharon contra los ingleses.
Por eso, quieren estar listos: es decir, armados.
Les importa que los principios de 1776 se mantengan intactos.
La gente como Katy cree que la Constitución es un documento emanado de la Biblia, inmodificable.
Estos fundamentalistas creen que la libertad de expresión y el derecho a poseer armas son sus artículos sagrados.
La locura de los norteamericanos con las armas no tiene mucho que ver con la guerra de la Independencia sino más bien con la conquista del Oeste, y sobre todo, con la Guerra Civil.
La Asociación Nacional del Rifle (ANR), esa gigantesca organización que preside el actor Charleston Heston, justamente nació en los años de la guerra de Secesión para enseñarle a la población a disparar bien, no para promover la Segunda Enmienda de la Constitución, la cláusula que permite la portación de armas.
Aunque las milicias y el Partido Republicano asocian las armas a la libertad individual, la mayoría de los norteamericanos no siente que debe tenerlas para participar de una insurrección civil o en la defensa del territorio nacional en caso de un ataque enemigo.
Las compran para protección personal.
Los miembros de las milicias no son seres extraños, sino representantes de una tradición ultra libertaria, que odia las instituciones del Estado (la policía, la gendarmería y muy especialmente al FBI) hasta el pago de los impuestos.
Suelen ser individuos extremadamente paranoicos, patrioteros, racistas y antisemitas.
No son sólo las milicias las que detestan el Estado.
El Partido Republicano desprecia la existencia misma de Washington, aunque pelee por controlar el poder.
La derecha estadounidense idealiza la descentralización de las funciones de gobierno, en contra de los demócratas que históricamente han impulsado la creación de instituciones, sobre todo para beneficiar a los más pobres.
Sin embargo, esto también cambió.
Los demócratas muchas veces no se distinguen de los republicanos.
Lo que sí es muy republicano es la guerra contra los impuestos.
Bush repite todo el tiempo que el dinero es del individuo, no de la burocracia.
En un artículo llamado ¿Podemos ser ciudadanos de un imperio mundial?, el sociólogo Bellah dice: "efectivamente, la profunda hostilidad al gobierno en nuestra tradición convierte a la idea de un imperio en repugnante. Si domésticamente no queremos un gobierno fuerte, ¿por qué querríamos dominar al mundo?".
Pero el imperio del siglo XXI no tiene que ser territorial, como lo fue el de Roma.
Los mecanismos de dominación y control son mucho más sofisticados.
Los norteamericanos ni se dan cuenta del planeta donde viven.
Son ignorantes geográficos.
Pero se saben poderosos y les encanta.
En el medio de la guerra contra Irak, una mujer, que quería expresar su adhesión a las tropas, fue entrevistada por la National Public Radio.
"Yo apoyo la guerra la guerra en.....en...en....", dijo vacilante, sin poder mencionar el lugar donde ocurría la batalla. "En ese país", agregó finalmente, como si evitara un papelón.
No podía siquiera acordarse de Saddam.
En verdad, qué importaba.
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